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Pedí a Gérard Bessière en diciembre que, como regalo de Reyes, contase para los
lectores de esta publicación vocacional por qué se hizo sacerdote. Este es el regalo que los Reyes nos dejaron en Luzech.
Buen regalo. J.S.V.
¿Por qué acepté un día hacerme sacerdote? ¿qué caminos interiores me han llevado hasta
aquí? A veces me lo pregunto, serenamente, sin dar con la o las respuestas. Sonrío ante esa ignorancia... Entreveo algo
las motivaciones a las que he sido sensible durante mi adolescencia. Presintiendo también que oscuros dinamismos han actuado en
las cavernas de mi inconsciente, soy incapaz de hacer un análisis exhaustivo. Sin embargo algunos acontecimientos de mi infancia,
olvidados durante mucho tiempo, surgen a veces, y se me hacen presentes.
Una tarde, cuando, sentado en el cuadro de la bicicleta, me traía mi padre de la escuela, nos cruzamos con un mendigo. En aquel
tiempo era frecuente que los necesitados llamaran a la puerta. Mi madre siempre les atendía y les daba algo de comer: ordinariamente
yo era el encargado de entregarles el bocadillo que acababa de prepararles. ¿Por qué aquel mendigo visto mientras iba en
la bicicleta paterna llamó tanto mi atención? Quizá porque ofrecía un estado lastimoso, quizá porque
la grisura del invierno lo envolvía tristemente... Recuerdo muy nítidamente que ante la visión de su miseria deseé,
decidí, en mi conciencia de niño, entregar mi vida, auxiliar, ayudar... Ni sabía el cómo, ni me lo preguntaba,
pero una brecha se había abierto en mí, una generosidad quedaría esperando.
El recuerdo desapareció. Pasaron años sin que surgiese en mí. Pero de vez en cuando aflora, tan vivo como si fuera
ayer. Todavía hoy, me veo sentado en el cuadro de la bicicleta, rodeado por los brazos de mi padre que agarra el manillar. Veo
el sitio y la silueta encorvada del mendigo.
Se me olvidará de nuevo, pero la imagen queda en mí cercana: me ha acompañado toda mi vida, estoy seguro de que ha
sido decisiva en momentos claves de mi elección, habita mi alma eficazmente. El detalle es mínimo: ¿cómo un
instante puede orientar una vida?
* * *
Y estaba la iglesia. Para mi sensibilidad de niño, era un lugar mágico: las grandes losas de piedra, la amplia nave, las
naves laterales sombrías, la vidriera del coro, las nervaduras de las bóvedas, las pinturas, las imágenes, las lámparas,
todo me encantaba. La dulzura musical del armónium, las voces de las mujeres y la del cantor ciego, el olor del incienso, todo
me cautivaba. Ningún otro lugar del pueblo se parecía a la iglesia, ninguno era tan emotivo. Me he dado cuenta después
de que todas las artes estaban reunidas allí, que una memoria sagrada nos aguardaba desde la entrada, que vida, nacimiento y muerte
encontraban allí sentido y valor. Otro mundo se abría, transfigurado... A lo lejos, el altar, las velas encendidas, la lamparilla
roja, el sagrario, anunciaban un más allá.
El personaje principal, único, era el sacerdote. Llegaba con su sotana negra. Desde el banco de los muchachos, espiaba yo su salida
de la sacristía. Los días de fiesta, sus ornamentos eran dorados. Le veía subir las gradas del altar, viviendo intensamente
cada uno de sus gestos. Toda la ceremonia —actitudes, cantos— estaba centrada en él: era el actor, el «celebrante».
Cuando hablaba desde el púlpito, todo el mundo le escuchaba. Yo no entendía lo que decía, pero admiraba su palabra
fácil y, cuando bajaba por la escalera de caracol, me impresionaba la gravedad de su rostro un poco congestionado.
Fui monaguillo. Sotana roja y sobrepelliz blanco, los domingos ordinarios. Sotana y bonete violeta, sobrepelliz con puntilla, los días
de fiesta. Estaba más cerca del sacerdote, yo también actuaba, me parecía que todo el mundo me miraba cuando cambiaba
de lado el misal o balanceaba el incensario. Las muchachas, algo lejos del altar, sin duda tenían que observarme... pero ese pensamiento
me distraía poco de mi función. Mi atención permanecía fija en el sacerdote. ¿Cómo no querer
llegar a ser un día ese personaje misterioso, venerado, que parecía guiarnos hacia el país de Dios?
