¿POR QUÉ ME HICE SACERDOTE? volver al menú
 

En una noche de verano no se duerme bien en un piso alto de Madrid. En este domingo del mes de julio, tengo que agradecer que la dificultad para conciliar el sueño que supone la elevada temperatura me haya permitido escuchar un espacio radiofónico dedicado a las bandas de música. La verdad es que yo siento «desde siempre» una particular debilidad por ellas. ¡La fuerza de la tierra! * En una banda de música, en cualquiera de las miles de bandas que esforzada e ilusionadamente existen en el ancho mundo, se da «a tope» la experiencia de la realidad encerrada en la comparación que el apóstol Pablo (1 Cor 12) aplica a la comunidad de los creyentes en Cristo, la Iglesia, animada por un mismo Espíritu —que llamamos Santo— y dócil al mismo. * En estos tiempos de individualismo, de sálvese-quien-pueda, la realidad de la existencia de las bandas de música, sobre todo de las no profesionales —como la de los conjuntos, las rondallas, los coros, las orquestas...— es un «verdadero sacramento de esperanza». * El esfuerzo y la paciencia que todos los miembros han de derrochar en los duros ensayos, la voluntad de superación de que han de hacer gala, la ilusión expectante ante una próxima actuación en público, la satisfacción del trabajo bien realizado rubricada con un aplauso cerrado, o bien la experiencia dolorosa de un fracaso que nunca debe parecer definitivo... son todas ellas experiencias acendradamente humanas y humanizadoras. * He comenzado aludiendo a un programa de radio dedicado a las bandas de música. En realidad, lo que he alcanzado a escuchar se refería a una pequeña banda de un pequeño pueblo levantino, de apenas 800 habitantes. * He de decir que el locutor era de los que dejan en buen lugar a las personas entrevistadas. Me han impresionado, entre otras cosas que podría destacar, las respuestas que daban acerca del motivo de su especialización en un instrumento determinado dentro de la banda: reiteradamente aparecía que la única razón era que «hacía falta» un clarinete, «hacía falta» un trombón, «hacía falta» una flauta... Esto, en todos. Tan sólo alguno de ellos añadía: «A mí me gustaba tal otro», pero sin dar ninguna importancia a la cosa y, por supuesto, sin manifestar ser menos feliz o sentirse menos realizado por no haber hecho lo que le gustaba inicialmente sino lo que «hacía falta». * Me han recordado la frase de Unamuno con la que hace unos días felicitaba a un matrimonio —él, profesor del colegio en el que trabajo— con motivo de sus bodas de plata: «No canta libertad más que el esclavo, el pobre esclavo; el libre canta amor». * En una época de «gustismo» (me gusta, no me gusta; me va, no me va...), incluso en el ámbito educativo, escuchar a unas gentes sencillas, que cada tarde dedican esforzada y gratuitamente unas horas a una tarea estética de conjunto —a un «arte»— después de una dura jornada laboral, decir que se encaminaron en una concreta dirección, sencillamente, porque «hacía falta», es verdaderamente reconfortante. * Yo soy sacerdote, y religioso, por añadidura. Y creo que el motivo más verdadero —me atrevería a decir: el único— de mi vocación es que «hacía falta». * No se trata de una llamada telefónica de Dios, ni de un gusto, ni de una inclinación, ni de una certeza, ni de un querer... Hay, en todo caso, sencillamente, conciencia de necesidad: «hacía falta». * Y es que «Dios llama cuando da ojos para ver que las mieses se pierden por falta de brazos»; que alguien tiene que repartir la palabra de Cristo, el pan de Cristo, el amor de Cristo, el perdón de Cristo; que alguien debe testificar que este mundo no será llevado a su plenitud sino en el espíritu de las bienaventuranzas: las de los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de salvación, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los que padecen persecución por la justicia, los insultados, los perseguidos y los calumniados (Mt 5, 7-11). Y ese alguien, esa mujer o ese hombre han de responder como Samuel: «Hinnení, aquí estoy»; como María: «Ecce ancilla, aquí está la esclava del Señor»; en definitiva, como Jesús: «Ecce venio, aquí estoy para hacer tu voluntad». Dios da ojos de esta clase a muchas personas. * Pero, como «un adjetivo jamás llegará a destruir el auténtico significado primario del sustantivo al que va unido, ya que éste aporta el elemento común y básico sobre el que se apoyan los diversos adjetivos que lo especifican», resultará que si la conciencia de necesidad, lo de «hacía falta», es verdad respecto de la vocación sacerdotal o religiosa, lo será para toda otra vocación, sea el ejercicio de la medicina, de la abogacía, del magisterio, del comercio, de la agricultura, del deporte, de eso que peyorativamente, a veces, llamamos «sus labores» —y que son «suyas», de las amas de casa porque, de lo contrario, aunque imprescindibles, difícilmente las realizaría nadie—, o de cualquier otra profesión: «actividad personal, realizada en orden a la comunidad, con un fin trascendente». * ¡Hay que ver lo lejos que puede llevarle a uno su debilidad por las bandas de música! (V.M.P.)

