Aunque es de noche

 

Le preguntaron para qué sirven los sacerdotes. Dijo que cada día lo sabía menos. Creyeron que bromeaba. Pero lo había dicho en serio. Añadió: «Cuando me presente ante la faz de Dios le diré: 'Señor, este pecador se esforzó en rezar y enseñar a rezar el Padrenuestro'».
Me acaba de enviar estas páginas: enseñan a rezar y ayudan a entender mejor para qué sirven los sacerdotes.

J.S.V.

     Al ir al servicio militar, no sabía que iba a encontrar una imagen de Cristo que sería mi compañero de por vida.
     La tarde de aquel domingo, el postigo de la vieja ciudadela se abrió para dar suelta a los jóvenes reclutas... La carretera subía insensiblemente hacia la aldea que se divisaba a lo lejos: La Llagonne, a unos kilómetros de Font-Romeu, de Bourg-Madame, de Puigcerdà... Las casas, techadas con pizarra, se apiñan unas contra otras, hacia la iglesia situada en lo alto de la peña. En aquel tiempo, diciembre de 1948, la puerta permanecía siempre abierta.
      Estaba entonces colocado en el coro, a la izquierda. Con los ojos muy abiertos. Intensamente presente. Una estatua viviente. Supe, más tarde, que era una de las «majestades» que se puede contemplar en la Cerdaña francesa y catalana. Si cambiaba de sitio, hasta mirarle de perfil, del lado izquierdo, del derecho, su rostro se hacía grave, interrogador, apacible, casi sonriente...
      Volví muchas veces a su lado, con mi uniforme de paracaidista. Su silencio penetraba en mí. Mi única oración: acoger sus rostros y su paz.
     Cuántas veces, desde entonces, he abierto la pesada puerta de la iglesia. Es mi peregrinación. Y cada día, esté donde esté, lo reencuentro en mí, cuando trato de reemprender el camino de «subida» de la oración con Jesús.

I

     Desde hace quince días, de nuevo está solo, en el silencio. Pronto, el otoño despertará la música de los vientos, que algunas noches de invierno se encarnizan con la tormenta de nieve. Hasta desgarrar las piedras más salientes de la vieja iglesia, situada en la cresta rocosa que domina los techos de pizarra de la aldea. Entre el decorado de las montañas.
Continuará mirando en la sombra.
     Lo descubrí hace treinta años. Desde entonces, cada año vuelvo a verle. Estos últimos meses he subido el repecho tres veces porque tenía absoluta necesidad de encontrarme bajo su mirada. Me esperaba en la oscuridad.
Cuando hube encendido los focos, quedé sorprendido una vez más de la variedad de expresiones en su rostro: de frente, muy sereno; del lado derecho parece esbozar una sonrisa; del izquierdo, el perfil se hace interrogador y grave. Estando junto a él, cambiando de sitio, se le ve con vida. Y aquel rostro emana paz, compasión, lucidez ardiente, pregunta callada... Está en la cruz.
     En su silencio, desde hace ocho, desde hace veinte siglos, carga con todos los horrores, todos los ardores, todas las grandezas del mundo. Pasión de ternura y desamparo. Soledad de un cristo de madera en la nave lateral de una iglesia solitaria. Soledad de Jesús en la historia de los hombres.

     Pasan los visitantes, con mirada rápida. Se suceden las generaciones, haciéndose una idea de Jesús. ¿Quién se dejará turbar y confortar por sus mil rostros, todos divinamente humanos? Imagen viva, icono viviente de Dios.
     Este cristo románico del siglo XII deja a veces la aldea, envuelto en cuidados y atenciones, para tomar parte en alguna lejana exposición. Pero es allí, entre el Capcir y la Cerdaña, donde hay que profundizar en su misterio.
     Me ha enseñado a Jesús, tanto como los libros y tanto como los hombres. Si fuera preciso, viajaría de noche, atravesaría toda Francia para ir a sentarme junto a él. Acogería allí, de nuevo, el rostro humano de Dios, el camino de la cruz, la fe en todas las resurrecciones.

