JUAN XXIII volver al menú
 

     Desde siempre el pueblo cristiano ha invocado a los santos como intercesores ante el Señor, para conseguir mercedes y gracias.
     El 3 de septiembre del año 2000 Juan Pablo II declaró beato a Juan XXIII. Aunque no hacía mucha falta, porque todos sabíamos que el buen papa Juan era un santo, a todos nos alegró: así oficialmente podemos contar con alguien allá Arriba, que ruegue al Señor para que envíe obreros a su mies.
     Entre las vidas del buen papa Juan publicadas hasta ahora destaca la de Javierre. Descúbralo el lector a través del prólogo y un fragmento del capítulo XVI.

J.S.V.


     Ser hoy creyente...
     ¿Y a quién le importa, ser hoy creyente?
     A los creyentes nos importa, claro.
     También a muchos amigos míos increyentes les importa: No tanto el hecho de que otros seamos creyentes, hoy, «a pesar de todo»; sino por qué, para qué sois creyentes.
     —Somos creyentes porque tenemos fe.
     —¿Y qué es la fe? ¿Por qué tú tienes fe? ¿Por qué yo no tengo fe? ¿Para qué te sirve la fe?
     Mis amigos increyentes piensan que la fe nos aleja de las realidades de este mundo que vivimos: nos quita el interés.
     Les dejo desconcertados si les explico que somos, los creyentes, gente de buen humor. Desgarrados del mundo seríamos aquellos tipos sombríos acusados por Chesterton: «Hay personas que hablando del mar solo hablan del mareo».
     Los creyentes, desde luego, somos escatológicos, o sea, estamos enganchados al más allá, a otra misteriosa orilla. Díganmelo a mí, que llevo siete años avisado de muerte próxima. Estoy con los ojos grandes abiertos, mirando fijamente hacia allá como esos rostros románicos del Pirineo.
     —¿Y qué ves?
    —Nada veo, nada; pero sé, creo, que me aguarda el Padre, con su cariño y su misericordia.
     En realidad, he borrado la frontera que separa las dos orillas, ésta, la de acá, y la otra, la de allá: Os tengo a todos juntos. Una maravilla, veros juntos a todos: desde Sócrates, Tomás de Aquino, y Bocaccio, hasta Gómez Marín, Ignacio Camacho y Antonio Burgos. Con Clara de Asís y Juan de la Cruz, por supuesto. Tantísima buena gente... Jaime Capmany, Mingote, Alfonso Ussía, ¿Paco Umbral? Umbral se me resiste.
     —¿Estás un poco loco?
     —Supongo.

     A mis amigos, creyentes e increyentes, dedico este librito.
     Sobre todo a mis amigos increyentes.
     Aunque solo sea por simpatía, sé que muchos van a leerlo.
     El librito, como una carta un poco extensa.
     Da respuesta indirecta sobre la cuestión «por qué, para qué, soy creyente»: Recordando la historia y el estilo de un creyente tipo, ejemplar. Nos enseñó a ser creyentes, nos marcó, a quienes veníamos del siglo XX hacia el siglo XXI. Su estilo, sus ideas, sus palabras son la respuesta: Por qué, para qué.
     Solo una circunstancia podría quitar eficacia a su testimonio: Que fue papa, pongámoslo una sola vez con mayúscula, Papa de Roma, lo eligieron papa. Parece que así no tiene gracia: si ejerce de papa se le supone la fe, ha de ser creyente.
Cuidado, anotemos dos observaciones.
     Una; él no quiso, se la jugaron: Nada hizo por obtener el solio. Al revés, los técnicos, monseñores vaticanos, lo consideraban un diplomático labriego, exiliado lo tuvieron veinte años lejos de Roma.
     Recién elegidos, a los papas los llevan de la Capilla Sixtina, lugar del Cónclave, a una salita vestidor donde hay preparadas tres sotanas blancas, color del vestido pontificio: Una de larga estatura, otra mediana, corta la tercera, para que así una de las tres ajuste al físico del nuevo pontífice.
     A mi hombre, Juan XXIII se llamaba, ninguna le ajustó. Le probaron la corta, pues él era pequeñajo. Pero además lucía una oronda barriga, aparentemente inesperada en las dimensiones de un papa. Tres costureros de urgencia ampliaron las costuras. El protagonista les bromeó:
     —Está clarísimo que los sastres no me queríais papa.
     Ni los sastres ni él: viejito, chico y gordo, no daba la estampa: detrás del antecesor Pío XII, alto, flaco, señorial, principesco.
     Quiero decir, salió papa muy a pesar suyo. No solo a causa de las apariencias externas: Dentro, él cultivaba un espíritu humilde, cristiano auténtico, leal.