     Mas de una vez esta publicación vocacional se ha visto enriquecida con respuestas a la pregunta «Por qué me hice sacerdote». Por ejemplo, hace poco, las de Jacques Leclercq y de Gérard Bessière.
     Dado que algunos lectores de aquende y allende los mares, van diciendo de mí que menos esconderme tras las introducciones firmadas con las iniciales J.S.V. y que dé la cara de una vez contando por qué me hice sacerdote, como estoy dispuesto a dar razón de mi esperanza (1 Pe 4, 11), transcribo aquí completa una entrevista que me hizo hace poco Vicente Muñoz Pellín (V.M.P.). Temiendo el entrevistador que me diera por el laconismo me formuló tantas preguntas, y encima un como «test proyectivo», que naturalmente no cupo toda en el número de enero de «El Reino».

J.S.V.



     — Don Jorge, ¿cómo era la familia en la que usted nació?
     — Pequeña. Sólo tuve un hermano, al que le llevaba 8 años. De pueblo. Mi padre trabajaba en una compañía eléctrica: reparaba averías, instalaba contadores, cambiaba bombillas del alumbrado público, se subía a los postes eléctricos con unos chismes que llamaban «trepadores» (cada uno de los garfios con dientes interiores que se sujetan con correas, uno a cada pie, y que sirven para subir a los postes del telégrafo y otros análogos)... ¡Cómo disfrutaba acompañándolo!

     — ¿Qué tuvo que ver en la maduración de su vocación bautismal, en su vocación sacerdotal?
     — Como respuesta vale aquella frase que conoces: Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermanos». Al principio, con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en el cielo), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!.


     — Después de usted, su hermano Ramón María, le siguió al seminario, dejando la casa sin niños durante el curso. ¿Qué pensó usted?
     — Estaba en su derecho. Era lo mejor que podía hacer. Veía que yo era feliz en el seminario.

     — Y ¿qué cree que pensaron sus padres, Senén y Rosalía?
     — Pienso que pensaron que los hijos son de Él y para Él. Cuando murió mi padre (mi hermano y yo éramos ya sacerdotes y estábamos lejos de casa) mi madre dijo a nuestro Director general cuando vino al entierro: «No se preocupe por mí. Siempre entendimos mi marido y yo que ellos tienen que trabajar donde les corresponde».

     — Creo que ustedes tenían un tío sacerdote. ¿Tuvo usted mucha relación con él? Si no es indiscreción, ¿era una persona amistosa y alegre? En todo caso, ¿cuál fue su influjo en su vida de niño, seminarista y joven sacerdote?
     — Hermano de mi madre. Muchísima. Era pura vitalidad. Yo era su único sobrino al comienzo y pasaba muchas temporadas con él. Me llevaba a todas partes y me «asociaba» a su actividad pastoral. Recuerdo que un día me prometió que me regalaría un misal. Y lo cumplió. Tener un misal era para mí como decir misa casi. Desde muy pequeño yo iba a ayudar a misa. A la «misa primera» que era muy pronto. Había en Vimbodí, mi pueblo, tres sacerdotes. Los sacerdotes de los pueblos en los que vivió mi familia (Vimbodí, Montblanc, Valls) fueron para mí un modelo de humanidad y de vida sacerdotal. Me trataron siempre como persona única. Todos. Cuando leí lo que escribió el cardenal Montini que «tras cada vocación sacerdotal está la figura de un sacerdote» me costó poco darle toda la razón.