Un coadjutor me preguntó si no quería ser sacerdote. Fue bajo el emparrado de la casa parroquial. Inmediatamente le dije
que no: no me veía rezando horas y horas con el breviario entre las manos, y además... ¡pensaba casarme! Su predecesor,
un sacerdote joven muy sencillo y muy delgado, tímido y sonriente, poco dotado para hablar en público y para cantar, pero
de una bondad generosa, nunca me lo preguntó pero dejó en mí una huella de luz.
Al aceptar más tarde rezar el breviario, no casarme y hacerme sacerdote, ¿quise llegar a ser el celebrante que fascinaba
mi mirada de niño, a quien todos profesaban respeto y que tenía en su poder los secretos del universo? ¿he querido
ser uno de los guías del mundo encantado en el que daba tanto gusto adentrarse desde que se franqueaba el portal de la iglesia?
Sin duda... Aunque no fuera consciente de ello cuando fui ordenado sacerdote a los 23 años, mis fervores y mis ambiciones infantiles
actuaban secretamente en mi camino. El día en que celebré mi primera misa en la iglesia del pueblo, cuando avancé
por el pasillo central hacia el altar, revestido con la casulla dorada, en medio de la asamblea, mi emoción me reveló de
repente que el monaguillo de otro tiempo me había conducido hacia las gradas del altar.
Había sido acompañado, sin darme cuenta siquiera, por el párroco y los coadjutores, por los otros sacerdotes encontrados,
por el cantor ciego, por tantas personas que veía en misa y en las vísperas. Todos ellos habían sido los compañeros
de mis caminos interiores, en los días de luz y en los días de oscuridad.
Pero ¿qué es ser sacerdote? Lo he ido descubriendo a lo largo de mi vida. Cincuenta años después, constantemente
lo busco y lo descubro todavía. Aquellas emociones de niño me hacen sonreír, ya no me encandilan los ornamentos sagrados,
el fervor colectivo en torno al celebrante no me conmueve ya. He «relativizado» un poco, es decir, he colocado en su verdadero
lugar y he dado su adecuada importancia, espero, a esos roles preciosos. Lo esencial siempre queda más lejos, más cerca.
Jesús y la vida de los hombres abren constantemente mis ojos. Ojalá pueda acoger siempre la luz más viva, el amor
más generoso... * * *
Antes incluso de ser acólito, durante el canto de las vísperas, me preguntaba si todas aquellas ceremonias y la «fe»
que orquestaban no eran una invención totalmente humana. Lugar de mis emociones religiosas, la iglesia era también lugar
de mis dudas... Por entonces, no lo comentaba con nadie. Cargaba con las dudas, domingo tras domingo. Incluso en el día de mi Primera
comunión solemne, cuando, como gesto de ofrenda, con cada uno de mis compañeros, levantaba a lo alto la corona de follaje,
cantando a María: «Acepta mi corona, te la entrego, hasta que me la devuelvas en el cielo...», me preguntaba mirando
la clave de arco del coro, si todos nuestros brazos no se levantaban hacia el vacío. Conservo el recuerdo nítido de esta
pregunta muda en medio del fervor colectivo. No estaba turbado: ¡quizá me equivocaba al dudar!
Un camino se había abierto en mí: ¿me llevaría a certezas sólidas? Defendía la «religión»
discutiendo con camaradas o con personas que no frecuentaban la iglesia: ¿para compensar la fragilidad de mis «convicciones»?
Más bien, me parece, para conciliar fe y razón, e incluso quizá para encontrar «pruebas» cuya claridad
disipara todas nuestras brumas interiores. Más tarde, en el seminario mayor, me apasionaría por la apologética...
antes de descubrir sus debilidades: el niño que dudaba durante las vísperas se despertaba a veces y se preguntaba todavía
por la corona levantada hacia el cielo...
Doce años... Había que dejar la escuela y la casa, e ir como interno al colegio de Cahors, capital del departamento. En
mi infancia, con frecuencia había estado enfermo, vomitando a veces de noche... Mis padres estaban preocupados por verme partir
hacia un dormitorio en el que nadie vendría a ayudarme. Mi único hermano, que me llevaba cuatro años, había
ingresado en el seminario menor, después de pasar dos años en el colegio para «probar su vocación»: ante
mi padre había defendido con firmeza su deseo de llegar a ser sacerdote. Surgió una idea en la familia: ¿me aceptarían
quizá en el seminario —sin vocación— para proseguir los estudios, protegido por mi hermano mayor, que de noche
estaría cerca de mí? Intervino un profesor, y fui admitido. El día de mi ingreso, ante el rector cuyo rostro divisaba
tras la pantalla de opalina verde de su lámpara de mesa, mi padre recordó las condiciones bajo las cuales era aceptado:
no entraba para ser sacerdote. Pobre papá, siempre tan prudente: no había medido el riesgo que corría al confiar
al seminario a su segundo y último hijo.
