JACQUES LECLERCQ

LOUVAIN, LE 17 juin 1958
82, AVENUE DES ALLIÉS

 

Cher abbé J. Sans Vila,

     Ayant quelques loisirs la semaine passée, j'en ai profité pour mettre par écrit le récit que vous m'avez demandé sur ma vocation.
     Cela a fini par faire un long article. Comme ma vocation a été assez particulière, pour le faire comprendre il m'a fallu parler d'une série de choses qui ne touchent qu'indirectement la vocation, mais qui l'ont influencée et lui ont donné son caractère propre. Cela fait toute une histoire.
     J'avais hésité à m'y engager. Il s'agit de ce qu'il y a de plus intime dans ma vie, de choses que je n'ai jamais racontées à personne. Ma vocation est si particulière que je n'ai jamais rencontré de cas semblable au mien. Dès lors, mon cas présente-t-il de l'intérêt pour des jeunes gens, si aucun d'entre eux ne se trouve dans une situation semblable?
     Mais, d'autre part, a-t-on le droit de taire l'oeuvre de Dieu, si on vous demande votre témoignage? Car enfin, ce n'est que fort accessoirement de moi qu'il s'agit. Il aurait pu en prendre un autre aussi bien qu'il m'a pris.
     Et, après avoir écrit tout cela, je suis aussi hésitant qu'avant. J'ai raconté les évènements comme ils se sont passés. Pour moi, c'est profondément émouvant; mais le sera-ce pour d'autres? Je vous laisse juge.
     Comme vous m'y autorisez, j'ai rédigé le texte en français. Vous m'avez aussi demandé d'écrire de façon cordiale, simple et humble. Je ne sais si j'ai répondu à votre voeu. J'ai raconté les évènements, comme ils sont arrivés, et j'ai parlé comme je pensais, comme j'ai pu, en somme. C'est à vous si c'est de nature à faire du bien aux jeunes à qui se pose le problème de la vocation.
     Croyez, cher abbé Sans Vila, à mes sentiments bien confraternels

Jacques Leclercq
       17 juin 1958

 

 

Por qué me hice sacerdote

 

 
     Pensando en los lectores de esta publicación vocacional, pregunté en 1958 a medio centenar de sacerdotes por el origen de su vocación.
     La respuesta de Jacques Leclercq (1891-1971) es tan extraordinaria (no sólo tan extensa)... que por fin me animo a publicarla aquí convencido de que «hará bien a los jóvenes que se plantean el problema de la vocación».
JSV
     

 

     No nací en una familia muy cristiana. Mi familia era cristiana solamente hasta cierto punto: pertenecía a la alta burguesía liberal, que ha tenido un papel laicista en la Bélgica del siglo XIX. Eran liberales moderados: mis padres iban a misa, y en la familia de mi padre había también esa costumbre. En la mayor parte de las familias como la mía, los hombres no practicaban y las mujeres sí; algunas, incluso, eran piadosas. Pero se vivía a distancia del clero. Así, mis padres, aunque iban a misa, evitaban todo trato con los sacerdotes. Creo que la primera sotana que franqueó el umbral de mi casa fue la mía.
     Sin embargo, contábamos entre nuestros conocidos con buenos católicos, claro que cuando yo era niño nunca me di cuenta de ello. Las amistades íntimas de mi familia eran todas de ese mundo liberal, donde la religión, en quienes la tenían, se limitaba al culto.
     Aparte de eso, era un ambiente honrado. Mi padre era un hombre muy intelectual; era magistrado y tuvo un papel importante en el derecho belga de la primera mitad del siglo XX. Aunque por aquel tiempo no era más que un joven magistrado de mucho porvenir. Mi madre era una persona de carácter atractivo, muy querida de todos. Los dos se ocupaban mucho de nuestra educación —pues había otros dos hijos, un poco mayores que yo—. Vivíamos en Bruselas; crecíamos felices y despreocupados.
     Mi infancia, en conjunto, estuvo preservada. Preservada desde el punto de vista moral, en cuanto vivíamos en una atmósfera de honradez natural; preservada también, por otra parte, de toda influencia de la Iglesia... De pequeño me instruyeron en las verdades esenciales de la fe. En ese aspecto, la atmósfera era cristiana; me enseñaron historia sagrada; yo sabía que había Dios, la Trinidad, Cristo, la Virgen, la misa, los siete sacramentos, los pecados capitales, las virtudes teologales, etc., y sabía las oraciones: por lo menos el padrenuestro y el avemaría. No recuerdo cómo lo aprendí: tengo la impresión de saberlo desde siempre. Pero la Iglesia estaba ausente de ese conjunto, aunque supiéramos que había sido fundada por Jesucristo; uno era miembro de la Iglesia puesto que iba a misa, pero no se hablaba de ninguna colaboración con la Iglesia.
     Era un ambiente muy especial. En el siglo XIX tal tipo de ambiente había sido muy frecuente, pero en mi infancia —nací en 1891— mi familia ya estaba muy aislada en esa actitud ni católica ni librepensadora.

