MENSAJE DE JUAN PABLO II. 2000 volver al menú
 

Mensaje de Juan Pablo II
para la XXXVII Jornada mundial de oración por las vocaciones
(14 mayo 2000)

     La Jornada mundial de oración por las vocaciones que se celebrará en el clima glorioso de las fiestas pascuales, momento particularmente intenso de las fechas jubilares, me ofrece la ocasión para reflexionar junto con vosotros sobre el don de la divina llamada, compartiendo vuestra solicitud por las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El tema que quiero proporcionaros este año se pone en sintonía con el desarrollo del gran jubileo. Quisiera meditar con vosotros sobre: La eucaristía, fuente de toda vocación y ministerio en la Iglesia. ¿No es quizá la eucaristía el misterio de Cristo vivo y operante en la historia? En la eucaristía Jesús continúa llamando a su seguimiento y ofreciendo a cada hombre la plenitud del tiempo.


Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer.

     La plenitud del tiempo se identifica con el misterio de la encarnación del Verbo... y con el misterio de la redención del mundo: en el Hijo consustancial al Padre y hecho hombre en el seno de la Virgen se abre y llega a su plenitud en el tiempo esperado, tiempo de gracia y de misericordia, tiempo de salvación y de reconciliación.
     Cristo revela el plan de Dios respecto de toda la creación y en particular respecto del hombre. Él revela plenamente el hombre al hombre y le comunica su altísima vocación, escondida en el corazón del Eterno. El misterio del Verbo encarnado será plenamente descubierto sólo cuando cada hombre y cada mujer se realicen en él, hijo en el Hijo, miembros de su cuerpo místico que es la Iglesia.
     El jubileo, y éste en particular, celebrando los 2000 años de la entrada en el tiempo del Hijo de Dios y el misterio de la redención, incita a cada creyente a considerar su propia vocación personal, para completar lo que falta en su vida a la pasión del Hijo en favor de su cuerpo que es la Iglesia.

Cuando estaba a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»

     La eucaristía constituye el momento culminante en el que Jesús, al darnos su Cuerpo inmolado y su Sangre derramada por nuestra salvación, descubre el misterio de su identidad e indica el sentido de la vocación de cada creyente. En efecto, el significado de la vida humana está todo en aquel Cuerpo y en aquella Sangre, ya que por ellos nos han venido la vida y la salvación. Con ellos debe, de alguna manera, identificarse la existencia misma de la persona, la cual se realiza a sí misma en la medida en que sabe hacerse, a su vez don para todos.
     En la eucaristía todo esto está misteriosamente significado en el signo del pan y del vino, memorial de la pascua del Señor: el creyente que se alimenta de aquel Cuerpo inmolado y de aquella Sangre derramada recibe la fuerza de transformarse a su vez en don. Como dice san Agustín: Sed lo que recibís y recibid lo que sois.
     En el encuentro con la eucaristía algunos descubren sentirse llamados a ser ministros del altar, otros a contemplar la belleza y la profundidad de este misterio, otros a encauzar la fuerza de su amor hacia los pobres y débiles, y otros, también a captar su poder transformador en las realidades y en los gestos de la vida de cada día. Cada creyente encuentra en la eucaristía no sólo la clave interpretativa de su propia existencia sino el valor para realizarla, y construir así, en la diversidad de los carismas y de las vocaciones, el único Cuerpo de Cristo en la historia.
     En la narración de los discípulos de Emaús san Lucas hace entrever cuanto acaece en la vida del que vive de la eucaristía. Cuando en el partir el pan por parte del forastero se abren los ojos de los discípulos, ellos se dan cuanta que el corazón les ardía en el pecho mientras lo escuchaban explicar las Escrituras. En aquel corazón que arde podemos ver la historia y el descubrimiento de cada vocación, que no es conmoción pasajera, sino percepción cada vez más cierta y fuerte de que la eucaristía y la pascua del Hijo serán cada vez más la eucaristía y la pascua de sus discípulos.

Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno.

