...Poco después, don Camilo fue a cerrar la puerta y a saludar al Cristo del altar mayor.
—Jesús, dijo, ¡a esta gente no hay quién la entienda!
—Yo sí, dijo con una sonrisa el Cristo crucificado.
 
 

Con la ilusionada esperanza...

 
En «El breviario de don Camilo» hay páginas maravillosas dedicadas a la gran figura sacerdotal del protagonista.
Esta pequeña antología quiere ser un homenaje a tantos sacerdotes rurales que calladamente hacen el bien y lo hacen bien. Con la ilusionada esperanza de que más de un joven inteligente, aunque oficialmente no se llame Camilo, quiera ser como él o como el buen cura de su pueblo.

J.S.V.

     
     
     Es bien sabido que a don Camilo le había dado Dios dos manos como palas de grandes. Y también se sabe que a veces hacía un uso poco correcto de esas manos grandes como palas.
      Pero esas manotas cogían también con regularidad el breviario cuyas horas los sacerdotes han de recitar no sólo en bien de su alma, sino en beneficio de todo el pueblo de Dios, incluso de los más cascarrabias.
      Sí, porque don Camilo, si exceptuamos alguna salida de tono, era un cura como hay que ser. Para algunos, puede que un «cura de los de antes». Pero no hay que echar mano de clasificaciones como ésta. Un cura, si lo es de verdad, no lo es ni de antes ni de después, ni como lo pide la moda del momento. Es cura y nada más. Una sola partitura, aunque con infinitas posibilidades de variantes y de improvisaciones.
      Además, para don Camilo la obediencia era una virtud, y por tanto las practicaba aunque no le era nada fácil y tenía que aguantar tragos bien amargos: Y también practicaba la humildad. Y cuando hacía alguna tontería –lo que era muy frecuente–, tenía el buen gusto de reconocerlo y de pedir perdón sinceramente.
      Don Camilo acostumbraba a hacer su examen de conciencia ante el crucifijo. Y esos encuentros no eran nada fáciles. Al contrario, eran un asunto comprometedor, extremadamente serio, donde se jugaba la piel, bueno la pielaza.
      Por otra parte, en cuestiones de moral don Camilo era irreprensible. Hasta sus peores adversarios sabían muy bien que en ese tema no tenían nada que hacer y nunca se atrevieron a rozarlo ni con vagas sospechas ni con sucias insinuaciones. Su celibato sacerdotal no tenía fisuras, y sobre este asunto todos tenían el pico cerrado.
      Todavía más: don Camilo no se había servido de sus manos como palas para acumular dinero. Era pobre, y aunque sin llegar a asceta, llevaba una vida más bien austera, y en su menú había con frecuencia cortezas de queso. Sabía adaptarse a las situaciones más peliagudas, como cuando le exiliaron, como castigo, a un pequeño pueblo de montaña.
      Aún queda por decir que el estilo de don Camilo no era precisamente el que podemos encontrar en los manuales de práctica pastoral que se manejan en los seminarios. Su trato con la gente tenía una impronta personalísima, irrepetible, imposible de imitar. Algunas salidas no eran del todo reglamentarias. Pero había que ser muy comprensivos con sus excesos porque todas sus actitudes rebosaban una clara pasión por su ministerio y una preocupación constante por las almas de las que se sentía responsable. Gritaba, se agitaba, a veces daba duro —y no sólo metafóricamente desde el púlpito—, pero sólo porque amaba.


¿Para qué seguir hablando?

     —Jesús, dijo don Camilo al Cristo crucificado del altar mayor, ¿para qué seguir hablando si nadie me escucha?
     Don Camilo estaba lleno de amargura, y el Cristo le susurró palabras de consuelo:
     —No, don Camilo: no es cierto que nadie te escuche. Cuando hablas desde el altar o desde el púlpito, todos prestan atención a tus palabras. Muchos no entienden nada, pero da igual: lo importante es que la palabra de Dios se deposite en su cerebro. Luego, un día, de repente, al mes, al año o a los diez años, el que ha escuchado la palabra de Dios, aunque no la haya entendido, volverá a sentir resonar esa palabra en sus oídos, y ya no será una simple palabra sino un aviso. Será la solución de un problema angustioso, será un rayo de luz en las tinieblas, un sorbo de agua fresca en la sed. Lo que importa es que escuchen la palabra de Dios, porque el que la ha escuchado sin entenderla, llegará el día en que se dará cuenta de que esa palabra es ya para él una idea, un concepto.
     Habla sin cansarte, don Camilo; mete en tus palabras toda tu fe, toda tu desesperada voluntad de bien. Esparce con tu mano generosa esa semilla que un día fructificará incluso en la tierra más árida. Donde hay un cerebro, hay siempre posibilidad de razonar.
     Habla y confórmate con que todos te escuchen.