     ¿Cómo ocurrió que a los siete años decidí hacerme sacerdote, y no solamente yo, sino también mi hermano, que me llevaba año y medio? No fue seguramente por la influencia del ambiente en que vivíamos. Ni siquiera habíamos hablado nunca con un sacerdote; evidentemente no había ningún sacerdote en la familia. Humanamente hablando, era algo inexplicable.
     Por lo demás, nadie lo supo: mi hermano y yo, solos, éramos confidentes uno del otro. Jamás hablé de eso a nadie, ni en mi infancia, ni luego. Creo que ahora es la primera vez en mi vida que lo digo. Y sin embargo fue un acontecimiento muy importante, una resolución fuerte y estable que matizó mi vida. Que guarde tal recuerdo, sesenta años más tarde, revela muy bien su importancia.
     Pero ahora que conozco tantas otras cosas, me pregunto qué sentido tenía para mí esa decisión, puesto que no conocía nada de lo que es la vida del sacerdote. Creo que el sacerdote era para mí sencillamente el hombre consagrado a Dios. ¿Por qué tenía yo tal atracción de Dios, si nada la despertaba en mi ambiente? ¿De quién podía provenir sino de Dios mismo? Al fin y al cabo, tenía la gracia del bautismo y el ambiente no me empujaba al mal... Nada contrariaba, pues, directamente una orientación del alma hacia Dios. Nadie a mi alrededor pensaba en ello y nadie, por consiguiente, me impulsaba hacia tal cosa. La religión en que me educaban era la religión de la gente honrada, tal como se concebía en el siglo XIX, con la tradición cristiana representada por la historia sagrada y por el culto católico. A falta de influencias humanas, no queda verdaderamente más que la acción divina.
     Por lo demás, se trataba puramente de una visión para el porvenir. Desde que tuvimos edad, mi madre nos llevó a misa los domingos, y después a comulgar, aproximadamente una vez al mes. Nunca pensé pedir más.
     Más adelante, he leído en vidas de niños piadosos que jugaban a decir misa. A mí, nunca se me ocurrió nada semejante, pero tenía períodos de gran fervor en la oración, aunque no conserve de ellos ningún recuerdo preciso que contar.

     A mis ocho o nueve años, me enviaron a un curso de catecismo para «niños de buena familia que no van a la escuela», dado por un «clérigo distinguido aficionado a la buena sociedad». Jamás escuché una lección ni aprendí ninguna; tras de lo cual, me declararon en condiciones de hacer la primera comunión. Mis conocimientos religiosos se quedaron en lo que había aprendido no sé cómo, sin duda porque flotaba en el aire.
     Eran conocimientos llenos de lagunas. Más tarde, a los diecisiete años, cuando, en la universidad católica de Lovaina, entré en contacto con un padre benedictino, me quedé muy sorprendido al saber que la misa es la renovación del sacrificio del calvario. Sabía que por la misa Cristo se hacía presente en la hostia y que se le recibía en la comunión, pero nunca había sospechado una relación entre la misa y el calvario.
     Cuando tenía casi once años hice la primera comunión solemne, en 1902. Me preparé a ella con gran fervor; me mandaron a un retiro preparatorio en un convento. En la ceremonia misma, lloré de no sentir ninguna devoción. No sabía entonces que jamás tendría devoción cuando lo normal es tenerla. Nunca he sido un chico como es debido.

     Unos meses después de mi primera comunión, mis padres se divorciaron. Ese fue el drama de mi juventud.
Fue también un drama para todos, pues, en esa época, el divorcio no había entrado todavía en las costumbres, como ocurre hoy en Bélgica. En mi familia y entre nuestras amistades nunca había habido un divorcio.
     Mis padres no se entendían bien. Mi padre que, como he dicho, era un gran intelectual, también era uno de los hombres más orgullosos que he conocido: tenía un carácter autoritario, tajante, desconfiado y susceptible. Mi madre era muy desgraciada. Durante un año, los hijos fuimos testigos de una creciente tensión: notábamos que aquello terminaría mal, pero no sabíamos cómo. Mi madre oyó entonces la llamada del amor humano y no supo resistir; se marchó, y siguió luego toda la vida llevando el remordimiento de haber traicionado su deber y haber abandonado a sus hijos.
     Si hubiera recibido una educación más profundamente cristiana, sin duda habría sacado de su fe la fuerza para resistir. Pero, ya lo he dicho, el ambiente no era cristiano más que superficialmente. Ella llevaba una vida honrada, pero no lo que se pudiera llamar una vida cristiana. Con todo, tenía la fe de las almas sencillas y esa fe nunca fue quebrantada. Nunca trató de justificarse y sufrió hondamente al ser excluida de los sacramentos... Pero hay situaciones sin remedio; una vida puede estropearse en una hora.
     Para mí, a partir de los once años, mi vida quedó bajo el signo de ese drama doloroso, en el que pensaba siempre con vergüenza y del que no me hablaban nunca. Creo que no hay nada tan doloroso para un niño como tener vergüenza de sus padres. Después, cuando me encontré en ambiente cristiano, y vi familias donde no había nada que esconder, donde los padres tenían la confianza de sus hijos y éstos tenían por ellos el afecto y la estimación que no estorban esos menudos defectos de carácter que hay en todo el mundo, me di cuenta del respiro que significaba tener una verdadera familia.
     Algunos lectores encontrarán quizá ridículo que tome tan por lo trágico un incidente, después de todo, tan frecuente. Pero así es como fueron las cosas para mí, y no puedo cambiarlas.