     — A usted le gustaba mucho la música, supongo que le sigue gustando, e incluso tocar algún instrumento.
     — Gusta, gustar... Cuando iba a los párvulos, mi madre se empeñó en que aprendiera solfeo. Me daba clase la Hermana Josefina. Cuando llegué a la clave de fa, que estaba casi al final del primer «Solfeo de los solfeos», en casa alquilaron un piano. Mientras los compañeros iban a jugar, yo tenía que dedicar una hora diaria al piano. Confieso que la música en los comienzos era un enorme disgusto.

     — Me recuerda el caso del cardenal Tarancón, organista en sus primeros destinos parroquiales. Ambos olvidarían la afición, andando el tiempo. En su caso, ¿cuál fue el motivo? ¿Se ha arrepentido alguna vez?
     —¿Arrepentido? Sigo pensando que los niños tienen el derecho y el deber de jugar. «A parte post» he disfrutado mucho enseñando solfeo a los seminaristas que ingresaban mayores en el seminario. Enseñar a cantar es como enseñar a leer.

     — En su ministerio muchas veces le han llamado poeta, dudo que como alabanza. ¿Por qué? ¿Lo fue también en el seminario?
     — Poeta, porque en mis clases de «Teoría de la educación» decía y repetía aquello de Heidegger: Hay más desvelamiento de la ética en una tragedia de Sófocles que en la «Etica» de Aristóteles; y lo de Maragall: Por más que se ría la gente, lo cierto es que a la corta o a la larga los poetas son los que mueven el mundo.
     En el seminario, como fui «el músico» desde primero de latín a cuarto de teología, no me quedaba tiempo para versos. Ni versos ni crucigramas. Pero leí, mucho, muchísimo. También a los poetas.

     — Poco después de su ordenación sacerdotal, fue enviado como vicerrector al seminario de Barcelona.
     —«Fui enviado». Exacto. Contra mis expectativas. Siempre soñé con volver a Tarragona, y estar con los seminaristas del Seminario Menor. Un sueño nunca realizado. En mi vida sacerdotal siempre me han hecho hacer lo que inicialmente nunca pensé hacer. «La vocación es como un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que un conocimiento del futuro es una correspondencia amorosa. Es una amistad». Creo que esta como definición de vocación es mi vida.
     Yo he sido siempre un hombre con poca imaginación, con pocos deseos. Dios me ha enseñado a saborear lo que nunca hubiese deseado, ansiado, querido hacer.

     —¿Cómo recuerda aquellos años? ¿En qué consistía especialmente su trabajo, si se puede decir así?
     — Los 9 años en el seminario mayor de Barcelona «me hicieron». Eran unos 110 estudiantes de teología. Gente valiosa. En mis sueños con frecuencia me viene todavía aquel marco.

     — También pronto decide usted estudiar pedagogía, de la mano de Mons. Tusquets. ¿Por qué lo hizo, cuando casi ningún clérigo estudiaba en la universidad civil? ¿Es que la filosofía y la teología del seminario le parecieron insuficientes?
     — «Me decidieron». En aquellos tiempos los superiores consideraron oportuno que estudiara una carrera civil. Saber pedagogía para quien se dedicaba a la educación encajaba bien. Además, las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras estaban entonces al otro lado de la calle Diputación 231. Allí tuve a auténticos maestros: Juan Tusquets, Ramón Roquer, Jerónimo de Moragas, Luis Folch i Camarasa, Nicanor Ancoechea...