Contáis las cosas a Dios

     Se sentó en el cabezal del lecho del viejo Tirelli; el moribundo se había traspuesto, pero al sentir el bisbiseo de don Camilo, abrió los ojos.
     —Estoy aquí para no quedar mal con usted, explicó con un hilillo de voz.
     —¡Eso es una barbaridad y está usted quedando mal con Dios!, respondió don Camilo.
     Los sacerdotes no son tenderos, son ministros de Dios. Cuando alguien se confiesa, lo importante es la confesión en sí. Por eso el sacerdote está detrás de la rejilla que no deja ver su rostro.
     Cuando os confesáis, no le contáis vuestras cosas a este o a ese sacerdote: se las contáis a Dios.

Oración de emergencia

     —Jesús, piensa tú por mí: ¡yo ya no puedo!


La penitencia

     Peppone vació el saco.
     Visto en su conjunto no era gran cose y don Camilo lo liquidó con una veintena entre padrenuestros y avemarías A continuación, mientras Peppone si arrodillaba en el lado de la epístola para rezar la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse ante el crucifijo.
     —Jesús, dijo, perdóname, pero habría que machacarlo.
     —Ni lo sueñes, respondió Jesús. Le he perdonado, y tú también debes perdonarle. En el fondo es un buen hombre
     —Jesús, no te fíes de los rojos, que como puedan te la dan. Mírale bien, ¿no ves la cara de Barrabás que tiene?
     —Una cara como las demás. Don Camilo, tienes veneno en el corazón.
     —Jesús, si te he servido, hazme un favor: permíteme al menos que le dé con aquel candelabro en los riñones. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
     —No, respondió Jesús. Tus manos son para bendecir, no para dar golpes.
     Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la cancela. Se volvió hacia el altar para santiguarse una vez más, y fue a ponerse detrás de Peppone que de rodillas estaba absorto en sus rezos.
     —Está bien, susurró don Camilo juntando las manos, y mirando a Jesús. ¡Las manos son para bendecir, pero los pies no!
     —Sí, eso es cierto, dijo Jesús desde lo alto del altar. Pero, por favor, don Camilo: uno solo.
     El puntapié saltó como un rayo. Peppone lo encajó sin pestañear, y luego se levantó y suspiró como si se hubiera quitado un peso de encima:
     —Hace diez minutos que lo esperaba, dijo. Ahora me siento mejor.
     —Y yo, exclamó don Camilo, que ahora tenía un corazón limpio y despejado como el cielo sereno.
     Jesús no dijo nada. Pero se veía que él también estaba contento.


Víboras venenosas y hombres

     —Jesús, dijo al Cristo, aquí lo único que hay que hacer es dar con ellos y colgarlos.
     —Don Camilo, respondió el Cristo, dime: Si te duele la cabeza, ¿acaso te la cortas para quitarte el dolor?
     —Pero a las víboras venenosas se las aplasta, gritó don Camilo.
     —Cuando mi Padre creó el mundo, hizo una precisa distinción entre hombres y animales. Lo que significa que todos los que pertenecen a la clase de los hombres, hagan lo que hagan siguen siendo hombres, y por eso se les trata como hombres.
     Si no fuera así, ¿no hubiera sido mucho más fácil acabar con ellos en vez de bajar a la tierra para redimirlos dejándome colgar en la cruz?

 Una humildísima barquita

     De vez en cuando don Camilo se escapaba a la iglesia a echar una parrafada con el Cristo del altar mayor. Y una tarde le contó toda su angustia.
     —Jesús, dijo don Camilo, si estoy triste no es por falta de fe. Lo que pasa e que no soy capaz de olvidar que aquí abajo no puedo hacer muchas cosas que podría y debería hacer. Jesús: aquí me siento como un trasatlántico metido en un estanque.
     —Don Camilo, donde hay agua es posible que alguien se ahogue. Y si alguien corre el peligro de ahogarse es necesario que haya un vigilante. Si un hermano que vive a cien millas de aquí necesita urgentemente una medicina que tú tienes y s tú, para llevarle esa medicina que pesa un gramo, tienes a tu disposición sólo un camión que puede cargar quinientos quintales, ¿acaso te duele tener que usar es medio desproporcionado o das gracias Dios por permitirte utilizar ese medio? Y además, don Camilo, ¿estás seguro de ser un trasatlántico aprisionado entre las olas de un pequeño lago alpino? ¿o se trata de un pecado tuyo de presunción? ¿es que acaso eres una de esas innumerables pequeñas barcas que, por haber navegado en un mar grande tempestuoso y haber salido indemne de las olas con la ayuda de Dios, se cree ahora un trasatlántico y desprecia la poca agua de un lago de los Alpes?
     Don Camilo inclinó humildemente su cabeza y suspiró:
     —Jesús, soy una humildísima barquita que echa de menos el mar tempestuoso. Mi pecado está ahí: en echarlo de menos.


