OS LLAMO AMIGOS volver al menú
 

     Pensando en los lectores de esta publicación vocacional, pregunté en 1958 a medio centenar de sacerdotes por el origen de su vocación. Sus respuestas —algunas de ellas, tienen valor ex opere operato, por sí mismas, sin necesidad de comentario— han sido publicadas en el libro «Por qué me hice sacerdote».
     No pude formular entonces la pregunta a un inglés llamado Timothy Radcliffe (autor de «El trono de Dios» [hoja 381] y «Retos a nuestra misión» [hoja 313]) porque no sabía yo que existiera y... ni siquiera sospechaba él a sus 11 años que sería un día sacerdote y Maestro general de los dominicos.
     Acaba de publicarse «Os llamo amigos», amplia entrevista que el redactor de «La Croix» Guillaume Goubert le ha hecho. No me extraña nada que el libro haya sido galardonado con el «Premio 2001 de literatura religiosa». Es realmente exquisito.
     17 preguntas/respuestas del libro. En las que cuenta un poco por qué se hizo domincio.

J.S.V.


¿Dónde nació usted?

     En Londres. Al final de la Segunda Guerra Mundial y cuando mi madre esperaba que mi padre fuera desmilitarizado. Para ellos fue una pena que naciera en Londres, ya que eso significaba que no podría jugar al cricket con los colores de Yorkshire, que es la región de donde procedía mi familia.

¿Qué recuerdos conserva de su infancia?

     Primero, el sentido de pertenecer a una familia extensa. Éramos seis niños y había un interminable trasiego de primos que venían a quedarse con nosotros. A veces tenía la impresión de que a mi madre le costaba recordar nuestros nombres. Pero te dabas cuenta de que eras querido sin que nadie tuviera que decírtelo. Eras miembro de una tribu. Por eso, cuando estoy con mis hermanos africanos, les digo que en ese continente me siento como en casa. Sabías quién eras, quiénes eran tus primos y también identificabas a los primos de tus primos. Eso le daba a uno un fuerte sentido de identidad. Todo eso me facilitó mucho las cosas cuando decidí entrar en la gran familia de la Orden Dominicana. Pero, por otra parte, fue un choque. Era un mundo totalmente diferente. La gente me preguntaba: «Quién eres tú?». Algo que hasta entonces nadie me había preguntado. Había estado viviendo en un mundo más bien cerrado, con innumerables primos que sabían todo unos de otros.
     Otro aspecto importante de mi infancia fue el de crecer en el campo. Aprendí a amar las estaciones del año, los árboles, los animales. Gran parte de mi infancia transcurrió con mis hermanos más pequeños en los bosques. Cazando animales, observando a los pájaros, intentando descubrir zorros, aprendiendo a estar en silencio, a moverte sin hacer el más mínimo ruido. Pienso que este amor por la naturaleza ha sido importante para mí. Hasta cierto punto fue la fuente de mi temprano sentido de Dios. Para mí Dios no se asocia ante todo con las iglesias, sino mucho más con el silencio contemplativo de un paseo por el bosque.
     Finalmente diría que nuestra vida familiar era una extraña mezcla de ritualismo e informalidad. Teníamos que estar vestidos correctamente para las comidas. Mi abuelo iba siempre de smoking a la cena. Era un estilo de vida muy formal, con toda la pesadez de los rituales de la urbanidad. Pero, al mismo tiempo, había una cierta informalidad que procedía de la parte de mi madre quien, a su modo, era muy sencilla y nada remilgada. Creo que, en este sentido, fue una buena preparación para la vida religiosa, que también combina lo ritual y lo informal.

¿Qué recibió de sus padres?