     Mis hermanos y yo nos quedamos con nuestro padre. Nuestra madre se había ido al extranjero y no la volví a ver antes de mis diecisiete años; durante mucho tiempo no supe qué había sido de ella. Mi padre se empeñaba en mantener respecto a ella un silencio completo. Eso quiere decir que mi infancia había terminado y que mi adolescencia se desarrolló sin madre. Cuando veo el papel de una madre en la mayor parte de las familias cristianas, y el gran número de sacerdotes que atribuyen su vocación a su madre, tengo que reconocer que mi caso es especial.
     Se comprenderá que no me extienda sobre esto, pero he tenido que decirlo porque mi vocación sacerdotal está estrechamente ligada a todo ese segundo plano de vida.
     Mis hermanos y yo continuamos, pues, con mi padre. Nuestra vida fue desgraciada: he conocido muchos niños y muchachos, y apenas he conocido quienes fueran tan desgraciados como nosotros... y bajo una fachada brillante, en una familia considerada: mi padre tenía reputación de hombre de primer orden y hacía una brillante carrera. Pero la vida exterior engaña mucho sobre la felicidad, que se basa en la vida interior y las relaciones íntimas.
     Más adelanté he escrito mucho sobre la familia, y he expuesto la belleza, la pureza y la santidad de la familia cristiana. A veces, ciertos lectores «perspicaces» me han dicho: «Habla usted muy bien de la familia; se ve que habla por experiencia, y que ha debido tener una familia admirable». No sospechaban que era exactamente lo contrario, y que la familia cristiana la he aprendido en los demás, precisamente porque en ellos encontraba lo que me había faltado...
     Y he escrito, también, contra el divorcio: sabía bien de qué hablaba.

     ¿Mi vocación, pues, no debe nada a mi familia? Mi padre estaba muy preocupado por nuestra educación. Se consideraba un padre excelente y quería educar a sus hijos haciendo de ellos hombres de primer orden. Desde el punto de vista moral, ya dije que la atmósfera de mi hogar era una atmósfera de honradez natural, en que no intervenían las virtudes propiamente cristianas. Por ejemplo, se ignoraba la caridad: dudo que mi padre supiera de su existencia. En cambio, estaba muy preocupado por nuestros estudios.
     Los había organizado de manera muy especial, haciéndonos estudiar en casa con profesores particulares, que vigilaba de cerca, controlando él mismo nuestro trabajo. Ya dije que era magistrado: una profesión que le dejaba ocios y que no le impedía trabajar en casa.
     Le había movido a este plan la imposibilidad de encontrar una escuela a su gusto. En su juventud había estudiado en el ateneo, la escuela oficial; pero guardaba un mal recuerdo de él y no quería ponernos en ese ambiente. Por otra parte, tampoco quería llevarnos a un colegio católico, pues esto iba contra las tradiciones de la familia, y él desconfiaba del clero. La solución que había adoptado le permitía, a su juicio, dirigir nuestra instrucción a su gusto.
     Mis profesores eran todos librepensadores, ya que mi padre se había dirigido a amigos liberales para encontrarlos; pero mi padre no hubiera consentido que dijeran una palabra contra la religión. En esto también me encontré, por consiguiente, con una atmósfera que no era ni religiosa ni antirreligiosa.
     Así, pues, nunca fui a clase antes de entrar en la universidad. De los once a los quince años, mi educación se hizo en un profundo aislamiento. No tenía más compañeros que mis hermanos; por otra parte, desde el divorcio, mi padre se había encerrado en un aislamiento hecho de amargura. Pero ese aislamiento iba unido a un reforzado intelectualismo. Mi padre nos obligaba a leer mucho; a los doce o trece años, yo tenía una cultura intelectual igual a la de los muchachos que me llevaban cinco años; una cultura, por lo demás, puramente libresca. Desde el punto de vista de la vida y de los contactos humanos, mi soledad me mantenía en una psicología de niño.