     — Creo que llegamos a los años sesenta. ¿Cómo vivió usted la preparación y celebración del concilio Vaticano II (1962-65).
     — El concilio lo viví en Valencia. (Allí «me mandaron» sin yo desearlo ni quererlo. Al Colegio Pío XII). Decía misa en la parroquia de San Juan y San Vicente. Con don Juan, el párroco, vivimos el concilio muy al compás de las crónicas catequéticas de Martín Descalzo. (Y el caso es que los tres años en Valencia me vinieron muy bien para abrirme a otros horizontes. Confesaba en la iglesia de Santa Catalina. Di por primera vez Ejercicios espirituales. Viajé por primera vez a América).

     — ¿Cómo y cuándo dio el salto desde su Cataluña natal a la dorada Salamanca? ¿Le costó cambiar el seminario por la docencia universitaria, o tuvo un cambio gradual?
     — El salto «me lo dieron». Esta vez contra mi voluntad. Totalmente. Dar clase en una universidad nunca había entrado en mi horizonte mental. Nunca. Me costó tener que estudiar, prepararme. Pero «caí de pie». Ahora me doy cuenta de que «tengo alma de gato». Los gatos de mi pueblo, por mucho que se les zarandee, siempre caen de pie.

     — En la universidad, sin duda ha podido hacer muchas cosas. Hasta, por mera disciplina solidaria, aceptó el decanato de su Facultad. ¿Qué recuerda, en particular, de ese período de «primus inter pares»?
     — Recuerdo a muchas personas. Me enseñaron a amar.

     — Pero más importante será para los lectores conocer las satisfacciones que le han proporcionado sus largos años de docencia universitaria, que usted aún añora cada lunes y cada martes...
     — Me encantan aquellas palabras de Unamuno: «Si varios hombres persisten viendo mucho tiempo la misma vista, acabarán por acordar y aunar mucho de su ideación estribándola en el espectáculo aquel». Ese oficio de «abrir ventanas» y «ver-con» lo recuerdo con ilusión.
     El 26 de noviembre pasado fui a dar una clase sobre «Teleología educativa» en la Complutense. Al salir se acercaron unas alumnas y dijeron: «Se parece usted dando clase a Mariano, nuestro profesor». Me gustó el comentario. A Mariano Martín Alcázar, que estudió Pedagogía en Salamanca, no le disgustó.

     — Su apertura a Hispanoamérica ¿fue «motu propio» o a instancias de parte? ¿Qué le hace volver y volver? ¿La tarea —como dicen— es allí más gratificante para un sacerdote que en España?
     — «Me llamó» el delegado de vocaciones en México DF. Fue en enero de 1964. Para que hablara a delegados de vocaciones sobre la vocación. Como creo en la vocación y la vocación es llamada, fui. Me han vuelto a llamar 40 veces. He ido todas las veces. Con ilusión, con gusto. A esta altura de mi vida digo que los mexicanos me tienen «domesticado», como diría el zorro del Principito.
     Gratificante la tarea... «Cuando planté rosales, coseché siempre rosas» nos recuerda Amado Nervo.

     — El Beato Manuel Domingo y Sol fundó en 1883 el Instituto al que pertenece. ¿Puede decirnos qué pretendió el fundador de los Operarios Diocesanos?
     — Ayudar. Con el sabor de aquella frase: «No sabemos si estamos destinados a ser un río rápido que haga florecer a sus orillas jardines amenos, o si hemos de parecernos a la gota de rocío que envía Dios en el desierto a la planta desconocida; pero más brillante o más humilde nuestra vocación es cierta: no estamos destinados a salvarnos solos».

     — Usted está desde hace tiempo vinculado a Ediciones Sígueme. ¿Cuál sería el ideario de la editorial?
     — El dicho antiguo «El que quiera saber que vaya a Salamanca» sigue vigente en la actualidad y en la memoria de todos aflora la juvenil figura del lazarillo de Tormes. El nombre de Ediciones Sígueme, tan vinculado a Salamanca, hace pensar no sólo en el muchacho que guiaba a un hombre sin vista sino en una editorial que ubicada a orillas del río Tormes no sólo tiene una colección titulada Lux mundi, sino centenares de volúmenes que son otras tantas aproximaciones a la Luz, a la Palabra de Dios.