     Aunque quizá un poco tarde, hoy descubro que tuve unos padres extraordinarios. Nunca los oí discutir. Nunca una palabra desabrida, nunca. Ésta debe ser la razón por la que me cuesta tanto desenvolverme en ambientes de violencia o agresividad.
     Mi padre fue un hombre absolutamente sincero. ¡No puedo imaginarlo diciendo una mentira, mientras que yo reconozco que, a veces, me resulta duro admitir que hechos tediosos sean una historia interesante! Y sin embargo, aspiro a ser un hombre sincero, como él. Hasta cierto punto esa es la razón que me trajo a la Orden, cuyo lema es «Veritas»,
la Verdad.
     Era un hombre tímido. Como a muchos ingleses de su generación, no le resultaba fácil expresar sus sentimientos. Sin embargo eso cambió al hacerse mayor. Cuando dejó su trabajo en la City, atravesó un período de depresión. Estaba perdido, callado y nosotros no sabíamos cómo ayudarle. Lo que le sacó de aquella situación fue la liturgia de la Semana Santa. Fui a visitar a mis padres un lunes de pascua y mi padre fue a esperarme a la parada del autobús. Lo observé mientras avanzaba hacia mí y me di cuenta de que algo había cambiado, había algo así como nueva energía en sus pasos.      «¿Qué ha pasado?», le pregunté, y me replicó: «He vivido la Semana Santa».
Respecto a mi madre, lo más sobresaliente es su absoluta confianza en Dios, la convicción de que Dios no nos abandona: «Pase lo que pase todo saldrá bien». También posee un sentido connatural del valor de la igualdad de todas las personas. En el pueblo donde vive todo el mundo la conoce porque habla con todos. Lo mismo que mi padre, ella es incapaz de darse la mas mínima importancia.

¿Cómo fue su educación religiosa?

     Para decirle la verdad guardo pocos recuerdos de una «educación religiosa». Recuerdo haber aprendido el catecismo de memoria, pero poco más. De hecho mis primeros recuerdos sobre religión son las «misas domésticas». Con frecuencia había sacerdotes que se hospedaban en nuestra casa y celebraban la Eucaristía para la familia. En aquella época, todos los domingos solíamos ir a un cercano convento de monjas en Ascot y allí asistíamos a la Bendición del Santísimo. El canto era espléndido. Había cientos de velas. El gran desafío para nosotros los monaguillos, era encenderlas sin derribarlas.
     Lo más importante sobre la religión en mi infancia era que la considerábamos como algo natural. Formaba parte de la vida diaria, del aire que respirábamos. Ir a la iglesia era tan corriente como ir a la tienda. Rezar a Dios era un acto tan corriente como charlar con alguien de la familia.

¿En qué colegio estudió?

     En colegios benedictinos, primero en Worth, luego en Downside. Los benedictinos dejaron en mí una profunda huella. Te hacían partícipe de un sentimiento en el que la religión personal se veía sencillamente como una parte más del hecho de estar vivo.
     También me impresionó la espléndida belleza de la celebración litúrgica de los benedictinos. Todavía guardo con nitidez el recuerdo de la primera vez -sería por los años cincuenta-, en que celebramos la Semana Santa y la Pascua según el nuevo ritual: la oscuridad de la noche antes de encender nuestras velas, el drama de la celebración de la nueva vida. La religión de mi infancia era al mismo tiempo ordinaria y magnífica.

¿Estuvo interno en esos colegios?

     Sí, desde los 8 años hasta los 18. Durante las tres cuartas partes del año vivíamos lejos de casa. Mirando hacia atrás, esto me parece increíble, pero era lo que se hacía en nuestra familia. Nunca lo sospechamos en aquella época, pero ¡qué duro debía ser para mi madre! Nos llevaba hasta la puerta del colegio y nos dejaba tan rápido como podía y, en cuanto cruzaba las verjas, se le escapaban las lágrimas. Fui feliz, a pesar de que los internados ingleses eran duros en aquellos tiempos y a pesar también de que el colegio fue un duro golpe para mí. La segunda tarde de mi estancia en él fui castigado por haber dejado la ropa en el suelo, ¡y no crea que haya mejorado mucho desde entonces! Nadie me había dado un cachete jamás, nadie. ¡Me produjo una impresión terrible el hecho de que alguien pudiera hacer una cosa semejante!

¿Cómo fue el paso de una fe infantil a una fe adulta?

     Estando en el colegio, si bien amaba la belleza de la liturgia, nunca fui un chico piadoso. No fui en absoluto un buen ejemplo. Era uno de esos chicos que suelen saltar la tapia para ir a un pub a fumar y a beber. Estuve a punto de ser expulsado tras ser sorprendido leyendo «El amante de Lady Chaterley» durante la Exposición del Santísimo. Y sin embargo nunca dejé de creer en Dios. Eso formaba parte del aire que respiraba, lo mismo que nunca dudé de la existencia de los árboles o las nubes. La existencia de Dios era algo obvio, pero tampoco pensaba demasiado en la religión.
     Un año antes de entrar en la universidad, quise tomar un año sabático para vivir una experiencia más amplia. Encontré trabajo en una oficina de Londres. Allí, por primera vez en mi vida, hice amigos no católicos que cuestionaron de forma brusca mi fe y que, en definitiva, me preguntaban por qué creía. Fue un momento de cambio real para mí. Por primera vez me encaraba con la cuestión: ¿es verdadera mi fe? Si es verdadera, esto tiene que ser lo más importante de mi vida. Si no lo es, quizá debería mandarla a paseo. Así fue como empecé a salir de un ambiente católico protector, encontrándome con no católicos que me producían un choque que me fue llevando a una fe adulta.