Cuando me preguntan cómo tuve la «vocación», tengo que responder: «vomitaba de noche».
En el seminario menor, los fervores, las dudas y la curiosidad de mi infancia encontraron pábulo. La vida religiosa era intensa,
la generosidad era nuestro ideal, el trabajo intelectual nos ocupaba constantemente. El anhelo de descubrir y aprender me embriagaba.
En ese clima de afirmación creyente, la duda decrecía a veces, sin desaparecer nunca. El deseo de entregar la vida la rechazaba.
La búsqueda encontraba respuestas, pero no tardaban en surgir nuevas preguntas. Las intensas amistades adolescentes, la admiración
por algunos profesores creaban en mí lazos, adhesiones del corazón y del espíritu. Mis desgarros interiores parecían
recubiertos a veces por la aparición de una armonía naciente.
Conocía poco a Jesús. La disciplina era severa. Toda una orquestación profunda del «reglamento» nos daba
la impresión de cometer una falta contra Dios, si se le transgredía. Jesús tenía para mí un rostro
frío, exigente y severo.
Las tardes de mayo eran embriagadoras. Los colores del otoño me llenaban de una dulce tristeza. El viento, de día y de noche,
despertaba en mí sintonías poderosas. Una imagen de muchacha me acompañaba a veces durante meses. ¿En qué
iban a parar esos anhelos, esos vértigos, esos sueños? En la penumbra de los bosques a los que íbamos de paseo, la
primavera triunfaba. * * *
Con gran sorpresa de algunos de mis profesores, entré en el seminario mayor. Fui el único de mi curso. ¿Por qué
había seguido? ¿por miedo a dejar un mundo que me era familiar? ¿por temor a faltar a la generosidad? ¿por
deseo de seguir con compañeros mayores a los que estimaba y amaba? No lo veo claro... Tengo la sensación de haber «continuado»
porque no tenía motivo decisivo para tomar otro camino: hacerlo me habría parecido como una rechazo a dar mi vida. ¿Podía
decir un «no» a aquel Cristo cuyo rostro severo y cuyas llamadas exigentes llevaba conmigo? ¿podía librarme
de la esperanza de muchos que depositaban ya en mí su confianza y su admiración? Extraño recorrido en el que tenía
a veces la impresión de andar a reculones, como si no pudiera ya tomar otro camino.
Me faltaba conocer a Jesús, y a tantos hombres y tantas mujeres que iban a ser, durante mi vida, mi cambiante comunidad. El Jesús
de mi adolescencia me vigilaba: no ensanchaba mi vida. En las clases de instrucción religiosa, se demostraba que sus milagros eran
reales, que se habían cumplido en él las profecías, que había resucitado. Se tenía tanta prisa por
apuntalar su divinidad que se olvidaba mirar lo que había hecho, la novedad de vida que irradiaba de él. Quizá, sin
duda, mis recuerdos son demasiado parciales, demasiado negativos...
Tuve que dar un amplio rodeo —el descubrimiento de la Biblia— para que la imagen de un Hombre-Dios duro y moralizante cediese
y dejase aparecer los rostros del Jesús de los evangelios. Largo camino que primero fue intelectual, con la necesaria iniciación
en las lenguas antiguas, en los trabajos de los exegetas, en las obras de los filósofos y teólogos... Los árboles
me escondían con frecuencia el bosque, pero ¿cómo conocer bien el bosque sin haber estudiado la diversidad de los
árboles, la vida de los vegetales, el terreno que nutre obscuramente los crecimientos y las maduraciones? Mi ansia por saber me
ayudaba a atravesar aquellos años algo desérticos en los que esperaba la «vida real». Que comenzó hacia
los 25 años.
Me faltaba también llegar a ser cristiano, descubrir el fermento del evangelio en la existencia. Con hombres y mujeres comprometidos
con sus responsabilidades de toda clase he comenzado a encontrar un Jesús vivo. El Jesús de mis estudios cobraba vida. Comencé
a sentir la inagotable aspiración de aire —aspiración de humanidad— que él ha creado en la historia.