     — Usted ha traducido bastantes libros. ¿Cuántos? De qué lengua? ¿Cuáles son los últimos que ha traducido? ¿Ha tratado personalmente con los autores?
     — Hasta ahora 42. Todos del francés. La mayoría co-traducidos con María Teresa San Martín. El último, que aparecerá pronto: «El juglar de Nuestra Señora» (35 cuentos cristianos de la Edad Media). Los dos anteriores: «Jesús, manantial inagotable» y «Los acróbatas de Dios» de Gérard Bessière. Es el autor de «Préstame tus ojos», aquel diario de un peregrino maravillado entre abismos de sombra y de luz. Hombre de finura realmente extraordinaria. Puedo decir con orgullo que Bessière me tiene por amigo. He estado en su casa, en Luzech.

     — A usted le presentan muchas veces, en sus conferencias, como «especialista en vocación», cosa que le desagrada. Pero es claro que usted ha contribuido en gran manera a profundizar y clarificar la noción teológica, pedagógica y aún poética de la vocación. ¿Podría contar a los lectores alguna de sus «comparanzas», tan ilustradoras?
     — Lo del «desagrado» es porque a veces las conferencias las pronuncian «especialistas» que olvidan lo que escribía Chesterton: «No he comprendido nunca por qué un argumento sólido resulta menos sólido cuando se le ilustra del modo más grato que se puede».
     ¿Una comparanza ilustradora? La que publiqué hace quince años en el boletín vocacional. Se titula «En una noche de verano». Curiosamente las iniciales de su autor coinciden con las tuyas.

     — Además de traducir y dirigir una publicación vocacional, usted es autor de 7 libros. ¿Por qué los escribió?
     — Autor... ¡de cartas! Muchas he escrito a lo largo de mi vida.
     Los libros han salido... «porque fue menester», porque «hizo falta». Me nombraron delegado de vocaciones (siempre los otros abriéndome camino) y había que seguir publicando el boletín vocacional. Lo mío eran las corcheas y las semifusas, además de la cartas. Pero «había que hacerlo». Mucho me ayudaron mis amigos, pero tuve que escribir. La colección de lo publicado mes tras mes, año tras año, fue el primer libro. Se llamaba «...y Él llama». A este primer florilegio le siguieron «Qué es la vocación», «El juego de las ventanas», «Ensayo de serenidad en medio de la tormenta», «Desvelando palabras dormidas», «Antología vocacional», pasando por las encuestas «Cómo ve usted al sacerdote, qué espera de él», «Por qué me hice sacerdote»... Había que recordar que Dios sigue llamando.

     — Para terminar, podríamos pasar una especie de «test proyectivo», consistente en que usted diga lo que le evocan estas 40 palabras:

JUAN PABLO II.— Empuje.

CARTA.— Oxígeno para el corazón.

MADRE DE FAMILIA.— Me impresionó oír a un alumno mío a punto de morir que en pleno dolor sólo repetía: «Madre», «Madre»...

LUIS ROSALES.—«Nadie ve totalmente. Por capas temporales, lo mismo que la tierra, se va formando la mirada».

VOCACIÓN.— Llamada.

LIBRO.— Me gusta oler los libros, incluso físicamente.

CUADERNO DE BITÁCORA.— Ojos.

PIANO.— Lo asocio a una almohada en la silla para alcanzar el teclado.

CORTS GRAU.— Un buen cristiano.

AÑO 2000.— No es primo.

CASTELLANO.— Mi madre decía: Soy española y catalana.

UNAMUNO.— La libertad está en el misterio: la libertad está enterrada y crece hacia dentro, y no hacia fuera.

AMISTAD.— Benevolencia, beneficencia, benedicencia y benefidencia.

PADRE.— ... nuestro.

ORTEGA Y GASSET.— Mago de la palabra.

PADRE DEHON.— Estuve en la casa donde murió y me encomendé a él filialmente.

