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Me gustaría levantarme en vuelo, Señor,
por encima de mi ciudad,
por encima del mundo,
por encima del tiempo,
purificar mi vista y pedirte prestados tus ojos.
Desde arriba vería el universo, la humanidad, la historia,
como los ve el Padre.
Vería en la prodigiosa transformación de la materia,
en el continuo burbujear de la vida,
tu gran Cuerpo que nace bajo el soplo del Espíritu.
Vería el maravilloso, eterno sueño de amor de tu Padre:
todo centrándose y resumiéndose en Ti, oh Cristo,
todo: el cielo y la tierra.
Vería cómo todo en Ti se centra aun en sus mínimos detalles,
cada hombre en su sitio,
cada grupo,
cada cosa.
Vería aquella fábrica, este cine,
la clase de matemáticas y
la colocación de la fuente municipal,
los cartelitos con los precios de la carne,
la pandilla de muchachos que va al cine,
el chiquitín que nace y el anciano que muere.
Divisaría la más chiquita partícula de materia, y
la más diminuta palpitación de vida,
el amor y el odio,
el pecado y la gracia.
Y entendería cómo ante mí se va desarrollando
la gran aventura del Amor iniciada en la aurora del mundo,
la historia santa que, según la promesa,
concluirá solamente en la Gloria cuando,
tras la resurrección de la carne,
tú te alzarás ante tu Padre y le dirás: Todo está concluido.
Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.
Sí, yo comprendería que todo está bien hecho y va a su sitio,
que todo no es más que una gran marcha
de los hombres y todo el universo
hacia la Trinidad, en Ti y por Ti, Señor.
Comprendería que nada es profano, nada,
ni las cosas,
ni las personas, ni los sucesos,
sino que todo tiene un sentido sagrado en su origen divino
y que todo debe ser consagrado por el hombre hecho Dios.
Comprendería que mi vida,
pequeñísima respiración del gran Cuerpo total,
es un tesoro insustituible en los planes del Padre.
Y al comprenderlo,
caería de hinojos,
admiraría, Señor, el misterio del mundo que, a pesar
de los innumerables y horrorosos manchones del-pecado,
es una larga palpitación de amor
hacia el Amor eterno.
Sí, me gustaría levantarme en vuelo,
sobre mi ciudad,
sobre el mundo,
sobre el tiempo,
purificar mi vista y pedirte prestados tus ojos.
Poco antes de morir, Michel Quoist me hizo decir que la transcripción en esta publicación
vocacional del testimonio de su vocación, acompañando la carta del 7 de enero de 1997 en la que comunicaba a los amigos
su grave enfermedad, le había emocionado.
Murió una semana antes de Navidad, el 18 de diciembre.
Pensando en los lectores que han escrito a lo largo de 1997 interesándose por su salud, creo que no quedaría bien una escueta
comunicación con la noticia de su fallecimiento. Espero que la entrevista prolongue el eco de su voz resucitada. Y «ensientan»
la «Oración de un sacerdote»
Unas horas antes de morir, aparecía «Construire l'homme», al que dedicó sus últimas fuerzas. El libro termina con la
oración «Me gustaría levantarme en vuelo», precedida de estas palabras: «Os pido que terminemos leyendo
juntos una de las primeras oraciones que escribí hace más de 40 años ya. El sentido no ha cambiado. En cuanto a mi
la vuelvo a decir con todo el corazón». Jorge Sans Vila
Para usted, ¿la vida es hermosa?
— Sí, cuando sale el sol e ilumina con sus rayos. Es decir, que resplandece para mí cuando contemplo la naturaleza; cuando
veo a un niño que al despertar sonríe; cuando asisto al pleno desarrollo de un hombre que vivía encerrado en sus
riquezas ignoradas; cuando acompaño a dos jóvenes que el amor reúne y cuando veo a dos ancianos que viven todavía
enamorados al final de su común camino; cuando mido la. suma enorme de generosidad de quienes se entregan y luchan en favor de
sus hermanos; cuando veo a buscadores de Dios que encuentran a Jesucristo, lo reconocen y le siguen...
Pero, lamentablemente, con frecuencia la sombra del sufrimiento que se extiende sobre la humanidad me oscurece el sol, y mi alegría
interior se borra, como cielo encapotado.
Sin embargo, da la impresión de ser un hombre feliz.