     La segunda observación exigiría horas y horas de charla. Tengo rebuscados por las bibliotecas del mundo los libros donde se cuentan errores, fechorías, maldades incluso, de los papas católicos a lo largo de la historia. Los creyentes estamos curados de espanto, sabemos a qué atenernos: Cristo Jesús cometió el error de fiarse de nosotros los hombres, de los hombres consagrados curas y obispos y papas. Frecuentemente lo hemos dejado en mal lugar. Paciencia, pedimos misericordia. Ocurrió desde el arranque, Jesús lo supo la noche de su Pasión. Que Pedro le negara me parece en sí más criminal que los hijos engendrados por Alejandro VI. La Iglesia camina con el conjunto de la humanidad, cada biografía debe encuadrarse dentro de su esquema temporal. Y espacial.
     Naturalmente, las deficiencias concretas personales de un pontífice le restan valor de testimonio.
Pasa que Juan XXIII fue un creyente evangélico, ejemplar, fue un hombre bueno. Abundan por el mundo hombres inteligentes, te los tropiezas, sobre todo hombres listos, astutos. En cambio, escasean los hombres buenos, verdaderamente buenos.
     La bondad es como el sol, y como el pan, y como el agua, que hartan el alma y llenan de consuelo. El frío, el hambre y la sed entristecen, roban la sonrisa y acurrucan la vitalidad en lo más recóndito del hombre. El sol, el agua y el pan obran milagro, dan elasticidad a la caja torácica, iluminan los poros, rejuvenecen los músculos. La bondad también es así. Cuando pasa un hombre bueno, los vencidos sienten un latigazo de vigor, los esclavos gozan por un instante de libertad, los torvos abren ingenuamente la mirada, los egoístas alargan los brazos, cantan los niños, ríen las muchachas, una onda de simpatía rebosa de corazón a corazón por los palacios de los grandes y por las riberas si duermen gitanos debajo del puente. Cuando pasa un hombre bueno nos sentimos solidarios y un poco orgullosos, pensando que, a fin de cuentas, hasta Dios estará contento y que no todo lo hemos aún manchado.

     Ser hoy creyente significa negarte a ser esclavo del dinero, del sexo, del poder, cuidando de no insultar ni herir a nadie con la imposición de tu conducta.
     La mayoría de nosotros quedamos cortos, sin dar la talla. Quiero pedir a los amigos increyentes que nos perdonen, recordando el refrán sensato de los persas: Nadie puede esperar una perla en cada ostra. Aquí traigo a cuenta la perla Juan XXIII, creyente fiel. Los jóvenes ignoran su nombre, murió hace casi cuarenta años.
     Murió... y qué muerte: cuatro años y medio de papa le bastaron para que literalmente todo el planeta sintiera pena por su muerte.

     De antemano sé que me gano las ironías de ciertos amigos:
     —De modo que para explicar «qué es ser hoy creyente», por qué lo sois, para qué lo sois, nos cuentas la biografía de Juan XXIII: El Pisuerga pasa por Valladolid.
Cierto, esta biografía representa para creyentes un reto; para increyentes, un mensaje.

     Graham Greene contó que una vez casi se acabó la Iglesia.
     Era el siglo XXV. La técnica devoraba los hombres. Toda la tierra estaba gobernada por un solo partido autoritario, eficaz. Una noche llegó a un hotel de los suburbios de Nueva York un viajero, anciano, vulgar, vestido con una gabardina. Pidió un cuarto, llenó la ficha. Mientras un botones acompañaba al viajero hacia su habitación, el detective del hotel habló al conserje:
     —¿No sabes quién es?
     —No.
     —Es el papa.
     —¿El papa? ¿Qué es eso del papa?
     La religión católica pereció aplastada por el desarrollo técnico. Solo queda ya un cristiano: el papa. Le eligió treinta años atrás un cónclave, de cinco viejos, que murieron poco a poco. La policía secreta acabó mucho antes con todos los sacerdotes jóvenes, con todas las monjas, y borró los rastros de vida religiosa. Dejaron que el papa viviera, le asignaron una pensión mísera. Lo vigilan por si algún cristiano sobrevive y se descubre intentando comunicar con él. Roma, por supuesto, cambió de nombre hace siglos.
     El papa ronda de un país a otro, a la deriva. Teme, le vacila la fe, piensa que quizá todo termina en él. La central mundial de policía controla sus idas y venidas. Hasta que un día el jefe decide acabar: Ordenan que traigan al papa a la celda secreta de la prisión. Charla con él, le ofrece un cigarrillo, una copa y le comunica que ha resuelto terminar, va a matarle. Allí, ahora mismo. El último cristiano, el último hombre de fe, morirá.
     El jefe despide a sus esbirros, quiere estar solo. Desenfunda su pistola, concede al papa un minuto para que rece arrodillado. Dispara apuntando al pecho. El papa cae. Se inclina el jefe y apoya la pistola en la nuca del caído para el tiro de gracia. En ese instante, mientras aprieta el gatillo y dispara la bala que hará saltar en añicos el cráneo del papa, una duda penetra en la mente del jefe policíaco:
     —¿Y si lo que este hombre creía fuera verdad?
     De la tragedia está naciendo un nuevo cristiano.
    Pase lo que pase. Hay una palabra en el Evangelio, un compromiso. Nunca quedaremos solos. Nunca faltará un hombre con fe: El papa. Está Jesús detrás.