Iba a descubrir en él al primero de la cordada de las ascensiones personales y colectivas. En la inmensa cordada de quienes tenían
fe en él, veía, junto a mí, destellos de evangelio vivido, reinventado. El compañerismo con cristianos —concretamente
maestras y maestros de la enseñanza pública— desde hace casi cincuenta años, ha hecho para mí, del evangelio,
el libro de vida. Con ellos empecé vitalmente a ser sacerdote. Al descubrir que lo era para ellos, y también por ellos.
También ellos han sido mi «vocación». Siguen siéndolo, con tantos otros que miran hacia mí...
más allá de mí. Me llaman a ser, más y mejor, humilde discípulo de Jesús, cristiano siempre
principiante, sacerdote que descubre imprevisible e interminablemente una frágil misión. * * *
Ser sacerdote era también entregarse al encuentro de los seres en lo más profundo, allí donde la vida tiene sentido
y acoge al Inefable. Esa atracción hacia los otros la sentía desde mi infancia. No era curiosidad superficial. Era asombro,
fascinación, imantación ante el misterio del otro, que está ahí, junto a mí. Nos comunicamos, pero
siendo dos vidas, dos presencias en el mundo, dos destinos juntos, sin poder coincidir. Si «mi yo está más lejos de
mí que todas las estrellas» según la célebre frase de William James, ¿qué habrá que decir
de la distancia sideral que me separa del otro y nos llama uno hacia otro?
Desde mi infancia, un guijarro, un arbolillo, un insecto pueden de repente producirme una especie de vértigo ante la extrañeza
del Ser. Y mi propia existencia a veces me impone ese sentimiento de acoger en mí lo que es distinto de mí. Pero frente
a los rostros es como siento más la separación y el deseo de la relación. Cuando tenía alrededor de 18 años
la lectura de «La reciprocidad de las conciencias» de Maurice Nédoncelle y la de «El idiota» de Dostoievski,
ahondaron aún más en mí esa atención enamorada hacia el misterio de los seres, esa necesidad de ir hacia los
otros.
He pensado a veces que, liberándome de todo lo que satura mi espíritu, vaciándolo al máximo para estar disponible
a la persona que está delante de mí, me permitiría sin palabras siquiera conocer lo que le preocupa. De hecho, me
ha sucedido vivir esa comunicación muda. Me ha parecido experimentar también que esa receptividad era mayor cuando el cansancio
disminuía en mí la fuerza de afirmación personal y los filtros de los a priori... ¿Haría falta entonces
no ser/estar más «que para el otro», pura relación? ¿es posible? En pocos momentos de gratuidad leve...
¿Por qué he escrito estas líneas vacilantes? Muestran el gusto por el encuentro, ardiente en mí desde hace
tiempo, que me abría ya a la actitud del sacerdote: me gustaba brindar atención intensa, acompañar por caminos difíciles
y luminosos... ¿Con una propensión a influir en las conciencias? Quizá... Si se dio, me parece que la vida la ha
disipado.
Esta presencia hacia los otros no es constante en mí, lamentablemente. Pero reaparece con frecuencia y descubro de nuevo que nunca
tendría que abandonarme. A veces, ante alguien que me confía su vida, me pongo a orar discretamente. Y el clima de la escucha
cambia. Me parece entonces que la relación se hace más transparente y que una Presencia, sin nombre, viene a hacer más
diáfana la presencia recíproca. * * *
Un recuerdo excepcional de esa acogida a las «otros» está siempre vivo en mí desde hace más de 45 años.
Una vigilia de Todos los Santos, el párroco de mi pueblo, enfermo, me pidió que le reemplazara en el confesonario. No pude
negarme, pero estaba profundamente turbado. Sacerdote reciente, muy joven, era de allí: ¿la gente no iba a sentirse molesta
de tener que confesarse con «Gérard» al que habían visto crecer, con el que se encontraban frecuentemente en
las calles y en la plaza?
Quizá al saber la identidad del confesor, los feligreses se irían al pueblo del lado. Ansiaba que vinieran sólo unos
pocos... A la hora señalada, me coloqué cerca del confesonario, bien a la vista de todos, para que los penitentes, al entrar
en la iglesia, pudiesen... orientarse hacia otra parte.