ORDENADOR.—¡Qué invento!

M. TERESA DE CALCUTA.— Iba por el mundo y no llevaba ni bolígrafo.

SOTANA.— La primera que tuve fue al entrar en el seminario. Daba gusto revestirse con ella.

NACIONALISMO.— Todos somos indígenas de alguna India. «Piedad» se llama la justicia con la patria. Con esa misma palabra los cristianos designamos la relación con Dios.

CARDENAL TARANCON.— Me pasaba copia de sus pastorales, cuando estaba de obispo de Solsona, para que las preparara para la colección «Hinnení». Yo era entonces tan joven que incluso me atrevía a sugerirle cambios. Y siempre me los aceptó. Conviví con él en el seminario de Barcelona muchas veces. Un auténtico «crisóstomo».

CATALÁN.— Cuando estoy en Vimbodí rezo a la Mare de Déu dels Torrents. Cuando paso por Valencia siempre entro a mirar y a que me mire la Virgen de los Desamparados. En México nunca dejo de ir a llamarla Madre en Guadalupe. Nunca me he sentido desterrado.

PEDAGOGÍA.— Saber de la educación, no sólo Ciencia de la educación.

SERVICIO.— S. S. S. (su seguro servidor).

MIGUEL DE CERVANTES.— Tardé mucho en leer el Quijote entero. Pensé que por cultura tenía que hacerlo e hice propósito de leer un capítulo por día. Confieso que no pude cumplirlo. Había días que leía 3 ó 4. ¡Qué borrachera!

ZORRO.— Sólo se ve bien con el corazón.

ROSALÍA.— En 1993 publiqué unas mini-hagiografías. La de Santa Rosalía decía: «Parece que vivió en el siglo XII. Parece que era de origen griego. Parece que llegó a Sicilia en busca de soledad y silencio. Parece que se alojó en una gruta abandonada, en el monte Pellegrino. Lo cierto es que es la patrona de Palermo y que en Sicilia y en muchas partes del mundo ha habido y hay cristianos que se le parecen en la profesión de la fe».

JESUCRISTO.— Señor, piedad. Señor, gracias.

MICHEL QUOIST.— Le presté la voz en repetidos libros, que me hicieron mejor.

HERMANO, HERMANA.— Todos los hijos de Dios.

INTERNET.— Qué maravilla el e-mail.

DINERO.— Sinónimo de gasolina. Aunque su olor es peor.

MUERTE.—«Nos llevamos noche adentro todo lo que hemos dado y amado en el día. Sólo se nos arrebatan las cosas a las que nos apegamos y no queremos entregar».

PABLO VI.— Cuando le pregunté por qué se había hecho sacerdote me escribió una carta... montiniana. Citaba «Sacramentum Regis abscondere bonum est» y mecanográficamente se le escapó «abscodere». A mano añadió la «n». Me alegró la «n» añadida a mano.

ABUELO, ABUELA.— Tuve 4: Francisca y Miguel, Encarnación y Ramón.

EJERCICIOS.— Me encanta hacerlos y ayudarlos a hacer en Semana Santa. La liturgia se destiñe en uno.

NIÑOS.— Todos los que iremos al cielo.

RELIGIOSO, RELIGIOSA.— Quienes por oficio ayudan a recordar que sólo Dios basta.

JUAN XXIII.— Me causó auténtica ternura oírle decir en una audiencia que no está bien decir mentiras.

ENTREVISTA.— La tuya, Vicente, me recuerda el final del prólogo de Alberto Martín Baró a «Cada mañana»: — Prologuista, sabe usted mucho de Martín Abril. — Amigo lector, Martín Abril es mi padre.
     Tu última palabra evocaría esto: — Vicente Muñoz Pellín, sabe usted mucho de Sans Vila. — Amigo lector, Sans Vila es mi hermano.



373-374 Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones los apóstoles, desfallecidos por la fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual más grave aún que la material. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. Las familias cristianas valoren bien su responsabilidad y entreguen sus hijos con alegría y gratitud para el servicio de la Iglesia.— JUAN XXIII