     Jesús detrás, la fe...
     Estamos locos, probablemente.

XVI

     A mediodía, entre el jueves 30 y el viernes 31 de mayo de 1961, se ha producido la crisis fatal que va a llevar a la tumba al papa Juan XXIII.

     Es la caída, Santidad. Dicen que cuando la monja te ha tomado el pulso asustada, le has comentado sonriente: «Stavolta, sorella, ci siamo», esta vez, hermana, va de veras. Ci siamo, Santidad. Vas a caer de lo que muere la gente, tu gente, de ese cáncer fatal, temido e invencible. Hasta el morir de cáncer te acerca a los tuyos, a todos, a la buena gente. Dijiste hace poco que «un papa debe morir de noche, el día lo necesita para trabajar». Para ti no vendrá ya aurora en el mundo, entras, a las cero horas de un viernes, en la noche, en la noche del cáncer. Ofreciste: «Si el Señor pide el sacrificio de la vida del papa...». Lo pide el Señor. El Amo. Que lo reciba: «...que lo reciba a favor del Concilio, de la Iglesia, de la humanidad que anhela la paz». Así está bien, eres la víctima «puesta sobre el altar de la Iglesia, por el Concilio y por la paz», temas de tu existencia. Para que sean uno, has repetido, para que todos estén unidos. Tu cama un altar, la víctima tú.

     En esta noche de angustia porque el papa se nos muere, Maruja ha escuchado la pregunta del taxista que le deja en la puerta de su casa, mientras le entrega la vuelta:
     —Señora, ¿hay noticias?, ¿sabe cómo sigue?
     No hay que explicar quién. El taxista confiesa ingenuamente:
     —Yo no sabía qué, y deseaba ofrecer algo por él. He pensado que lo mejor, arreglarme con mi cuñado. Estábamos reñidos, de hace años, y le prohibí que entrara en mi casa. Le he llamado. Que viniera, y ha venido. Le he dado mi mano, y aquí no ha pasado nada. Al fin y al cabo, si el papa recibió al ruso, al yerno de Kruschev, no caerá mal que yo perdone a mi cuñado.
     ¿Qué sucederá si él desaparece?


     Gracias al telégrafo, Santidad, y a la radio, y a la televisión, que nos permiten acompañarte, estar a tu lado. Nos tienes amigos, tienes amigo el mundo. Te han conocido todos, y dice Daniel Rops que tu muerte para los que te han conocido y amado es un dolor que no cabe en palabras, sólo en el silencio y en la oración. Dibelius, el obispo protestante de Berlín, explica que si te mueres se nos va la paz, porque eres el hombre de la paz. En el Líbano ha respondido el patriarca Meouchi que gracias a ti, aunque ya te mueras, las paz será menos difícil de alcanzar. Tienes amigo el mundo, todo el mundo. Imagínate quién lo hubiera dicho veinte años hace, el arzobispo anglicano de Canterbury anuncia que si te mueres pondrá a media asta su guión episcopal. Amigo de todos. El luto, asegura el presidente de Guinea, Sekú Turé, no será solo de los católicos, alcanza a todas las religiones.

     Según avanza la tarde, la plaza de San Pedro se va poblando de grupos de gente silenciosa, entristecida. Acuden sin saber para qué, sólo por estar cerca. Callados, velando al enfermo.