Del diluvio a unas gotas de agua

     Cuando llegó a la iglesia, se desfogó con el Cristo del altar mayor.
     —A esta gente habría que darle una lección, dijo don Camilo. Mándale un ciclón que se lleve todo por los aires. Es un mundo maldito lleno de odio, de ignorancia y de maldad. ¡Un diluvio universal vendría de perilla! Todos reventaríamos, y así se haría el recuento final y cada uno se presentaría ante el tribunal divino y recibiría el premio o el castigo que se merece.
     El Cristo sonrió.
     —Don Camilo, para eso no hace falta ningún diluvio universal. Cada uno morirá cuando le llegue el turno y se presentará ante el tribunal de Dios para recibir su premio o su castigo. ¿No es exactamente lo mismo, pero sin cataclismos?
     —Sí, tienes razón, reconoció don Camilo, que ya se había tranquilizado.
     Pero luego, como no le caía muy bien renunciar del todo a la idea del diluvio, trató de salvar lo que pudiera.
     —Si al menos hicieras que lloviera algo... El campo está seco y los pantanos de las centrales están vacíos.
     —Lloverá, lloverá, don Camilo, le aseguró el Cristo.


Alguien que sufre y ríe con ellos

     —Soy un pobre cura rural que conoce a sus feligreses uno a uno, que los quiere, que sabe sus penas y alegrías, que sufre con ellos y ríe también con ellos.

Depende del abogado defensor

     Don Camilo alzó sus ojos al cielo.
     —Señor, dijo, ¿podrás perdonar a esta desgraciada cuando se presente anta el tribunal de Dios?
     —Es pronto para decirlo, don Camilo, respondió la voz lejana del Cristo. Todo dependerá de cómo su abogado plantee la defensa. Era una voz lejana que sólo don Camilo podía oír.


Salvar la semilla

     Don Camilo desanimado abrió los brazos ante el crucifijo.
     —Don Camilo, ¿por qué tanto pesimismo? ¿es que mi sacrificio no ha servido para nada? ¿es que mi misión entre los hombres ha fracasado porque la maldad de los hombres es más fuerte que la bondad de Dios?
     —No, Señor, únicamente quería decir que hoy la gente sólo cree en lo que ve y toca. Pero hay cosas esenciales que no se ven ni se tocan: el amor, la bondad, la piedad, la honradez, el pudor, la esperanza. Y la fe. Cosas sin las que no se puede vivir. Esta es la autodestrucción a que me refería. Creo que el hombre está destrozando todo su patrimonio espiritual.
     La única riqueza digna de este nombre que había ido acumulando a lo largo de los siglos. Un día no muy lejano volverá a ser como el hombre de las cavernas. Las cavernas serán altos rascacielos llenos de máquinas maravillosas, pero el espíritu del hombre será el de las cavernas. Señor, la gente tiene un miedo horrible a esas armas terroríficas que desintegran hombres y cosas. Pero yo creo que sólo ellas le podrán devolver al hombre su riqueza. Porque acabarán con todo, y entonces el hombre, liberado de la esclavitud de los bienes terrenos, volverá a buscar a Dios. Y lo encontrará, y reconstruirá ese patrimonio espiritual que hoy está a punto de destruir. Señor, si esto es lo que va a suceder, ¿qué podemos hacer nosotros?
     El Cristo sonrió:
     —Pues lo mismo que hace el campesino cuando el río salta por encima de los diques y anega los campos: ¡Salvar la semilla! Pues cuando el río vuelva a su cauce, la tierra aparecerá de nuevo y el sol la enjugará. Si el campesino ha logrado salvar la semilla, podrá volverla a esparcir en esa tierra que por el limo del río es ahora más fértil, y la semilla dará fruto, y las espigas tiesas y doradas darán a los hombres pan, vida y esperanza. Hay que salvar la semilla, es decir, la fe. Don Camilo, a quien todavía tiene fe hay que ayudarle a que la conserve intacta.
     El desierto espiritual avanza sin parar; día tras día hay más almas que se secan porque ya no tienen fe.
     Cada instante que pasa, hombres cargados de palabras pero vacíos de fe, destruyen el patrimonio espiritual y la fe de los demás. Hombres de toda raza, de toda procedencia social, de toda cultura.