     El misterio del amor de Dios escondido durante siglos y generaciones es ahora revelado a nosotros en la palabra de la cruz que permaneciendo en vosotros, queridos jóvenes, será vuestra fuerza y vuestra luz y os descubrirá el misterio de la llamada personal. Conozco vuestras dudas y vuestras fatigas, os veo con cara de desaliento, comprendo el temor que os asalta ante el futuro. Pero tengo, también, en la mente y en el corazón la imagen festiva de tantos encuentros con vosotros en mis viajes apostólicos, durante los cuales he podido constatar la búsqueda sincera de la verdad y el amor que permanece en cada uno de vosotros.
     El Señor Jesús ha plantado su tienda en medio de nosotros y desde esta su morada eucarística repite a cada hombre y a cada mujer: Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré.
     Queridos jóvenes, ¡id al encuentro de Jesús salvador! Amadlo y adoradlo en la eucaristía! Él está presente en la santa misa que hace sacramentalmente presente el sacrificio de la cruz. Él viene a nosotros en la sagrada comunión y permanece en los sagrarios de nuestras iglesias, porque es nuestro amigo, amigo de todos, particularmente de vosotros jóvenes, tan necesitados de confianza y de amor. De él podéis sacar el coraje para ser sus apóstoles en este particular paso histórico: el 2000 será como vosotros jóvenes queráis y lo deseéis. Después de tanta violencia y opresión, el mundo tiene necesidad de levantar puentes para unir y reconciliar; después de la cultura del hombre sin vocación, hacen falta hombres y mujeres que crean en la vida y la acojan como llamada que viene de lo alto, de aquel Dios que porque ama, llama; después del clima de sospecha y de desconfianza, que corrompe las relaciones humanas, sólo jóvenes valientes, con mente y corazón abiertos a ideales altos y generosos podrán restituir belleza y verdad a la vida y a las relaciones humanas. Entonces este tiempo jubilar será para todos de verdad año de gracia del Señor, un jubileo vocacional.

Os escribo a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio.

     Cada vocación es don del Padre, y como todos los dones que vienen de Dios, llegan a través de muchas mediaciones humanas: la de los padres o educadores, de los pastores de la Iglesia, de quien está directamente comprometido en un ministerio de animación vocacional o del simple creyente.
     Quisiera con este mensaje dirigir la mirada a todas las personas, a las que va unido el descubrimiento y el apoyo de la llamada divina. Soy consciente de que la pastoral vocacional constituye un ministerio no fácil, pero cómo no recordaros que nada es más sublime que un testimonio apasionado de la propia vocación? Quien vive con gozo este don y lo alimenta diariamente en el encuentro con la eucaristía sabrá derramar en el corazón de tantos jóvenes la semilla buena de la fiel adhesión a la llamada divina. Es en la presencia eucarística donde Jesús nos reúne, nos introduce en el dinamismo de la comunión eclesial y nos hace signos proféticos ante el mundo.
     Quisiera aquí, dirigir un pensamiento afectuoso y agradecido a todos aquellos animadores vocacionales, sacerdotes, religiosos y laicos, que se prodigan con entusiasmo en este fatigoso ministerio. No os dejéis desanimar por las dificultades, ¡tened confianza! La semilla de la llamada divina, cuando se planta con generosidad, da frutos abundantes. Frente a la grave crisis de vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada que afecta a algunas regiones del mundo, es menester, sobre todo en este jubileo del año 2000, afanarse para que cada presbítero, cada consagrado y consagrada redescubra la belleza de su propia vocación y la testimonie a los demás.
     Que cada oyente llegue a ser educador de vocaciones, sin tener que proponer una elección radical; que cada comunidad comprenda la centralidad de la eucaristía y la necesidad de los ministros del sacrificio eucarístico; que todo el pueblo de Dios alce siempre la más intensa y apasionada oración al Dueño de la mies, con el fin de que mande operarios a su mies. Y que confíe esta oración a la intercesión de aquella que es madre del sacerdote eterno.