     ¿Por qué seguía dominándome la preocupación de Dios? Un día, cuando tenía doce o trece años, una prima mía, algo mayor, me pidió que llenara una página de su álbum. Era un álbum —que tenían muchas chicas entonces— donde se hacían una serie de preguntas, unas triviales, otras graves, tales como «¿Qué flor prefieres?» o «¿Te gusta más vivir en la ciudad o en el campo?». Había una, cuya fórmula exacta no recuerdo, pero que venía a decir: «¿Cuál es tu ideal?» o «¿Qué quieres ser en la vida?».
     Hoy las chicas ya no tienen semejantes álbumes: son los psicólogos los que hacen esta clase de preguntas. Las llaman «test» y dan un sentido profundo a las respuestas.
     De un plumazo, respondí: «Ser santo y mártir».
     Y esto vuelve a plantear la cuestión: ¿Dónde había podido encontrar esa idea? Desde luego, no en mi ambiente.
     Es verdad que mi padre nos hacía vivir en una atmósfera muy idealista. Pertenecía a esa categoría de intelectuales que son sensibles a todas las ideas nobles y no practican ninguna. Nuestra vida con él era un alternar de escenas y de discursos. Hablaba mucho de las cuestiones de derecho que se le planteaban; estaba atento a la cuestión social y era sensible a las ideas democráticas; hablaba de política y hablaba de la Iglesia, de la cual no decía nunca más que bien. Esto era muy característico de su personalidad. Era opuesto al anticlericalismo y, especialmente, a los francmasones, numerosos a su alrededor; a nadie le he oído hacer más hermosos discursos sobre los servicios que la santa Iglesia hace al género humano, pero se abstenía cuidadosamente de todo contacto con ella. En resumen, creaba una atmósfera de idealismo exaltado, que influía en mi espíritu, sin contrapeso de compañías de amigos que me volvieran al nivel medio humano.
     En cierto modo, yo también me limitaba a un idealismo cerebral. Pensaba hacerme sacerdote; quería ser santo y mártir; y, en la vida concreta, era un niño risueño y descuidado, sano y alegre. Pienso que ese carácter fácil es lo que me ha permitido resistir el clima de vida que iba a sufrir. Exteriormente, nada podía hacer sospechar lo que se incubaba en mi espíritu. Más tarde, personas «perspicaces» me han dicho: «Se ve que siempre ha sido usted feliz y no sabe lo que es el sufrimiento...». ¡Es extraordinario el don de adivinar al revés que tiene la gente perspicaz!
     No pensaba, pues, en ninguna realización inmediata; todo eso era para luego, «cuando fuera mayor».
     Pero hoy, que han pasado más de cincuenta años, al volverme a este tiempo, me pregunto si no he fracasado en mi vida, pues no he realizado ninguno de mis dos objetivos... ¡Lástima no haber nacido en España: por lo menos quizá habría sido mártir!

     Mi hermano mayor siempre había manifestado poco interés por la religión. A mi madre le costaba mucho trabajo llevarle de vez en cuando a comulgar. Cuando llegó a la adolescencia, empezó a preocupar a mi padre. Le preocupaba tanto que fuéramos religiosos como guardarnos de la influencias clericales. Me acuerdo que, en ciertas épocas leía en alta voz el Sermón de la Montaña con mi hermano mayor. Con mi otro hermano y conmigo no sintió jamás necesidad de ello.
     Terminó por buscar un sacerdote que pudiera dar lecciones de religión a mi hermano, y le recomendaron uno, hombre discreto, fino, bueno y afable, un poco enfermizo, capellán de un convento. Mi hermano fue a clase con él regularmente; luego el segundo y yo también. Así entró un sacerdote en nuestra vida.
     Ibamos a verle y charlábamos un poco de todo; nos contaba sus viajes y nos hablaba de los acontecimientos del mundo católico. Recuerdo que por él supe de la existencia del Cura de Ars, al cual tenía una gran devoción. Nos confesábamos con él. Me dio a leer algunos libros, entre otros, los de Ollé-Laprune, muy representativo de los católicos liberales de ese tiempo. Ignoraba yo por completo la literatura católica. No conocí a Veuillot, Montalembert y Lacordaire hasta más tarde, al vivir en ambiente católico.
     Queríamos mucho al abbé Le Tellier; era un buen amigo, pero no puedo decir que ejerciera gran influencia en nosotros.

     En 1906, a los quince años, entré en la universidad.
     Esto era antes de lo acostumbrado. En Bélgica, los muchachos entran en la universidad entre los diecisiete y los veinte años; pero el sistema seguido por mi padre nos hizo terminar los estudios más jóvenes. Mis hermanos habían ido al mismo paso; éramos buenos estudiantes.
     Empecé los estudios de derecho. Esto no me planteó ningún problema; en mi familia, todo el mundo era magistrado o abogado desde hacía más de un siglo; mis hermanos estudiaban ya derecho; mis primos también. Ir a la universidad significaba para mí lo mismo que estudiar derecho. Nunca me preguntaron si quería hacer otra cosa, y yo tampoco lo pensé.
Es cierto que habría podido hablar de mi vocación. Tampoco pensé en ello. Me parecía evidente que mi padre rehusaría; no había que seguir, por tanto, sino el camino normal, y cuando tuviera veintiún años, haría lo que quisiera.
     La universidad donde ingresé era la universidad libre de Bruselas: una institución muy especial, que me parece única en el mundo. La fundó en 1834, poco después de constituirse Bélgica, un grupo de intelectuales liberales, principalmente francmasones, para contrapesar a la universidad católica de Lovaina, que los obispos acababan de restaurar unos meses antes. La finalidad de la universidad de Bruselas era propagar el librepensamiento y combatir el clericalismo; siempre ha sido el centro intelectual del racionalismo anticlerical belga. Es una universidad privada; pero su título de universidad libre no alude a su libertad respecto del Estado, sino a su librepensamiento. Mi familia era liberal; siempre había asistido a la universidad de Bruselas y, por tanto, no cabía imaginar otra.
     Los estudios de derecho, en Bélgica, empiezan por dos años de filosofía y letras, que incluyen un conjunto de cursos de filosofía. Entre en la universidad con la conciencia clarísima de que estaba en peligro de perder la fe. Mis hermanos la habían perdido, uno tras otro, y yo había sido testigo de ello.