¿Se percató entonces de que creía realmente?

     No solo me percaté de que creía, sino que llegué a la conclusión de que esta fe debía ser algo central en mi vida. Y fue entonces cuando comencé a pensar en los Dominicos. En realidad todo lo que sabía era que había una Orden religiosa cuyo lema era
Veritas, "la Verdad", pero no recordaba quiénes eran. Llamé a un amigo benedictino que me dijo quiénes eran y cómo podía ponerme en contacto con ellos.
     Solicité una entrevista con el Provincial. A los cinco minutos de este encuentro con el primer dominico en mi vida, le dije que deseaba entrar en la Orden. Ese primer encuentro fue una sorpresa, ya que el Provincial quería hablar de fútbol, mientras que yo no tenía ningún interés en el fútbol y estaba impaciente por hablar de teología. Después fui a visitar el noviciado en Woodchester, que me causó una gran impresión. Me sorprendió la sencillez de su vida. La casa estaba muy deteriorada, con moho en el techo de la habitación de huéspedes.
     Me sorprendió también la pasión de aquellos frailes por la discusión de cualquier tema, desde el comunismo hasta los sacramentos. Recuerdo, por ejemplo, a un hermano explicando cómo la vida sacramental de la Iglesia penetra todos los aspectos de nuestra vida corporal: bendice nuestro nacimiento, la muerte, el comer y el beber, nuestra sexualidad. Nadie me había hablado jamás de temas religiosos de esa forma. Eso me fascinó. Cuando me marché, tras esa primera visita, pedí entrar en la Orden. Le pregunté al maestro de novicios qué debería leer para prepararme. Esperaba obras piadosas de teología, pero él me sugirió los
Diálogos de Platón. ¡Es verdad que ofrecen una preparación maravillosa para quienes desean iniciar la vida religiosa! Así pues, durante las semanas siguientes, leí el Nuevo Testamento mientras me dirigía al trabajo, y a Platón en mi vuelta a casa.

¿Antes de los diecinueve años, nunca pensó en ser sacerdote o religioso?

     Nunca. No porque hubiera nada extraño en el hecho de ser sacerdote o religioso. Me sentía cercano a los benedictinos. No los veía como criaturas de otro planeta sino como personas corrientes que eran mis amigos y, con frecuencia, mis parientes. Pero la idea de hacerme religioso jamás había pasado por mi mente.

¿Qué trabajo le atraía cuando era joven?

     Aunque parezca raro, nunca pensé mucho en cómo ganar mi sustento. Sin embargo, recuerdo que cuando tenía unos diez años, oí una conversación sobre cómo plantar árboles para detener el avance del Sahara. Esto me pareció algo maravilloso, y durante un tiempo lo que yo quería hacer cuando fuera mayor era ser guardabosques. Pero, aparte de eso, no recuerdo haber pensado mucho en trabajos.

Cuando usted tomó esta repentina decisión de entrar en la vida religiosa ¿había sentido una llamada de Dios?

     Yo no usaría esa expresión. Creo profundamente en la idea de la vocación. Creo que todos los seres humanos son llamados por Dios. No es tanto una llamada a hacer algo cuanto una llamada a ser. En la Biblia puede ver que los temas de la creación y la llamada están estrechamente unidos. Las cosas existen porque Dios las ha llamado por su nombre. «El Señor me llamó, desde el vientre de mi madre, él pronunció mi nombre» (Is 49, 1). Estamos convocados a la plenitud de la vida.
     Por tanto, creo en la idea de una vocación. Dios llama. Pero no es como escuchar el timbre del teléfono, levantar el auricular y escuchar a Dios al otro extremo de la línea diciendo: «Timothy, ven». Es algo infinitamente más ontológico; tiene lugar justamente en las profundidades del ser. De modo que no oí ninguna voz, ni tampoco me dije a mí mismo: «¡Ah, este es el trabajo que me gustaría realizar!». Descubrí cómo y quién estaba llamado a ser.