Virgen María,
humilde hija del Altísimo,
en ti se ha cumplido de modo admirable
el misterio de la divina llamada.
Tú eres la imagen de lo que Dios realiza
en quien se confía a él;
en ti la libertad del creador
ha exaltado la libertad de la criatura.
Aquél que nacido en tu seno
reunió en un solo querer
la libertad salvífica de Dios
y la adhesión obediente del hombre.
Gracias a ti, la llamada de Dios
se salda definitivamente con la respuesta del hombre-Dios.
Tú, primicia de una vida nueva,
protégenos a todos nosotros
en el «sí» generoso del gozo y del amor.
Santa María, madre de cada llamado,
haz que los creyentes tengamos la fuerza
de responder con ánimo generoso al llamamiento divino
y seamos alegres testigos del amor a Dios y al prójimo.
Joven hija de Sión,
estrella de la mañana,
que guías los pasos de la humanidad
a través del gran jubileo hacia el porvenir,
orienta a la juventud del nuevo milenio
hacia aquél que es
la luz verdadera que ilumina a todo hombre.
Amén.

Juan Pablo II

¿Por qué un pez?

     Seis niños de Roma están en el secreto.
     Sólo seis niños de Roma poseen el pez.
     — Madre, ¿cómo se llaman?
     Tarsicio uno, Publio, Marcelo, Flavio... El pez de cobre cuelga de una cadenita, Parece un amuleto, uno de los infinitos amuletos traídos a Roma por los soldados que combaten en los bosques de Germania o en los arenales junto al Nilo. Cornelio ya sabe qué ha de responder si le preguntan.
     — Sí, madre: es un pez de cobre, un recuerdo del peregrino que vino de Oriente, un amuleto, nada más.

     Sólo seis niños de Roma están en el secreto. Cornelio cumple hoy diez años. El pez no es de verdad un amuleto. Este secreto excita la fantasía del niño. Cornelio olvida las alegrías de la mañana, los regalos, la túnica -no cosida en pliegues al costado como la llevan los niños, sino sujeta con cinturón de piel de cabra, túnica de persona mayor, de soldado-, los dados, la jabalina. La madre ha explicado todo, y Cornelio ha entendido que ahora vivirá como rodeado de misterios, y que este secreto quizá le cueste la vida, no le importa, la madre ha explicado todo mientras padre, vestido de gala como si fuera de visita al palacio del César, estaba en pie, serio y parecía conmovido. Hasta hoy Cornelio participaba en los ágapes de la villa Claudia y podía traer a casa el pan consagrado, y cantar los salmos, y besar la mano del Apóstol. Pero nunca entró en las catacumbas.

     — Las catacumbas, hijo, son el lugar secreto que guarda los cuerpos de quienes sufrieron martirio. El Apóstol preside los cánticos, bendice el pan y lo reparte. Los niños no pueden entrar porque no tienen el pez de cobre.
    Ahora Cornelio aprieta el pez en su puño, tiene miedo de que se escurra como los pececillos brillantes de la costa de Anzio. Este pez de cobre es oscuro, chiquitín, casi negro. Un amuleto. Del peregrino que vino de Oriente.
     — ¿Por qué un pez, madre?
     Los cristianos utilizan el pez como contraseña. Lo dibujan en la arena, lo pintan en las paredes.
     —¿Por qué un pez?
     La madre sonríe. Pez, en griego, Cornelio, dime la palabra griega. Pez, y con las letras en acróstico los cristianos hacen una frase que significa «Jesucristo, hijo de Dios, salvador».
     — Al oscurecer, Cornelio.
     — Sí, madre, al oscurecer.

     La entrada del subterráneo está silenciosa. Oscuro todo. La madre, envuelta en su manto, parece una sombra que se roza con otras sombras. Aprieta la mano a Cornelio.
     — Tu pez.
     Hay un hombre en el primer recodo. Ni una palabra, ha extendido la mano. Apenas se adivinan sus facciones sobre el fondo negro del muro. La madre y Cornelio siguen por la gruta.
     —¿Adónde sale, madre?
     No sale. Espera. Mejor que no hablemos. Al doblar otro recodo, hay lejos un resplandor vacilante. Y de repente, pocos pasos más, luz de antorchas, diez, veinte, muchas antorchas,
     — No, madre, no tengo miedo.