     La fe del mayor cayó de golpe, sin crisis y sin echarla de menos, tan pronto se encontró en ambiente incrédulo. Fue para él como una liberación: ya dije que desde su niñez había manifestado repugnancia por la vida religiosa. Creo que era materialista por naturaleza: he vuelto a encontrar después otros casos de este género, y también en mi familia. Puede haber espíritus naturalmente materialistas, como los hay naturalmente cristianos. Si hay personas físicamente ciegas, ¿por qué no iba a haber personas intelectualmente ciegas? En todo caso, en mi hermano, a lo largo de su vida, nunca he percibido la menor comprensión ni el menor deseo de un valor espiritual cualquiera.
     Entonces se vivía una época de anticlericalismo eruptivo. Tan pronto como mi hermano se encontró en un ambiente anticlerical y antirreligioso, se adhirió sin vacilar a todo lo que en él decían y hacían.
     Mi padre se irritó mucho. Mi otro hermano y yo, asistimos a escenas violentas, en las que mi padre explicaba a mi hermano que abandonaba la religión sólo por cubrir sus desórdenes morales, que la religión es la salvaguardia de la moral. Mi hermano respondía atacando la religión; los dos se excitaban, terminando con frases violentas, sin otro resultado que dar al hogar una atmósfera de tormenta. La verdad es que mi hermano se dejaba llevar con gran satisfacción por los desórdenes morales que mi padre le reprochaba. Llamaba a eso «el amor», y lo encontraba muy bonito. En la universidad había hallado compañeros de costumbres libres, y hacía lo mismo que ellos, con la impresión de haberse liberado de sujeciones que le estorbaban.

     El caso de mi segundo hermano fue muy diferente. Era un muchacho muy idealista; ya he dicho que estábamos íntimamente unidos desde nuestra primera infancia, y que, lo mismo que yo, él quería ser sacerdote. La pérdida de la fe fue en él una crisis larga y dolorosa, que duró dos años, y cuyo confidente fui yo. Discutíamos a menudo sobre problemas fundamentales: la existencia de Dios, el alma, la divinidad de Cristo. A distancia, me imagino muy mal lo que podían ser aquellas prolongadas discusiones entre un muchacho de quince o dieciséis años y otro de trece o catorce. Pero era muy grave: para mi hermano, le iba la vida en ello. Al fin, le pareció ver claro que la religión era falsa; por tanto, se apartó de ella; era una cuestión metafísica. Pero guardó la nostalgia del ideal.
     Un día me dijo que si hubiera seguido siendo católico como yo, sin duda se habría hecho sacerdote, y le vi durante años buscar un ideal de recambio. Se engolosinó sucesivamente con diversas formas de ideal, pero las dejó caer una tras otra, no encontrando en ellas la verdad. Luego, cuando yo estuve en ambiente católico y tuve amigos, mi hermano se acercó a algunos de ellos, encontrando más correspondencia a sus aspiraciones que entre sus compañeros librepensadsores. Pero al cabo de cierto tiempo sentía un abismo entre los católicos y él, por lo opuesto de sus convicciones fundamentales. Para él, la metafísica no era un juego del espíritu. Y se alejaba triste.
     En 1914, cuando estalló la guerra, se alistó voluntario. Tenía veinticuatro años y era abogado. Antes de marchar, me hizo recomendaciones que me dejaron la impresión de que no contaba con volver. En el frente, rehusó ser oficial, y cada vez que pedían voluntarios para una operación peligrosa, se presentaba. Al fin, le mataron, el 23 de abril de 1915, en un reconocimiento, en el cual participaba, una vez más, como voluntario; no se encontró nunca su cuerpo. Tengo la impresión de que él mismo había buscado la muerte.

     Pero volvamos a mi entrada en la universidad. Sabía lo que me esperaba, y me hice un sencillo razonamiento: «Tengo fe; sé que la religión es verdadera; por lo tanto quiero conservar la fe. Pero ahora voy a encontrar profesores mucho más inteligentes que yo, que me harán razonamientos a los que no sabré contestar. Por tanto, decido no dar ninguna importancia a lo que digan».
     Y jamás tuve ninguna duda contra la fe. Más tarde, estudiando teología, supe que la fe es una virtud, porque en ella entre una parte de voluntad. No he tenido dificultad en comprender esta doctrina.
     Eso indica que ya me había vuelto muy escéptico sobre el valor de los razonamientos. En casa vivíamos en un ambiente saturado de razonamientos. Mi padre y mis hermanos discutían sobre todo, razonaban sobre todo, y defendían sus ideas con escarnecimiento. Yo era el más pequeño e intervenía poco. Por otra parte, los tres y el resto de la familia estaban de acuerdo en juzgarme bastante menos inteligente que ellos. Pero el espectáculo de esas perpetuas discusiones había arraigado en mí la convicción de que se demuestra lo que se quiere, en cuanto se tiene el espíritu suficientemente ágil...
     No tuve ninguna dificultad en cuanto a la fe, pero no ocurrió lo mismo con las costumbres. Lo que he dicho sobre mi educación explica que al ingresar en la universidad estuviera en el candor más absoluto respecto de las realidades carnales. Mis compañeros cuidaron de disipar rápidamente mi ignorancia.
     Tenía una naturaleza muy inclinada al gozo de vivir: pienso que era susceptible de sufrir la atracción de todas las concupiscencias. Escuchando a mis compañeros jactarse de sus proezas, mi espíritu se inclinaba progresivamente... Se terminó el primer año; empezó el segundo; cada vez me inclinaba más... Todavía no había llegado a los hechos, pero ya estaba en la complacencia del espíritu... En la primera ocasión...
     Entonces fue cuando intervino el Señor.