     Callados, velándote. Le has podido a la indiferencia. Muchos que no creían ni en Dios ni en ti descubren ahora que alguien de la familia se les muere. Eras padre, por encima de las dudas, de los recelos y de las objeciones. Quizá mañana, pasado mañana, una semana después de tu entierro, siga todo igual, sigamos todos igual; pero esta común tristeza de las horas que tú agonizas vale por un milagro. Hemos comprendido, por ti, que pese a nuestra vejez, a nuestros reumatismos, corre todavía secretamente el agua viva de los días primeros...

     Ocho veinticinco de la tarde. Justo cuando el doctor Gasbarrini entraba en la habitación, el papa ha caído en colapso. Respira con dificultad, le han colocado una máscara de oxígeno.
     Diez minutos más tarde llega el cardenal Montini con Asunta, Javier, Alfredo y José, los viejecitos Roncalli. Ahí quitecitos, junto a la cama: Su hermano continúa inconsciente.


     Mientras tu larga agonía, Santidad, los jerarcas de la tierra tratan de explicar cuál ha sido tu papel en la Historia y por qué los hombres te han amado. U Thant, el secretario general de las Naciones Unidas, dice que personificabas las aspiraciones de la humanidad en este momento inseguro; el presidente alemán Lübke te llama guía, conductor en medio de la borrasca; Kennedy afirma que has enriquecido la herencia espiritual de la familia humana, y no has preguntado por las fronteras ni geográficas ni religiosas; François Mauriac te agradece que nos hayas revelado cómo no hace falta aguardar hasta el fin de los tiempos para conseguir un solo rebaño y un solo pastor; René Clair ha recordado tu interés y tus atenciones por la gente del cine; a Han Lilje, el obispo luterano de Hannover, le admira cómo saltabas las barreras de la incomprensión; y en nombre de todos los judíos, Zalman Shazar ha jurado que guardarán esculpidos en su alma tus esfuerzos para arrancar de raíz los odios y el rencor. La verdad es que a un mundo ansioso de dinero, de poder, de triunfo a toda costa, cínico, le has levantado dulcemente la cabeza enseñándole que las estrellas continúan velando colgadas del cielo; y que las viejas palabras usadas todavía valen, la caridad, la paz, la hermandad, el amor, sí, el amor. A la violencia has opuesto la justicia, el respeto de las personas, de sus ideas y sus bienes; a la amenaza atómica que clava sus zarpas angustiosas en nuestro cuello, la paz, la solidaridad, la confianza propia de hermanos que deben dejar de llamarse enemigos. Has estado cercano a nuestras debilidades, a nuestros dolores, a nuestro profundo terror; has sido una especie de denominador común, por el camino de la bondad, entre todos los países del planeta; has encontrado la manera de reunirnos como si fuéramos miembros de un mismo parlamento convocado para solventar los problemas en común. Y sin saber cómo ni por qué, resulta que tu Iglesia aparece otra vez a la cabeza, en la vanguardia de los que luchan por la tolerancia y la paz. Hermosos tiempos nos has ganado. Tiene gracia, un escritor descubre que el secreto de tus actitudes radica en que tomabas en serio aquella afirmación del catecismo, que «a pesar de todo», también un protestante puede llegar al cielo, cosa que a muchos católicos no les caía demasiado bien. Teníamos «desesperadamente» necesidad de tu estilo, para aprender que no es bueno forzar ni quebrar ni imponer, que conviene mejor acompañar, escuchar e interpretar como tú «los signos de los tiempos», porque Dios va embarcado en la marcha de la historia y sería ridículo pretender, para comodidad nuestra, que caminara hacia atrás, que volviera aguas arriba. Han encontrado las «vías inteligibles», el cauce anhelado. Alivisatos, teólogo ateniense, afirma que en ti se inicia un período de la historia de las Iglesias cristianas.

     Faltaban diez minutos para las tres de la mañana del sábado primero de junio cuando ha vuelto en sí del colapso. Recobra un poco el conocimiento. Reconoce a sus hermanos y al cardenal Montini. Sonríe, indica que le ayuden a incorporarse. Recostado sobre las almohadas aprieta la mano de Asunta y de los otros.
     —Confío que continuaréis la tradición cristiana de la familia.
     Los cuatro viejecitos están junto a la cama pálidos, deshechos de dolor: También ellos, ahora ya, morirán pronto.
     Como fatigado por el esfuerzo de este rato, cierra los ojos y se queda medio dormido. Nadie se mueve de la estancia
.