II

     En tres días he ido a verle dos veces. El cristo de la pequeña iglesia de montaña, al que cada año visito. El sábado por la tarde, antes y después de misa, había gente y ruido. Hoy, lunes, he vuelto a La Llagonne a pie. Para que la ruta, el viento, las crestas me prepararan.
Después de haber pedido las llaves a la mujer del alcalde, subí y me senté junto a la puerta, en el poyo de granito. Me sentía... intimidado. Después di la vuelta a las dos llaves y entré. Me senté al fondo de la iglesia: todavía no estaba a punto.
     Me acerqué hacia él sin encender los focos... Durante largo rato, no vi más que la forma oscura de la cruz, más negra que la sombra difusa del nicho. Me senté. Vi pronto las manos y los pies descalzos, el cordón claro del cinturón que se anuda y cae en dos bandas ante la ropa imperial, la cabeza que surge de la madera.
A intervalos, alegraba mis ojos, mirando hacia el gran retablo dorado del altar mayor que me encanta y me llena de infancia. Dos ventanas lo iluminan por la derecha: hacen que se aprecie el espesor de los muros y se ve temblar el follaje de los fresnos afuera.
     Finalmente, el rostro se dejó adivinar, la barba de dos puntas, las mejillas, los ojos... ¿Hay que aguardar largo tiempo en la sombra, desear, buscar en sí mismo, para que él venga lentamente?
¿Podía encender ya los dos focos? ¿no lo iluminaría demasiado? ¿no lo alejaría de mí, no perdería con la luz su identidad misteriosa, no lo reduciría sólo a lo que se ve?
     El sol en la ventana hacía que los dorados cantaran. ¿Para quién, cuando no hay nadie?... El, ahora, abría ampliamente sus brazos. En la ventana, a través de las ramas de los fresnos, a través de las nubes que pasaban, el sol se debilitaba a veces. Pasado un instante, de nuevo la luz crecía. Llegaba, indirecta, hasta la nave lateral donde la sombra se espesaba o se aligeraba...
     Lo veía bien ahora, rostro ofrecido en la dulzura y la paz. Las ventanas palidecían ya. Como las luces que se apagan o se despiertan, en los días de nuestras vidas. Como Jesús que parece alejarse o acercarse, mientras pasan los años o los siglos.
     Me acerqué junto a él. Tenía mucha más vida que a la luz de los focos. La luz crecía y decrecía en la ventana del coro: el rostro vivía en al sombra movediza. ¿Es preciso que Jesús esté en la penumbra cambiante para que cobre vida? Un rey de noche...
     ¿Por qué lo colocaron en esa nave lateral y en ese nicho, en un tiempo en que no se conocía la luz eléctrica? Quizá para preservar su misterio, para que el ojo le ayude a existir, para que el que pasa, por pobre que sea, le dé vida. Para que se anime con la luz de la lámpara que siempre se mueve: la llama va del azul en torno a la mecha negra hasta la punta color naranja...
     Antes de marchar, «encendí» toda la iglesia para regalarme con la fiesta dorada. Hice una «celebración». Bajo el cielo gris, reemprendí el camino cantando una misa «muy solemne» compuesta con lo mejor de mi repertorio gregoriano. Gaudens gaudebo: en mi alegría, me alegraré.

III

     Anteayer reencontré una manera de rezar que desde hacía tiempo había olvidado. ¿La busqué para encontrarla? En realidad esta oración ha aparecido en mi cara, y me di cuenta después. Es muy sencilla. Consiste en sonreír a Dios, sin más. Mejor hacerlo cuando uno está a solas, para no inquietar a los transeúntes.
     Descubrí esta oración pobre, hace unos diez años, en tiempos de desierto cuando el silencio me aplastaba. No sabía hacer más que intentar esbozar una sonrisa sin palabra alguna. Por la mañana, al asearme, comprobaba la sonrisa en el espejo. A veces tenía que ayudarla con la mirada, para descrisparla, suavizarla y ofrecerla. A veces era una oración de desamparo.
     Anteayer, cuando su retorno a mi rostro me sorprendió, mi «sonrisa a Dios» no tenía ninguna rigidez. Estaba contemplando en la penumbra de una iglesia un cristo del siglo XII que es mi amigo desde hace más de treinta años.

IV

     Esta tarde, el viento merodeaba y gruñía en torno a la iglesia, sobre el pico que domina los tejados del pueblo. Luego se puso a bramar y a veces el bramido se transformaba en nota aguda, como un quejido. Cuando se elevaba todavía más, hasta el silbido, y se prolongaba larga y constantemente, parecía como si una protesta dolorosa pusiera por testigo las murallas nueve veces seculares y quisiera incluso acusarlas.