¿Cómo reaccionaron los de su entorno?

     A mis amigos les sorprendió mucho, pero no ocurrió así con mis padres. Guardo un recuerdo muy preciso del momento en que se lo dije a mi padre. Yo estaba de pie en la sala de estar, delante de la chimenea. Mi padre estaba leyendo «The Financial Times». Me dijo: «Apoyaremos lo que suceda, perseveres o no. Debes ser libre para intentarlo y libre para dejarlo. No lo consideraremos un fracaso». Eso fue importante: ellos me dejaron libertad. Mi padre sugirió, para que me hiciera una idea de las dificultades, que hablara con un amigo suyo, un famoso periodista, que había ingresado en el Seminario y luego lo había dejado.
     Creo que para mis padres no suponía ningún problema el que yo me hiciera religioso. Muchos de nuestros amigos y parientes eran religiosos. Mi abuela procedía de una familia de nueve o diez hijos de los cuales siete eran religiosos... Lo que sí les extrañó un poco es que quisiera ser Dominico.

Usted entró en la vida religiosa a mediados de los sesenta. Por tanto profesó pobreza, castidad y obediencia, votos contracorriente en esa época que proclamaba la sociedad de consumo, la libertad sexual y el desafío radical a la autoridad... Hablemos en detalle del tríptico pobreza, castidad y obediencia.

     La pobreza no era problema. La Orden era pobre, y eso generalmente nos sorprendía como algo positivo, aunque a veces fuese duro. Recuerdo que, cuando entré, los estudiantes dominicos tenían treinta chelines (libra y media) para sus gastos mensuales. Lo justo para tomar unas cervezas. Protestamos diciendo: «Los sacerdotes tienen dos libras, no es justo. O nos dan más a nosotros o menos a ellos». Como se puede imaginar, salimos con la nuestra.
     Pero la pobreza nos daba gran libertad de corazón y de mente. Cuando viajábamos, algunos de nosotros casi siempre lo hacíamos en autostop. Yo recorrí en autostop toda Europa, con un profundo sentimiento de libertad. Personalmente disfruté con la pobreza, algo tan diferente a la vida anterior que había llevado. Recuerdo la visita a casa de uno de mis tíos en Yorkshire. A la hora de marchar me preguntó a qué hora salía mi tren. Le expliqué que volvía haciendo autostop a Oxford. Él quería pagarme el billete, cosa que rechacé. Al final llegamos a un acuerdo: su chófer me llevaría en el Rolls Royce a cierta distancia de la casa y me dejaría para parar a algún conductor. Cuando encontré un lugar apropiado para hacer autostop le indiqué al chófer que parara. Me entregó mi equipaje y un camión me recogió. Yo encontraba esa movilidad entre dos mundos, el Rolls y el camión, liberadora. Es la libertad de quienes viajan ligeros de equipaje.

¿La obediencia?

     En esta área no recuerdo ninguna dificultad. En nuestra tradición la obediencia está vinculada estrechamente al diálogo y a la fraternidad. En Oxford, durante nueve años, tuve la gran suerte de tener un prior extraordinario: Fergus Kerr, un conocido teólogo. El presidía las reuniones comunitarias con una sabiduría inmensa. Esa fue realmente una buena educación en el diálogo y la responsabilidad, a la que estoy muy agradecido.

¿Y la castidad?

     Eso fue más difícil. Lo fue porque no recibimos una formación para encarar nuestra sexualidad. Se creía que era suficiente decirnos que había que tomar una ducha de agua fría y salir a correr. Fue incluso más duro, ya que a nosotros no se nos separaba de otras personas jóvenes. Por ello cometimos fallos. Llevó tiempo redescubrir el valor de la castidad.

¿Cómo definiría el valor de la castidad?

     Ante todo nos da una maravillosa libertad en el sentido literal del término. Yo paso gran parte del año viajando y visitando las Provincias de la Orden. No podría hacerlo si tuviera una familia. Pienso también que la castidad nos permite ser testigos de un amor más profundo que es la amistad. «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos». Esta es la amistad que vivimos dentro y fuera de la Orden. En el Evangelio y en la Biblia hay dos modelos de amor: amor esponsal apasionado, el de El Cantar de los Cantares y la Carta a los Efesios, y luego el amor que es amistad, el del Evangelio de Juan. Si hemos de testimoniar que Dios es amor, hemos de encontrar en la Iglesia estos dos modos de amar. Necesitamos parejas casadas y religiosos, y por supuesto célibes, que muestren de forma diferenciada el único misterio del amor.