     Dios elige sus instrumentos como quiere. Aquí fue uno de mis compañeros, protestante.
     Era un holandés, hijo de un pastor protestante, misionero en Bélgica. Era violentamente antipapista y discutíamos a menudo. Me citaba palabras del evangelio, a las cuales yo no sabía qué contestar; luego me decía: «Vosotros, los católicos, ni siquiera sabéis lo que ha dicho Cristo: no sabéis más que lo os cuentan los curas».
     Al fin pensé: «Tiene razón. Es verdad que no conozco el evangelio. Si lo conociera, sin duda encontraría textos para oponer a los suyos».
     Fui entonces a comprar una biblia en francés. El primer librero a quien me dirigí fue el librero de mi padre, un viejo anticlerical de pura raza, que respondió en tono gruñón: «Eso no existe».
     Fui entonces al principal librero católico de Bruselas. Cuando pedí una biblia en francés, el dependiente me miró con aire desconfiado: un muchacho que no tenía veinte años y pretendía leer la biblia en lengua vulgar, era cosa sospechosa. Como insistí, terminó sin embargo por encontrar una; y, días después, descubrí también unos evangelios de bolsillo, en edición barata.
     Leí, pues, el evangelio, y quedé arrebatado.
     No hay otra palabra: arrebatado. Muy difícil me sería decir lo que vi, pero durante varias semanas leí y releí los cuatro evangelios sin parar. Estaba embriagado. Llevaba constantemente encima uno de los evangelios de bolsillo, y en todas partes, en el tranvía, en las salas de espera, en cuanto tenía unos minutos, leía un trozo. No eran las enseñanzas, ni la doctrina, ni los milagros, ni los relatos: era Cristo. Encontraba a Cristo.
     Pienso que se produjo en mí el mismo fenómeno que en los apóstoles: a través de la envoltura carnal, ellos vieron al Salvador, es decir, vieron que ese hombre, que a las mayor parte de los hombres les parecía uno como todos, era el Salvador. Yo le vi en el texto.
     Más tarde me han dicho: «¡Hablas de Cristo como si lo hubieras descubierto!». Y no sospechaban que era eso lo que había ocurrido.

     No tenía más que dieciséis años en ese momento, pero ese episodio marcó mi vida para siempre.
     Más adelante, cuando estuve en Lovaina y tuve amigos católicos, a veces se me ocurrió preguntar a algunos si habían leído los evangelios. «Sí —me contestaban con aire indiferente— en la misa se leen trozos...». Y yo decía: «Pero hay que leerlos seguidos; es completamente diferente». Si lo hacían, les preguntaba: «¿Qué tal?». «Es interesante», me decían con aire tranquilo. Y yo estaba extrañado de no encontrar a nadie a quien le pasara lo que a mí.
     Eso duró unas semanas; tuve períodos de oración intensa; leí algunos libros de lectura espiritual para buscar en ellos una dirección, entre otros, la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales: no estaba muy informado sobre la literatura espiritual. Luego reflexioné. Era en invierno. Me dije: «Todo esto es muy bonito, pero este fervor no durará. Dentro de unos meses, aunque sólo sea porque tendré que trabajar en serio, para preparar los exámenes, el estudio me desecará y, además, quedaré expuesto a la influencia del ambiente. Aflojaré en las costumbres, y luego le tocará el turno a la fe. Por tanto, me tengo que marchar. Voy a pedir a mi padre que me mande a Lovaina».
     Y también me dije: «Pero tengo que tomar una precaución contra mí mismo. Voy a esperar para hablarle: decido ahora que le pediré marcharme, pero no le hablaré de esto hasta después de los exámenes: de ese modo comprobaré la firmeza de mi propósito».
     Con posterioridad he pensado que todo eso no se me había ocurrido solo. Nadie estaba al corriente de lo que pasaba en mí; no tenía más que dieciséis años y ya he hablado de mi inexperiencia ante la vida. Creo en serio que otro hablaba en mí.
     En ese momento, renuncié al sacerdocio. Pensé: «No puedo comprometerme a seguir casto toda la vida. Si me sostengo hasta el matrimonio, ya estará bien; pero es preciso que me case». Es decir, el acto que en realidad decidió mi vocación se resolvió en el único momento de la vida en que no pensaba ya ser sacerdote.