     Cuántas veces los vientos lejanos han trenzado sus tormentas alrededor de esta vieja iglesia, durante días y noches. Antes incluso de que los hombres vinieran un día a construir unas chozas en la ladera meridional, el viento rompía contra las aristas rocosas. ¿Era un lugar de inquietud?
     El fragor de las voces graves del viento está también en mí. Fatiga de las últimas semanas, fragmentación de mí mismo en el agotamiento, preocupaciones que no he sabido domeñar en la oración. Me encuentro agobiado, dividido, ruidoso por dentro, pese al silencio de la iglesia más fuerte que el viento que acosa.
     Hay que esperar. Las formas, la penumbra, las piedras apaciguarán quizá mi tumulto. Hay que esperar... Dentro de algunos minutos, dentro de algunas horas, veré cómo la espera se muda en acogida. Me parece que mi inquietud está ya fuera, en los ardores insistentes del viento. La iglesia me envuelve, me ensancha, me purifica. Me pierdo en ella y me encuentro.
     ¿Quién puede abandonarse durante un instante a los bajeles de piedra anclados en nuestros pueblos? Entristece ver las iglesias cerradas. Imposible evitar esta precaución ante los frecuentes robos. Y cuando la iglesia está abierta, los visitantes lo único que hacen es «echar una ojeada» y salir. ¿Se sabe todavía esperar que la ternura de las líneas, de las sombras y de la luz reconcilie y acoja?
     Antiguamente, en la gran purificación de las peregrinaciones, la marcha se detenía largamente en los santuarios donde acontecían transformaciones decisivas. Habían sido precisos el camino y la pausa prolongada bajo las bóvedas benévolas.
     En la penumbra miro al cristo del siglo XII. No muestra dolor. Sus grandes ojos están muy abiertos. La mirada parece animada, joven, viva, resucitada. La paz se abre paso en mí.

V

     Estaba impaciente por subir el repecho pedregoso. El marco de las cimas parecía ligero bajo el sol. Después de abrir la pesada puerta de la iglesia de La Llagonne, no he dado los interruptores.
     Me he acercado a él en la sombra. Hasta que mi rostro ha estado cerca del suyo. Sólo veía su ojo izquierdo, brillante, como si llorara esperándome, viéndome llegar. El oro del retablo y de las imágenes era suave. Me sentía a gusto al encontrar las líneas maternas del pequeño bajel. Pensaba en la otra iglesia, allá abajo, entre las colinas cerca de Villeneuve-sur-Lot, a la que quiero también porque el lunes celebramos allí el adiós a Regine. Sentía aprehensión de ir al entierro. Durante el viaje, a plena luz, había intentado cantar dentro del coche: «In te, Domine, speravi... En ti, Señor, he esperado...». Trataba de variar la melodía y de encaminarla hacia la paz, pero con frecuencia se me ahogaba la voz. Regine...
     El viento gime alrededor de la iglesia de La Llagonne. Pero la paz de la vieja casa de piedra es compacta. Se diría que quiere rodear y consolar al cristo cuyo rostro adolescente contempla desde hace ocho siglos la existencia patética de los hombres.

VI

     Cuando visito al cristo, voy a buscar la llave de la iglesia al Hotel del Comercio. Al borde del mostrador, al lado de la caja registradora, veo una florecilla roja en un vaso. Digo a la dueña: «Está bien aquí...». Y la señora comenta: «La he encontrado en el suelo, fuera, esta mañana. Y la he puesto aquí». Repito: «Está bien en el vaso...». La señora añade sonriendo: «Está bebiendo». Y de repente la vida recobra sentido y belleza modesta, por la flor en el vaso, sobre el mostrador.
      El cristo de La Llagonne... es de madera, casi humano, a medio camino entre la piedra y la carne animada. Cuando el escultor la tomó en sus manos, hacía años ya que había estado secándose y que la vida de la savia y de las fibras se había adormecido. Pero pronto las formas iban a resucitar al árbol muerto y darle una existencia superior.
No consta en archivo alguno en qué ladera había crecido durante muchas primaveras, durante lentos lustros, hace diez siglos. Ni en qué se convirtieron sus vecinos —tablones, mesas, camas—, para arder luego tras haber compartido durante tiempo la vida de los hombres.
     El mira, como niño sorprendido ante un espectáculo inesperado. La cruz parece estar allí para brindarle la oportunidad de abrir sus amplios brazos que inician una acogida gozosa, mientras sus pies, como puntas de bailarina, podrían empezar una pirueta. Cristo, derviche ligero, maestro de farándula, secreto alborozado... tú te ríes de todas nuestras pequeñeces. Llama ardiente, adentrada en nuestra humanidad.