Inútil. Las filas de sillas se fueron llenando detrás de mí y entré en el confesonario. Acudir al sacramento
de la penitencia era general en aquella época. Durante horas, abría y cerraba, a derecha y a izquierda, las ventanillas
de barrotes cruzados... Gran parte del pueblo desfiló, sin sorprenderse de encontrar al joven confesor bien conocido.
El que fue de sorpresa en sorpresa fui yo. Creía conocer a aquellas mujeres y a aquellos hombres, sabía su fama en el pueblo...
y al escucharles en la penumbra, descubría que muchos —¿todos?— eran muy distintos de la imagen que la opinión
pública tenía de ellos. Lo que me sorprendía no eran los «pecados» que declaraban —los he olvidado
todos—, sino el tono de su confesión. ¡Qué distancia entre lo que se pensaba de ellos, lo que yo había
pensado también, y su vida profunda de la que percibía el eco tímido, tan conmovedor!
Aquella tarde, cambié de mirada, definitivamente, sobre los habitantes del pueblo. Detrás «de la idea que se tiene»,
detrás de sus propias máscaras, había sentido su sufrimiento por no ser mejores, su deseo de llevar una vida más
entregada, su acudir a la bondad de Quien ha puesto en nosotros la bondad. ¡Qué feliz me sentía de darles el perdón
de Dios, su presencia amante y estimulante en nuestras vidas! Era sensible, y sigo siéndolo, a la relación con cada persona. Más tarde descubrí la importancia de los movimientos
colectivos, de las estructuras que inervan la vida de nuestras sociedades, las evoluciones sociales, políticas y jurídicas.
La «relación grande», de la que habla Paul Ricoeur, tiene que conjugarse con la «relación pequeña»
entre individuos. ¿También aquí Dios nos invita a crear y a crecer? Muchos militantes me han enseñado que
la levadura del evangelio levanta la pesada pasta humana.
* * *
En pocas palabras: cada tarde, con algunos amigos, tomo en mis manos un poco de pan y un poco de vino, nuestro humilde alimento. Nos han
sido dados, los acogemos y los ofrecemos, los compartimos. Hacemos como Jesús que daba su vida y nos invitaba a dar la nuestra.
Esos gestos tan simples han sido hechos por miles de manos, de generación en generación, desde hace casi 2000 años:
lo dicen todo. Transforman y transfiguran nuestra existencia. Llaman a la humanidad a ser humana y divina... En este inicio inquieto de
siglo y de milenio, son el símbolo más fuerte y la realidad más preciosa para ofrecer a las muchedumbres futuras. La verdad es que cuando relleno «papeles», dejo en blanco las casillas que se refieren a
la familia. Y, cada vez, me doy cuenta de que no tengo hijos. A lo largo de mis andanzas, he trabado lazos de amistad, de afecto, con
centenares de personas, de variada edad. Están también muchísimos seres, que encontré un día, con los
que me he relacionado de palabra o por escrito. ¿Hijos sin rostro?, ¿hay que ver cierta «paternidad» en tales
intercambios? No lo creo. Habré dado gérmenes de mi vida... ¡como los peces! sin saber a quien beneficien. Habré
sembrado a voleo, como la dama del logotipo de Larousse. ¿Qué habré sembrado? Me pregunto a veces: ¿la semilla
de la mostaza del evangelio o granos muertos de un pasado religioso caduco? Lo uno y lo otro, probablemente. Quisiera llevar muy lejos,
por el soplo del Espíritu, el «polen de la flor galilea». Vida gratuita, visitada a veces por el vértigo. Aunque
las sombras tuvieran que tragarme al morir, no me arrepiento de haber buscado la humanidad divina y de haber pronunciado la palabra «eternidad».
Pero creo —no digo «sé»—, creo en la Vida eterna. Creo que la damos y la hacemos crecer hoy. Quizá
podría escribir en los impresos de la Seguridad Social que tengo hijos de eternidad. Hasta puede que la familia sea numerosa...
Gérard Bessière
371-372
Hay seres que «existen» para nosotros. Quizá sólo los hemos visto, entrevisto,
una sola vez. Quizá sólo les hemos oído hablar. Sin embargo están entre los testigos interiores que nos acompañan,
que nos dan fuerza y luz para vivir. Si me enterara que se han apagado, el mundo y mi vida quedarían empañados y empobrecidos.
Como si se me anunciara que en adelante no habría ya estrellas. Tales seres crean la vida. Son manantial para muchos, fontana viva
de libertad, canto de humanidad.- GÉRARD BESSIÈRE
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