     Todo se desarrolló según lo previsto. Pasaron los meses y mi fervor también. Ya no tenía ganas de marcharme. Estaba contento en la universidad de Bruselas; tenía buenos amigos; me entendía bien con todo el mundo. Por otra parte, no conocía a nadie en Lovaina; no sabía cómo me recibirían. En aquellos tiempos, pasar de una universidad a otra era algo inusitado, e incluso un pequeño escándalo. Pero me dije: «He tomado mi decisión, después de pensarlo bien: tengo que ejecutarla».
     Por otra parte, me parecía muy probable que mi padre rehusara. Ya dije cuál era la tradición liberal de la familia: mi padre era hombre de principios. Además siendo magistrado, en una época en que el gobierno era católico, le debía repugnar especialmente todo lo que pudiera parecer una maniobra para complacer al gobierno.
     Al terminar los exámenes, le pedí continuar mis estudios en Lovaina. Me preguntó por qué quería tal cosa, y le respondí: «Porque sé que si me quedo en Bruselas, acabaré mal».
     Recuerdo mi estado de ánimo al decirle esto; pensaba: «Si rehúsa, en octubre me dejaré caer y él será responsable». Y creo que, en efecto, estaba en la encrucijada de los caminos...
     Concedió inmediatamente su autorización.
     En realidad, él estaba muy mal contra la universidad de Bruselas. Por un lado, había tenido el conflicto con mi hermano mayor. Por otro, en el tiempo en que él era estudiante en la universidad enseñaban el espiritualismo ecléctico, con su vaga doctrina de lo que los católicos llamamos religión natural: por eso estaba irritado contra la enseñanza relativista y materialista de nuestro tiempo. Además, en lo que a mí me concernía, no sospechaba que se tratara de una evolución decisiva en mi vida: le parecía sólo una fantasía de niño.

     En octubre de 1908, me fui, pues, a seguir mis estudios de derecho en la universidad católica de Lovaina, y en seguida encontré allí el ambiente que correspondía a todas mis aspiraciones: sacerdotes que merecieron mi confianza y que me dieron una orientación, amigos en quienes encontré verdaderos cristianos, y familias cristianas. Allí fui feliz con una felicidad inaudita. Mi familia resultó ser Lovaina, el ambiente de la universidad católica.
     Antes de dos meses me di cuenta con claridad cegadora de que mi vida no tenía otro sentido que ser sacerdote. Consagrarme a Dios y ser sacerdote para mí eran una sola cosa.
     Apenas estuve en Lovaina, mi padre se inquietó del efecto que podrían tener sobre mí las influencias clericales. Cuando empecé a comulgar todos los domingos, y luego a ir a misa todos los días, su alarma se avivó. Me puso en guardia contra los sacerdotes que trataban de asediarme, y abandonó sus discursos de elogio a la Iglesia. Por lo demás, el día que no tuvo que ir ya a misa para acompañarnos, dejo de ir él mismo.

     Mi vocación era muy al estilo de la meditación fundamental de los Ejercicios espirituales de san Ignacio, que por lo demás no conocía. Veía que el hombre no tiene otra razón de ser sino servir a Dios, y concluía: hay que hacerse sacerdote.
     Hablando propiamente, no he elegido ser sacerdote por elección entre las diversas vocaciones cristianas. La elección, para mí, estaba entre la virtud y el pecado, entre Dios y el demonio,. Si elegía a Dios, tenía que ser sacerdote; si no me hubiera hecho sacerdote, habría sido del pecado.
     Mi vocación, por tanto, era muy diferente de la que he encontrado más tarde en muchachos y muchachas procedentes de familias cristianas, en quienes la elección se presentaba entre una vida cristiana en el matrimonio y la vocación religiosa: muchachos que en su familia no habían visto más que buenos ejemplos, que esperaban en el matrimonio una hermosa vida cristiana, que habían visto a sus padres realizar esa vida... Me di cuenta muy bien de que existía ese camino, y he dirigido a muchos jóvenes hacia él, pero no era el mío. Para mí, no ha habido más que uno.
     He elegido entre Dios y el pecado; no he elegido entre varias maneras de servir a Dios. Y además debo añadir que, en lo más profundo de mí mismo, yo no he elegido. Es Dios el que ha elegido. ¿Por qué? No lo sé. No hay que razonar ni discutir la voluntad divina... Humanamente, desde el punto de vista de mis tendencias naturales, todos los bienes de la carne y del mundo, los que corresponden a la triple concupiscencia, me parecían atrayentes. Tenía todo lo necesario para ser un gran gozador y un gran ambicioso, pero me veía llevado por una fuerza a la que no podía resistir. Mi caso se parece al que Jesús anunció a san Pedro al decirle: «Un día, otro te llevará a donde tú no quieras...».