— Ojalá. No quiero dejar que aparezcan las heridas interiores. Me horrorizan las caras tristes y abrumadas. Precisamente por eso
bromeo, para hacer reír. Los que me rodean tienen derecho a ser felices. Me gustaría comunicarles un poco de alegría,
aunque en lo profundo de mi corazón persistan las nubes y a veces se amontonen.
¿Por espíritu de sacrificio?
— No, ¡qué va! Nada de sacrificios impuestos artificialmente. Sería algo falso. Intento simplemente ser fiel a los
dos amores que el Señor me pide: Dios y los hombres. Porque si he encontrado a Jesús y no puedo olvidar que me ha seducido,
también he encontrado a muchos hermanos aplastados por el sufrimiento, ¡y tampoco puedo olvidarlo! Por lo cual, si la paz
de Cristo ha arraigado sólidamente en mí, la alegría no puede ser completa.
No quiero cerrar los ojos y rehusar ver el sufrimiento. Es algo peligroso. Tengo mi pequeño magnetoscopio de corazón. Todo
está registrado en el. Y cuando, por ejemplo, contemplo encantado el rostro resplandeciente de un bebé, acurrucado en los
brazos de su mamá, aparece en mi pantalla interior la cara de Josefina, niña de tres años, cuidada por los traperos
de Emaús, en Lima, de la que uno de ellos me dijo al oído: «La encontramos, cuando tenía pocos días,
abandonada en un contenedor de la basura»: o el de la pequeña leprosa malviviendo entre centenares de leprosos en la isla
de los excluidos de Sâo Luis, en Brasil, y que, después de dudarlo un buen rato, se precipitó en mis brazos. La abracé.
Naturalmente. ¡Tenia tanta hambre de besos!... Y ciertamente, en un momento u otro aparecen en mi pantalla interior no sé cuantos sufrimientos de toda clase, de una humanidad cuyos gritos de dolor cubren con frecuencia los grandes estallidos de risa.
Según la fe cristiana, tras el sufrimiento del viernes santo viene la restallante alegría
de la resurrección, el día de pascua. ¿No termina por triunfar siempre la alegría?
— Es verdad. Triunfa en Jesús victorioso. Por él, todo llega a la perfección. Pero nosotros hemos de pormenorizar
en el tiempo su misterio de amor. Lo que él vivió perfectamente en treinta y tres años, nosotros los «miembros
de su cuerpo total» lo vivimos hoy en nuestra historia y en la historia de la humanidad. Cuando alguien sufre, prosigue la pasión.
El camino de la cruz sólo termina al final de la larga peregrinación de los hombres sobre la tierra.
Entonces, ¿la felicidad es una promesa?
- La felicidad completa, sí. Primero hay que actualizar, encarnándola, la salvación que nuestro Señor nos
ha merecido. Su misión terminará cuando con él hayamos vencido y asumido los sufrimientos humanos. Entonces la alegría
será perfecta, la del amor que ha alcanzado su plenitud en el seno de la Trinidad. Por eso concluyo la oración que le cité
hace unos instantes con estas palabras del evangelio, que el Señor nos murmurará, así lo espero, al final de nuestra
vida: «Ven, siervo bueno y fiel, entra en la alegra de tu Señor».
¿Cree haber vivido una vida excepcional?
— De ninguna manera. Usted me ha empujado a reconocer que mis libros han tenido una acogida excepcional. Tengo que admitirlo. Pero mi
vida no tiene verdaderamente nada de extraordinaria. Yo soy un sacerdote ordinario.
Usted escapó a la muerte cuando era adolescente, hubiera podido quedar ciego, salió
sin el más mínimo rasguño de un tren bombardeado e incendiado, ha recorrido todo el mundo, habla ante multitudes,
se ha relacionado con personalidades de primera fila... ¿y dice que no ha tenido una vida extraordinaria?
— Los acontecimientos de mi vida se me han presentado sin quererlos yo a priori. Siempre he tratado de hacerles frente positivamente,
pero no los he buscado. Muchas cosas vividas por mí, otros las hubieran podido vivir también, y quizá mejor que yo.
Usted sabe que a fin de cuentas con frecuencia sólo es cuestión de consentir con los acontecimientos. Luego todo depende
de la calidad del amor con que se viven.
¿Sabe lo que son los fracasos?
— En el plano humano, no. Aparentemente, lo que he emprendido ha ido bien. A veces me inquieta... lo que
he dejado de hacer. Pero no soy de los que se eternizan en lamentaciones. Me impediría
hacer lo que tengo que hacer hoy, y lo que tendré que hacer mañana.