VII

     Casi cada día voy a sentarme junto al cristo en la penumbra. Sin verle siquiera, sin mirarle incluso. Y surge la paz.
     El año pasado lo contemplaba desde ángulos y desde perspectivas múltiples hasta agotar mi atención. Ahora, me basta con estar sentado junto a él y saberle aquí, en la penumbra. Así evoluciona el amor hacia la pura presencia.



Ultima confidencia

     Casi cada noche la reencuentro. Si emerjo un instante del sueño, la encuentro en mí, casi jadeante a veces, pero siempre viva. Es una oración simplicísima que descubrí hace ya más de cincuenta años.
     La víspera, el médico me había ordenado guardar cama durante seis meses. Era una mañana de invierno inmóvil. En el silencio que rodeaba nuestra vieja casa, me puse a leer «El peregrino ruso».
     El peregrino era un labrador. Un domingo, oyó al pope en la predicación citar la frase de san Pablo: «Orad sin cesar». Después de la misa, fue a preguntarle qué había que hacer para conseguir orar ininterrumpidamente. El pope no lo sabía, y ni siquiera el alcance de lo que había dicho.
     Entonces el labrador se puso a caminar a través de la estepa y los bosques, de iglesia en ermita. En todas partes formulaba la misma pregunta pero nadie sabía la respuesta.
     Siguió su ferviente peregrinación... hasta el día en que un santo varón, en lo profundo del bosque, tras haber probado largamente la seriedad de su deseo, le confió el secreto.
     Había que rezar desde lo hondo del propio ser, con la misma respiración que da vida a cada instante. Empleando palabras griegas del evangelio, había que decir al inspirar: «Jesucristo, hijo de Dios, salvador nuestro», y al espirar: «Ten piedad de nosotros pecadores».
     En la inmensa paz de enero, empecé a respirar la oración de Jesús. Me esforcé durante los dos primeros días con una atención serena. Luego, comprobé con gozosa sorpresa que respiración e invocación permanecían trenzadas la una a la otra. Durante los seis meses de descanso, pude «orar sin cesar», yo también, según la invitación de san Pablo.
     Cuando subí al tren camino de París para los exámenes de fin de curso, rezaba sin cesar y Jesús se me había convertido en compañero del día y de la noche. En el instante más imprevisto, lo encontraba en mi garganta. Ritmaba mi vida frágil.
     Después, a lo largo de una existencia cada vez más «ocupada», he continuado respirando. Sin saberlo. A veces, incluso en el metro, la oración de Jesús resurgía en mí. Pero sobre todo de noche, si me desvelo, está allí, como una lámpara de icono tan apaciguadora que no tardo en partir de nuevo hacia el viaje inconsciente.
     En realidad, me tomé cierta libertad, imitando a un sacerdote que fue durante mucho tiempo mi «padre espiritual». Las dos vertientes de la fórmula eran demasiado largas para mi respiración de noche. Me parecía también que aquella llamada obsesiva a la piedad de Jesús requería equilibrarse con otro matiz de la oración. Desde hace años, me he hecho dos invocaciones breves. Con la inspiración, digo: «Jesús...» y con la expiración: «Piedad». O con más frecuencia: «Jesús... Gracias». Según el color de mi alma, multiplico la imploración o la acción de gracias.
     Así es como mi oración se ha «reducido» y simplificado. Quizá tendría que hacerlo de otra manera, no sé...

     Cuando participo en la celebración de la eucaristía, entonces todas las voces de la oración vibran y se elevan, polifónicas. Me dejo arrastrar, a veces distraído, a veces maravillado. Y cuando me encuentro solo, como el labrador ruso, vuelvo a mi monólogo simple delante de Jesús.
     ¿Mi oración?, una respiración... «Jesús, piedad». «Jesús, gracias».

Texto: Gérard Bessière - Ilustraciones: José María de la Torre
363
364