¿POR QUÉ ME HICE SACERDOTE? volver al menú
 

 

Al Señor que es bueno le canta mi alma,
que, aunque soy pequeña y no valgo nada,
Él hizo conmigo sus grandes hazañas,
por eso me dicen: ¡bienaventurada!

Porque el Poderoso me dio su mirada
que es misericordia y a todos alcanza.
Nos mostró su fuerza dejando sin nada
a aquellos que tienen soberbia en el alma.

Derribó a los grandes -gente bien montada-
y a la gente humilde la llevó enancada.
Al que estaba hambriento le colmó sus ansias.
Al rico orgulloso dejó con las ganas.

Escuchó a su pueblo que le suplicaba
y cumplió a Abraham la palabra dada
a él y a sus hijos: ¡Palabra sagrada!
Porque nuestro Dios es Dios de palabra.



     

     El abad Menapace cuenta aquí el camino que le llevó a la vida monástica y al sacerdocio.
     Una vez más la vocación como itinerario con señales de pista... con el Espíritu de Dios llamando de manera divinamente humana.

J.S.V.


     Tuve la suerte de recibir mi primera comunión a los seis años. Fue la ventaja de tener hermanos mayores. El catecismo se daba en casa, como una enseñanza más de esas que nos preparaban para la vida. Los más chicos nos uníamos a lo que aprendían los grandes, y así era frecuente que comenzáramos la escuela sabiendo un montón de cosas. Y a la vez los mayores participaban de nuestros juegos infantiles. Todo se compartía, y cada uno lo asimilaba según sus años.

     Don Agustín Nadalich, párroco de Malabrigo, mi pueblo natal, consideró que yo ya estaba suficientemente preparado para dar el paso. Y me permitió tomar la primera comunión a esa edad tan temprana. Probablemente se dejó sobornar por mi confidencia de que yo quería hacerme cura. Cosa que siempre dije abiertamente en mi familia y en la escuela.

     Seguramente en ese deseo, haya tenido una gran influencia la imagen de un hermano de mi abuelita Virginia, madre de mi papá. El Padre Ventura Giuliani era todo un mito en mi familia. De él se contaban anécdotas que rayaban en lo milagroso. El ayudó a crear en mi imaginación el ideal misionero. Este cura franciscano, tío de papá, recorrió todo el norte santafesino y se internó hasta la legendaria Formosa, como colonizador y evangelizador. Su hermana, mi abuela, era madre de doce hijos y rezó mucho para que alguien de entre ellos fuera elegido por el Señor como cura o religiosa. Sin embargo, ninguno lo fue ni lo intentó. La cosa explotaría en sus nietos. Varios fueron los llamados por Dios, entre los cuales me encuentro yo.

     Esto me afirma en mi convicción de que la vocación la regala Dios, respondiendo a la oración insistente de una Iglesia que se lo suplica. Luego se hace necesario que alguien ayude a descubrir ese llamado de Dios. No es el ambiente el que engendra la vocación. Este es sólo una tierra favorable donde la buena semilla puede ser despertada y ayudada a que termine por florecer. Porque no basta dormir en la misma cama, para tener los mismos sueños. Estos nacen de los profundo de uno mismo. E iguales estímulos que a uno lo llevaron a tomar un determinado camino, puede ser que a otro lo motiven para tomar una dirección diferente.

     Comencé a asistir a la escuela el mismo año de mi primera comunión, 1948. Pero lo hacía ocasionalmente, aprovechando los días más templados. Recuerdo que mis hermanos me llevaron alguna vez en sulky. De hecho recién en 1949 me inscribieron en primero inferior. Al año siguiente hice primero superior: era el «Año del Libertador General San Martín». Y cada día comenzábamos nuestras tareas escolares, titulando la fecha con ese recuerdo. Para simplificar la cosa Doña Andrea Torossi de Fabro y Don Juan Soto, mis maestros, habían hecho confeccionar un sello. Y era privilegio codiciado el que te señalasen como encargado de sellar, banco por banco, los cuadernos de los compañeros.

     Pero ese año traería otro acontecimiento capital. El 29 de agosto recibí la confirmación de manos del obispo auxiliar de Santa Fe, Mons. Manuel Marengo. Hoy sé que al Espíritu Santo ya lo había recibido en el bautismo, y que con el sacramento de la eucaristía y el de la reconciliación había alimentado en mí su presencia. Pero con la imposición de manos de aquel santo obispo, el Espíritu del Señor tomó posesión plena de mi voluntad y me animó a todo lo que Dios me tenía preparado.

      En 1951, a mitad de año, estando yo en segundo grado, tuvimos la visita de un inspector de escuelas. Era un acontecimiento que rompía todas nuestras rutinas. Nos prepararon para ello prolijamente. Sólo había dos aulas, y los grados compartíamos todo. El señor inspector preguntó a los de tercero sobre historia. Recuerdo muy bien el incidente. Y nadie del grado supo en qué años habían sucedido las invasiones inglesas. No pude contenerme y, aunque era de segundo, dije la fecha y nombré a Beresford y a Withelocke.