Dice que no ha conocido el fracaso. Pero Jesús sí lo sufrió en la cruz. ¿Qué es la cruz para usted?
—¿Para mí? Precisamente, la cruz de mis limitaciones. De todas clases. Limitaciones en el encuentro con el Señor,
siempre tan cerca y tan lejos. Limitaciones para darle a conocer. Cuando en los movimientos a los que acompaño, sus miembros se
muestran satisfechos por un encuentro con gran éxito -«¡Cuánta gente había!»--, invariablemente
pienso en los que no estaban. Es una obsesión. ¿Por qué tantos y tantos hombres, como en Caná, están
ocupados llenando de agua las tinajas de su vida, sin saber que Jesús está al lado para convertirla en el buen vino de la
eucaristía? ¿Somos unos privilegiados, los que lo sabemos? ¿Y por qué lo ignoran ellos? ¿No será
por culpa de los que estamos encargados de revelárselo y pasamos la mitad del tiempo «reflexionando sobre los problemas»,?
Ya le he dicho cuánto sufro por el tiempo desperdiciado que oculta nuestra incapacidad para actuar.
Actualmente, ¿qué espera?
— Para mí mismo, nada. Solamente continuar, hasta que la llama del cirio se apague. Si es posible, dulcemente. Pero me gustaría
ahora que no se empeñen mucho en activar la llama. De vez en cuando, y cada vez más, tengo unas ganas incontenibles de descanso,
de calma. De silencio. Poder leer por fin. Pasear. Admirar. ¡Rezar más!
No tengo miedo a la muerte, como mucho al sufrimiento y a las molestias que podría causar a los otros si me empeñase en
aferrarme a esta tierra.
¿Cree en la resurrección?
— Sí, con todas mis fuerzas. Pero para resucitar hay que aceptar morir. Incluso humanamente, en esta tierra, nuestra vida no se
apaga cuando muere nuestro cuerpo. Continúa, en la medida en que la hemos dado. Sigue su camino en los otros, por los otros, hasta
el final de los tiempos. Se transmite ciertamente de padres a hijos, los cuales la transmitirán a los suyos. Pero también
por la mirada, el apretón de manos, el minuto de atención prestado, la acción hecha, y no solamente deseada y soñada
sino efectivamente realizada en servicio a los hermanos. He ahí por qué los teólogos hablan de un «juicio particular»
y de un «juicio final». Solamente al final de la historia podremos medir el amor que hemos aportado en el gran movimiento
ascendente hacia Dios de toda la humanidad en Cristo Jesús.
Después de sus diecisiete libros, ¿tiene todavía en perspectiva alguna otra publicación?
— Hace tiempo que deseo escribir algo sobre «La construcción del hombre».
Dios «es» relaciones: relaciones subsistentes, dicen los filósofos. Y la fe nos revela que el hombre está hecho
a su imagen. Pero no está «del todo terminado». Tiene que hacerse. Dios lo ha —«creado creador»,
y es en la relación como llega a ser él mismo. Relaciones en el interior de sí mismo, cuerpo-corazón-espíritu;
relaciones con la naturaleza de la que ha salido y de la que se nutre; relaciones con todos los hombres, empezando por los que están
inmediatamente a su alrededor; relaciones, finalmente, con Dios, en Jesucristo que lo diviniza y hace de él un hijo del Padre y
un hermano universal. Si desconoce o fracasa en una de esas relaciones, se desequilibra y se disgrega.
Quisiera terminar ese trabajo, como siempre de la manera más sencilla y más clara posible.
¿Qué es la santidad?
— En manera alguna se sitúa fuera de esa construcción del hombre, sino que la acompaña y la corona. Despreciar el
nivel humano para trabajar en el desarrollo de la «vida sobrenatural» en nosotros es una ofensa hecha a Dios. Tenemos que
luchar por desarrollar todo el hombre. Lo que supone
trabajar por el establecimiento de una sociedad que le ofrezca los medios para ese crecimiento: estudios, trabajo, tiempos libres, una
casa. etc. Todo junto.
El camino hacia la «santidad» comienza en el momento en que tomamos conciencia de que no estamos suspensos en la nada, sino
que la vida que nos anima, en todos los niveles de nuestro ser, la recibimos gratuitamente de Dios Padre, que nos la da en su hijo Jesucristo.