     Pasaron los años; terminé los estudios a mis veinte años; era abogado. Luego, al cumplir los veintiún años, anuncié a mi padre mi entrada en el seminario. Hubo una gran batalla, como era natural.
     Mi padre me explicó que yo no tenía vocación, que me había dejado enredar por los curas que había encontrado en Lovaina; que éstos habían visto en mí un brillante recluta y habían halagado mi vanidad para atraerme; que, como yo era ingenuo y engreído de mí mismo, no me había dado cuenta de sus astucias y había creído en sus cumplidos. «Pero yo —me dijo— te conozco mejor que nadie porque te he visto nacer. Sé que si te haces sacerdote, eso será tu desgracia; pero, como eres muy orgulloso, cuando veas que te has equivocado, no querrás confesarlo y seguirás...».
     Finalmente se entablaron negociaciones. Uno de mis tíos, que era católico, y a quien quería mucho, sirvió de intermediario... Por cierto, éste fue un fenómeno curioso: antes de que fuera a Lovaina, tenía la impresión de que no había católicos a mi alrededor. Pero en cuanto estuve en ambiente católico y profesé públicamente mi religión, me di cuenta de que había católicos por todas partes, incluso entre mis compañeros de universidad en Bruselas, y cuando estuve allí no les había descubierto... Una hermana de mi padre se había casado con un católico muy activo, que era además mi padrino. Le quería mucho, pero nos e me ocurrió nunca hablarle de nada. .. Pasa con frecuencia que los jóvenes nunca hablan de su vida íntima en familia. Por lo demás, muy pocas son las personas mayores, sobre todo entre los hombres, dispuestas a escuchar.
     Esta vez fue mi padre quien pidió a mi tío que interviniera. Al fin, consentí en esperar un año, a condición de que mi padre dejase de oponerse después de esa demora. El acuerdo quedó concluido, y yo entré en el seminario en octubre de 1913. Tenía veintidós años.
     Apenas entré, se produjo en mí tal desbordamiento de gozo, de paz, de felicidad que no pudo dejar de sorprender a los que me habían conocido. Mi padre mismo tuvo que darse cuenta y se reconcilió con mi vocación. Desde ese día, me entendí bien con él y ya no tuvimos choques.
     El pobre hombre era sincero cuando me aseguraba que yo no tenía vocación. Quería realmente mi bien, pero no había sabido nada de lo que pasaba en mí, y era incapaz de comprenderlo. Dios, para él, no era más que una abstracción, un resultado de razonamiento y un tema de discurso.
     En lo sucesivo siguió sin entender, aunque muy orgulloso de las señales de estimación que yo pudiera recibir. Pero, a pesar de todo, notó en mi vocación algo grande, cuya naturaleza se le escapaba, pero que, sin embargo, le imponía respeto... Hubiera sido inútil tratar de explicárselo.

     Para terminar, me queda decir por qué me hice sacerdote diocesano más bien que religioso.
     No es porque las exigencias de la renuncia sean menores. Siempre he lamentado que el sacerdote diocesano no esté obligado a una entrega más absoluta. Sin duda, muchas razones han militado a favor de mi elección; pero la que me ha parecido más decisiva ha sido que, en mi infancia, constantemente había oído decir que los curas de parroquia —no se conocían otros— eran campesinos, en el mal sentido de la palabra: paletos. Los jóvenes de buena familia que deseaban consagrarse a Dios, entraban en los jesuitas o en los benedictinos. Pensé entonces que si los jóvenes de mi clase eran raros en el clero diocesano, allí rendiría más servicio. Y como me hacía sacerdote para servir a Dios... El razonamiento me pareció perentorio.
     Más tarde tuve amigos que, como yo, tenían vocación religiosa. Les expuse mi razonamiento; me oyeron, sin discutir, y luego uno se hizo benedictino, otro dominico... Me quedé muy sorprendido de que el razonamiento que me parecía decisivo no hubiera hecho impresión en ellos... No sabía todavía que en la casa del Padre hay muchas moradas.
     No obstante, más tarde, cuando conocí de cerca a los jesuitas, encontré en el espíritu de san Ignacio tal concordancia con mis aspiraciones espontáneas, que ciertamente me habría hecho jesuita si les hubiera conocido a los dieciocho años. Pero al mismo tiempo me parece que la Providencia no lo ha querido, pues el azar ha hecho que no conociera un jesuita, de cerca, hasta después de mis treinta años, cuando mi vida mi vida estaba hecha.
     Humanamente hablando, esto era también extraño, porque los jesuitas se ocupaban mucho de los estudiantes en Lovaina. Pero al llegar a Lovaina había encontrado casualmente a un padre benedictino que ejerció sobre mí gran influencia; después frecuenté muchos los benedictinos de los cuales he recibido mucho, sin desear jamás entrar en su Orden, por no estar de acuerdo mi temperamento activo con la concepción de la vida benedictina... Y los jesuitas pasaron a mi lado, y yo pasé al lado de los jesuitas, sin que se estableciese contacto.
     Así me he encontrado siendo una especie de «jesuita de fuera».

     ¿Se puede sacar alguna conclusión de toda esta historia? No lo sé. Dios ha hecho su obra y está bien.

Jacques Leclercq

 
Dibujos: José María de la Torre
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Habiendo tenido algo de tiempo la semana pasada, lo aproveché para redactar lo que me había pedido sobre mi vocación. Ha salido un texto extenso. Como mi vocación ha sido bastante peculiar, para explicarla he tenido que hablar de una serie de cosas que se refieren sólo indirectamente a la vocación, pero que influyeron en ella y le dieron su carácter propio. Una larga historia. Dudé antes de ponerme a escribir. Se trata de lo más íntimo de mi vida, de cosas que nunca había contado a nadie. Mi vocación es tan peculiar que no me he encontrado con otro caso parecido. Con lo que me pregunto si interesará a los jóvenes, si no se encuentran en una situación parecida. Pero, por otra parte, ¿tengo derecho a silenciar la obra de Dios, si se me pide mi testimonio? En realidad, sólo muy accesoriamente se trata de mí. Él habría podido igualmente escoger a otro. Después de haberlo escrito, sigo dudando todavía. He narrado los acontecimientos como pasaron. Para mí, es algo profundamente conmovedor. ¿Pero lo será para otros? Lo dejo en sus manos. Me pidió también que escribiese con cordialidad, sencillez y humildad. No sé si lo he logrado. He narrado los acontecimientos como sucedieron, y he hablado como pensaba, como he podido, en resumidas cuentas. Usted verá su puede hacer bien a los jóvenes que se plantean el problema de la vocación.- Jacques Leclercq