     Este incidente y un examen posterior hicieron que el inspector aceptara el pedido de la maestra de pasarme directamente a tercero, ya que tenía la edad para ello, con lo que recuperé el año de atraso que traía. Nuestra escuelita, en la ceja entre el monte quebrachero y las chacras de algodón, tenía la simple y noble misión de enseñarnos a escribir, leer y contar. Llegaba sólo hasta cuarto grado. Los pocos que deseaban terminar su sexto tenían que hacerse ayudar por la maestra y luego dar exámenes especiales en el pueblo. Yo sabía que el año 1952 era para mí la última oportunidad. Luego vendría otra cosa. ¿Cuál?

     Ahí estaba el misterio. Se daba la posibilidad del seminario, donde el párroco ya había pensado mandarme a final de cuarto. También estaban los franciscanos, que en San Lorenzo tenían un seminario menor. En ambos lugares yo tenía parientes que se estaban preparando. En enero comencé los Nueve primeros viernes, asistiendo a misa, con confesión previa, en cada uno de esos primeros viernes de mes. La cosa no era tan simple. Quedábamos lejos del pueblo, la liturgia era bastante temprano, y la única manera de llegar hasta allí era en sulky. Había que levantarse de madrugada, agarrar a tientas en la oscuridad el nochero y con él salir a buscar los caballos.

     Con mi hermano mayor realizamos esta práctica piadosa. La terminamos el primer viernes de septiembre. Ese día yo había amanecido medio afiebrado. No quise decir nada, para que no me impidieran asistir a misa. Pero recuerdo que, en pleno campo, al ir a buscar los caballos, tuve que hacer un alto para vomitar. Como el ayuno eucarístico en casa era interpretado muy severamente, ni siquiera me pude enjuagar la boca. De regreso del pueblo a casa, mi hermano levantó una carta que desde Buenos Aires enviara mi hermana Mirta. Ella era una adolescente que estaba como aspirante en una congregación de origen suizo llamada Hermanas Maestras de la Santa Cruz. Esa carta traía para mí una propuesta fundamental, que yo aún no imaginaba.

     Resulta que cuatro años antes, el día 3 de mayo de 1948, un grupo de monjes suizos había fundado en Los Toldos el Monasterio benedictino de Santa María. Acababan ahora de inaugurar sus nuevos edificios y habían abierto un oblatorio, en el que recibirían a niños desde cuarto grado a fin de facilitarles una posible vida monástica futura. Mi hermana, que conocía mis deseos porque había sido mi catequista de comunión y confirmación, había hablado con el prior de Los Toldos, quien le propuso que me escribiera ofreciéndome un lugar. En caso de que yo respondiera afirmativamente, ellos mandarían un monje para que me buscara de inmediato.

     Y la carta traía ese ofrecimiento. Al llegar a casa me fui a acostar afiebrado. Recién cuando me levanté por la tarde, me enteré de su contenido. Parte de la familia se encontraba en el dormitorio de mis padres, porque mamá estaba convaleciente de una quebradura de pierna que había sufrido hacía poco tiempo. Ante la pregunta que me hicieron, respondí que sí. Que estaba dispuesto y que vinieran nomás a buscarme.

     Más tarde me he preguntado varias veces qué fue lo que me animó a corajear una respuesta tan decidida en ese momento. Hoy no lo dudo: el Espíritu de Jesús me lo inspiró y me dio la audacia. Lo cierto es que a media tarde del 18 de septiembre, un auto paraba frente a nuestra escuelita. Mi papá acompañaba al sacerdote que me venía a buscar. Y así de simple: me despedí de mis maestros, con la mano dije chau a mis compañeros, y remonté el vuelo. Alguien habrá llevado a casa mi yegua zaina que quedó atada al alambrado del rosal de la escuelita.

     Recién cinco años más tarde regresaría por primera vez. Y en esos años no vi a ninguno de mis parientes. Sólo de vez en cuando una carta nos mantenía en contacto. Pero todas las noches mi familia, reunida para el rezo del santo rosario, me recordaba.

     Entre aquellas primeras vacaciones y el comienzo de mi noviciado monástico, pasé dos años a los pies de la Virgencita de Luján, haciendo mi magisterio con los Hermanos maristas. Fue un tiempo fuerte de mi adolescencia que me marcó profundamente. Si los franciscanos me dieron su espiritualidad a través de mi familia, y los monjes me formaron en el amor por la liturgia y la Palabra de Dios, los Hermanos maristas me regalaron el cariño por la Virgen gaucha y por los jóvenes.

     Todos ellos fueron instrumentos valiosos para descubrir e ir respondiendo a mi vocación. Pero quien me puso en camino, haciéndome peregrino, fue el Espíritu del Señor. El fue siempre el que me dio coraje y luz para tomar las decisiones importantes, diciendo primero que sí, averiguando después, de a poco, de qué se trataba.

Mamerto Menapace


375 Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que «no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras que decir a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».- M. Menapace.