     La primera noche de Cornelio en las catacumbas.
     — Bienvenido, Cornelio,
     El Apóstol acaricia la cabeza del niño. Tarsicio, Publio, Marcelo, Flavio, Clemente y Cornelio hacen rueda en torno a la tumba del mártir Antonio, destrozado por las fieras en el circo Máximo, la semana pasada: apenas pudieron los hermanos rescatar un puñado de ropas ensangrentadas. Luego de los salmos, habla el Apóstol: «La cara del Señor era noble y su mirar bondadoso cuando dijo haced esto en mi memoria, y no temáis, estaré con vosotros». Cornelio ve también bondadosos los ojos del Apóstol que bendice el pan y pronuncia las palabras y lo parte. Sobre las manos tendidas de los niños, los diáconos ponen un paño blanco y luego el pan consagrado. Por parejas, cada diácono y cada niño, reparten a los fieles el Cuerpo y la Sangre, los niños portan el pan sobre las manos tendidas, los diáconos el vino en un cáliz. Los cánticos tiemblan mansos como la luz de las antorchas.
     A la salida le dieron el pez. Era distinto, claro. La luz rompiente de la madrugada permitió a Cornelio adivinar los peces en el cesto del hombre que vigilaba el primer recodo.
     — Madre, ya se, lo colgaré en mi cadena, lo traeré cada vez, un amuleto, si me preguntan, un amuleto de Oriente.

     Nadie supo, la noche trágica, dónde encontró el traidor un pez de cobre Quizá varias noches vino a estudiar el plano de las grutas, quizá tenía el pez mucho tiempo atrás, y cantaba el traidor los salmos, y oyó la palabra del Apóstol. Nadie supo. Tras él vinieron los soldados. Era el momento de la comunión.
     Pareció que lo presentía el Apóstol, cuando hablaba después de los salmos:
     — Aurelio será vuestro obispo. Tengo el presentimiento de que mi hora está cercana, el Señor me llamará por la espada de los soldados, porque soy vuestro hermano mayor y está bien que mi sangre sea mezclada con la vuestra. He consagrado obispo a Aurelio para que cuide él de que haya siempre sacerdotes en la Iglesia de Dios. Aurelio acogerá hombres jóvenes a quienes sea entregada la potestad de repetir las palabras del Señor, hombres que santifiquen, que consagren. Quizá tú, Tarsicio, aunque no sé qué extraña aureola se me antoja siempre en torno a tu cabeza, quizá tú, Marcelo, o quién sabe, tú, Cornelio, tan niño, tan pequeño, quizá serás tú, el instrumento, el eslabón que nos una a los tiempos en que otros muchos sacerdotes pronunciarán las palabras sagradas sin amenaza de martirio. Aurelio será vuestro obispo...
     Era el momento de la comunión. Cien espadas enloquecieron el fulgor de las antorchas. El centurión traspasó de un golpe certero el pecho del Apóstol, que cayó de bruces sobre la tumba del mártir y la llenó de sangre. Los soldados fueron eficientes, en tres minutos habían acordonado a todos los cristianos y los empujaban hacia la salida. Sólo Cornelio quedó olvidado en un ángulo oscuro, mudo de terror el pobre niño, que sabia estaban su padre y su madre en el pelotón de los prisioneros. En las manos de Cornelio quedaban tres panecillos consagrados. Se acercó al cuerpo derribado del Apóstol, y allí de rodillas lloró largamente dejando que sus lágrimas cayeran sobre el pan:
     — Quizá tu, Cornelio, tan niño, tan pequeño, quizá serás tú el instrumento, el eslabón...

José María Javierre


369-370 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto: Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del evangelio de los obreros del evangelio.- PABLO VI