¿No pagan ustedes un precio muy alto por la libertad que proporciona la castidad?

     Estoy convencido de que el aspecto más duro de la castidad no es la falta de actividad sexual, sino mucho más la falta de intimidad, el saber que tú eres lo más importante para otra persona que tiene la misma importancia para ti. Hubo un tiempo en mi vida, cuando tenía alrededor de treinta años, en que sentí eso de forma muy dolorosa. Puedo recordar muy bien verme soñando con tener una casa, tener hijos, anhelar la intimidad... Pero en la vida religiosa también he encontrado alegría, felicidad, amistad, estallidos de risa, espontaneidad y un modo extraordinario de amar. Creo que esta vocación llama a uno al desierto. La cuestión es si uno se atreve a entrar en el desierto, sabiendo que allí, como dice la Biblia, Dios nos hablará con ternura. Si realmente tu vocación es entrar en el desierto, allí encontrarás la auténtica felicidad, una felicidad profunda.

¿Cuáles son los personajes históricos de la Orden a los que se siente más unido?

     Hay tantos... Domingo, por supuesto, que siempre se sintió uno más entre los hermanos. Y luego, su inmediato sucesor, Jordán de Sajonia. Elegido muy joven Maestro de la Orden, no se sintió con fuerzas para gobernar: «¿Cómo voy a gobernar a la Orden si ni siquiera sé gobernarme a mí mismo?». También yo he sentido con frecuencia eso mismo. Jordán era un joven lleno de amor. Las cartas que escribió a la Beata Diana de Andaló desbordan amor, con una franqueza y frescura que las encuentro maravillosas. Es la misma relación que vemos en el siglo XIV entre Raimundo de Capua, también Maestro de la Orden y Catalina de Siena. No podemos pensar en ellos sin el mutuo amor que se profesaban: Jordán y Diana, Raimundo y Catalina.
     Catalina de Siena me parece inmensamente atractiva: su coraje, su admirable falta de miedo, tal como se puede ver en la carta escrita en 1375 al papa Gregorio IX que dudaba si abandonar Aviñón y volver a Roma: «Ve, no tengas miedo. No tienes derecho a tener miedo».
     Alberto Magno y Tomás de Aquino, porque su santidad está muy unida a su inteligencia. Solemos considerar el pensamiento como frío, abstracto, cerebral. Pero para los frailes del siglo XIII, amar a Dios y al vecino de uno mismo estaba muy unido a la comprensión: ¿cómo vas a amar a quien no conoces y cómo vas a conocer si no amas? La curiosidad inconmensurable de Alberto está a la base de la ciencia moderna, donde el preguntarse ante la complejidad de la naturaleza va unida con la alabanza a Dios. En nuestra Iglesia, dividida frecuentemente por la ideología, Tomás es un ejemplo maravilloso, colocándose siempre con seriedad en la postura del contrario y ofreciendo abiertamente objeciones a su propia posición. Él nos está enseñando el significado del diálogo. San Antonino de Florencia (1389-1459) que luchó con temas de moral ocasionados por el sistema económico post-medieval. Bartolomé de las Casas (1484-1566) que luchó contra los conquistadores españoles en defensa de los derechos y dignidad de los Indios. Creyendo en principio que estaba llevándoles a Cristo, llegó después a reconocer en ellos al Cristo crucificado y sufriente. Y así tantos otros, San Martín de Porres en Lima con su cercanía a los pobres, Fray Angélico, y la lista sigue...
     Finalmente elegiría al P. José María Lagrange, fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén, en 1890, y uno de los pioneros del estudio moderno de la Biblia. Sufrió mucho: fue atacado y reducido al silencio. Pero nunca reflejó autocompasión o amargura; conservó su entusiasmo intelectual y su humildad. Es un hermano a quien me encantaría ver beatificado.

Timothy Radcliffe

391-392 ¿De Caleruega puede salir algo bueno? Salió un canónigo de Osma, obsesionado por los horizontes infinitos y por una familia con muchos hermanos. Creía en la Palabra y logró que ellos la predicaran sobre todo con la elocuencia del ejemplo. Ansioso de ver la Verdad cara a cara, murió en Bolonia, a los 51 años. Dominicos y dominicas nos lo hacen presente cada día.- J.S.V.