     Ha sido providencial que recuperaras el conocimiento, Santidad. A tus viejos les debías este rato. Como dijiste hace dos años en aquella carta felicitación a tu hermano Javier, hay quienes «razonan sin juicio» y murmuran que no debieras dejar tu familia en condición tan baja. Sin embargo, los Roncalli habéis dado discretamente un ejemplo fabuloso a este mundo nuestro «tan deseoso de dinero y de gozar la vida a toda costa»: Mientras al papa le traían y llevaban en la silla gestatoria escoltado por los grandes de la tierra, sus hermanos continuaban realizando las faenas del campo como sencillos labriegos que fueron siempre. Qué razón tenías al escribir que «el honor de un papa no reside en enriquecer a su parientes», y qué sencilla dignidad la demostrada por los Roncalli al no intentar aprovecharse de tu exaltación. Ellos se han sentido contentos de ti, porque tratabas de cumplir honestamente tu papel. En el fondo te tenían compasión: Eres un prisionero de lujo, decía José. Ahora sí que estás en buena compañía.

     Pasa el mediodía sin que el enfermo vuelva en sí. Solo una que otra palabra entienden, suave, entrecortada: Resurrección y vida...«cupio dissolvi et esse cum Christo».

     Gozarías si ahora de repente pudieras alzarte un minuto, y apoyarte en la ventana y contemplar tu plaza de San Pedro: mueres como un patriarca bíblico alrededor de cuya tienda estuvieran congregados los hijos y los hijos de los hijos. Ellos miran hacia tu ventana entreabierta y procuran entender el significado de esta representación misteriosa, de este drama sagrado en el cual tú llenas por completo el escenario. Están reunidos como en la casa cuando los telegramas avisaron lejos que alguien de la familia se puso grave. Ni se acuerdan ahora de que aún tienen en los bolsillos el pañuelo de saludarte los domingos, a mediodía, cuando hacía calor y tú rezabas el ángelus como el cura del pueblo y luego hacías comentarios. Cargados de intención. De buena intención. Ahora sólo las mujeres sacan a escondidas el pañuelo y lo pasan por sus ojos. Las mujeres. Porque a los hombres nos dijeron de niños que los hombres no lloran aunque se les muera su padre. Y no lloramos, aunque se nos muera mi padre. Entre dos columnas de las que enorgullecían a Bernini hay sentado en el suelo un estudiante con un libro gordo sobre las rodillas, el texto de análisis matemático: Tiene dentro de seis días el examen de ingeniero y prefiere estudiar aquí frente a tu ventana, por no estar en su cuarto pendiente de la radio. Hay enfermos. Y obreros, muchos obreros que vienen a estar un rato al final de su turno, tranviarios, dependientes, oficinistas. Están un rato y se van. Ellos piensan que tú eres más suyo que de nadie, más de los trabajadores y de los pobres, un papa proletario. Una abuelica arrugada cuenta a quien le quiere oír que viene a devolverle la visita, estaba enferma en el hospital de Santo Spirito cuando fuiste: «ora sono venuta a ricambiare...». También los presos de la Regina Coeli que tienen su corazón junto al tuyo, cómo les gustó la frase; y están oyendo misa tras misa en el patio de la cárcel, por ti. Y eso que la plaza redonda sólo es lo que podrías ver desde tu ventana: pero más lejos, tras los montes estamos desde países lejanos como en redondel, como en las gradas de un teatro al aire libre, mejor, de una catedral sin techo y tú en el altar allí donde la cruz colgada, tú allí, eje de la existencia, invencible, permanente. Eres Jesús que muere, y esta vez lo sabemos, todos en torno tuyo, y tú, Jesús, vivo, profundo, en el centro. La recompensa que el Señor te ha dado adelantada por tu bondad, por tus caridades, ha sido esta: que te hayamos entendido, que te hayamos comprendido. En correspondencia a aquellos rosarios tuyos que sembraban avemarías a favor de Bérgamo, de Bulgaria, de los turcos, ésta para París, ésta para Venecia, diez para los periodistas, tres por los enfermos, tres por los presos... En correspondencia a aquella alegría con que a los ochenta años te pusiste a estudiar inglés y a los ochenta y uno el ruso, sólo para decir una palabra cariñosa a quienes venían a verte... En correspondencia, te queremos, Santidad.
     Si me pongo a recortar las cosas grandes que los diarios y la radio dicen de ti, va a darte risa, papa Juan...

José María Javierre


376-377 Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones los apóstoles, desfallecidos por la fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. Las familias cristianas valoren bien su responsabilidad y entreguen sus hijos con alegría y gratitud para el servicio de la Iglesia.- JUAN XXIII