Una fe capaz de poner en marcha un tractor porfiado

     Una tarde estaba don Camilo hojeando un libro en la casa parroquial, cuando se presentó Peppone.
     —Reverendo, dijo Peppone, no se trata de política. De lo que se trata es de la tierra que hay que arar, de la tierra que hay que sanear, del pan para la gente que tiene hambre.
     —¿Qué es lo que te pasa?, preguntó con calma don Camilo.
     —Pues nada, que no sé qué tiene ese tractor en su panza. ¡No hay quien lo haga arrancar! Si lo arreglo por la derecha, se me estropicia por la izquierda. Y si lo arreglo por abajo, se jode por arriba.
     —Esto es una casa parroquial, no un taller mecánico, explicó don Camilo.
     —Ahí fuera tengo la moto, continuó Peppone, y es sólo cuestión de un minuto. ¡Venga a bendecir ese cacharro de tractor, porque debe tener en su panza todas las maldiciones del mundo!
     Don Camilo sacudió la cabeza:
     —Por un tractor bolchevique yo no doy ni un solo paso, aunque esté en las últimas.
     Peppone apretó los puños y desapareció como un rayo, pero poco después don Camilo pedaleaba en dirección al koljós.
     Todo estaba oscuro. Sólo algo de luz en la era. Allí estaba Peppone en medio de un montón de chatarra con una llave inglesa en la mano, mirando el tractor en el que había trabajado ocho horas seguidas.
     —¿Qué le pasa a este cacharro?, preguntó don Camilo.
     —La verdad es que no lo entiendo, gimió Peppone llevándose las manos a la cabeza. Lo he mirado todo, he puesto a punto todo, lo he probado todo. Pero no va. ¡Le digo que no va!
     La desolación de Peppone era inmensa, como la melancolía de la tierra desnuda, como el silencio de la noche.
     Don Camilo se acercó a la máquina y levantó el hisopo recitando por lo bajo las palabras rituales.
     Cuando terminó, Peppone le dio a la manivela y arrancó la máquina haciendo tanto ruido y echando tanto humo, que parecía que estaba echando al demonio por el tubo de escape.
     Peppone subió, se puso al volante y metió la marcha.
     La máquina se dirigió hacia el surco que había dejado a medias. Y no se paró.


Para no desorientarse: la cruz

     —...Ahí está la ley divina, y hay hombres que actúan contra la ley divina y hay hombres que luchan para que triunfe. Pero tú debes quedarte al margen de los grupos, estar de guardia ante la ley divina para que nadie pueda tocarla, para que conserve su integridad; y para que pura, inmaculada, resplandeciente, pueda mostrarse como supremo aviso a los contendientes de una y otra parte.
     Don Camilo alzó los ojos al cielo.
     —Jesús, ¿y qué puedo hacer ahora? ¿quedarme quieto mientras los demás caminan?
     —Camina, don Camilo, camina derecho por el camino del Señor. Y si te encuentras con alguien que va por el mismo camino, alégrate en lo más hondo de tu corazón. Y si en algún momento te encuentras solo porque los que iban a tu lado se han salido del camino del Señor para ir por un atajo, ponte triste, pero sigue por el camino del Señor. Llámalos a gritos, diles que vuelvan al camino verdadero, pero no te salgas del camino del Señor. ¡Eso nunca! ¡Nunca, don Camilo!
     Que no te tiente cuando veas que el atajo que ha cogido el que iba contigo vuelve a salir poco después al camino del Señor y lo acorta. En el camino del Señor no hay ningún atajo. El que se sale del camino del bien, aunque sólo sea por un instante, va por el camino del mal. Si siempre vas por el camino del bien, serás la voz que grita a los caminantes que se han salido del camino verdadero, que vuelvan a él.
     Don Camilo inclinó la cabeza.
     —Jesús, susurró, ¡haz que nunca me desoriente!
     —Don Camilo, si mantienes siempre fija tu mirada en la señal que hay en la cima del monte, donde termina el camino terreno del bien y donde empieza el camino del cielo, nunca te equivocarás. Y si en algún momento no lo ves, es que te has salido del camino, porque el que va por el camino verdadero nunca deja de verlo. Vuelve al camino verdadero y volverás a ver la señal. In hoc signo vinces.
     —Venceremos, susurró humildemente don Camilo.

 

Guareschi, El breviario de don Camilo. Sígueme, Salamanca 1996, 384 págs.
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Protesto porque no hay nadie que diga a los jóvenes: «Desconfiad del que os sonríe y os da una importancia excepcional. Es que quieren meteros un periódico, un libro, un disco, una revista pornográfica, una guitarra, un alucinógeno, una pastilla, una papeleta electoral, un cartel, una barra de hierro, una metralleta». Protesto, porque yo también he sido joven y también me engañaron, igual que engañarán sin duda a los jóvenes de hoy…- GUARESCHI