«Colgarnos» de el, para que nos «anime» totalmente. Su Vida en nuestra vida. Y, lo decía hace un instante.
su Amor en nuestro amor.
Ser santo es ocupar perfectamente un lugar —pequeño o grande— en esa maravillosa aventura.
¿Cómo?
— Siendo fieles en cada instante de nuestra vida. Ahí es donde Jesús nos espera para vivirla con nosotros.
Cuando vuelve la mirada sobre los cuarenta años transcurridos desde la publicación de
Oraciones para rezar por la calle, y considera el destino de ese libro, ¿experimenta sorpresa en su vida espiritual?
- ¿Cómo iba a prever lo que ha sucedido? ¿Cómo un método tan sencillo como rezar con toda la vida,
ha podido tener tanta repercusión? ¿Cómo ha podido alimentar a tantos lectores? ¿Cómo lo que yo inicié
se ha hecho tan corriente, con tantos y tantos libros de oraciones aparecidos desde entonces? No, no lo preví. Absolutamente. Y
todavía sigo sorprendido.
¿Piensa llegar al cielo con sus libros bajo el brazo?
—¡Qué imaginación la suya! De lo que sí estoy seguro es de que si llegara con ellos bajo el brazo, los dejaría
caer, no teniendo más que ojos para quien se me presentará por fin a plena luz. Con ÉL entonces podré realizar
mi sueño: contemplar a mis hermanos y al mundo, amándolos como él los ama, y descubriendo el sentido de la prodigiosa
y misteriosa historia humana que, como he escrito en una de mis oraciones, es «a pesar de los innumerables y horrorosos manchones
del pecado, una larga palpitación de amor hacia el Amor eterno,,. Acuérdese: «Me gustaría levantarme en vuelo,
Señor, por encima de mi ciudad, por encima del mundo, por encima del tiempo. Purificar mi vista y pedirte prestados tus ojos...»
¿Y si tuviera que rehacer su vida?
— Ese tipo de preguntas nunca me las formulo. Es imposible rehacer la propia
vida. No voy a dedicar ni diez minutos a averiguar cómo sería. Durante ese tiempo no viviría el momento que se me
ha dado poder vivir.
De acuerdo, pero ¿está usted dispuesto a decir «sí» a lo que ha vivido?
— Al amor del Señor, ciertamente. ¿A lo que yo he vivido?... Volvería a hacer probablemente las mismas cosas si las
circunstancias fueran las mismas, intentando vivirlas con más amor, menos infidelidad, y quizá más audacia.
Pero quizá habría tenido que ser menos perezoso y decir a veces en voz alta y más fuerte lo que pensaba sobre mi
Iglesia, sobre esta o aquella situación dramática de mis hermanos sufrientes...
¿Está seguro de que mañana seguirá todavía íntimamente seducido
por Cristo?
—¡Absolutamente! Me ha podido. Imposible resistirle. Pero como todos, le pierdo de vista a veces. Dolorosos períodos de
sombras que no le achaco. Sé que siempre está a mi lado y me espera con un amor intacto.
Michel Quoist
353-354 ORACIÓN DE UN SACERDOTE Esta tarde,
Señor, estoy solo.
Poco a poco los ruidos en la iglesia se han callado,
los fieles se han ido
y yo me he vuelto a casa,
solo.
Me crucé con una pareja que volvía de su paseo,
pasé ante el cine que vomitaba su ración de gente,
bordeé las terrazas de los cafés, donde los paseantes cansados
intentaban estirar la felicidad del domingo festivo,
me tropecé con los pequeños que jugaban en la acera,
los niños, Señor,
los niños de los otros,
que jamás serán míos.
Y heme aquí, Señor,
solo.
El silencio es amargo, la soledad me aplasta...
Señor, tengo 35 años,
un cuerpo hecho como los demás cuerpos,
unos brazos jóvenes para el trabajo,
un corazón destinado al amor.
Pero yo te lo he dado todo
porque en verdad que a Ti te hacía falta.
Yo te lo he dado todo, Señor, pero no es fácil.
Es duro dar su cuerpo: él querría entregarse a los otros.
Es duro amar a todos sin reservarse nada,
es duro estrechar una mano sin querer retenerla,
es duro hacer nacer un cariño tan sólo para dártelo,
es duro no ser nada para sí mismo por serlo todo para ellos,
es duro ser como los otros, estar entre los otros,,
y ser otro,
es duro dar siempre sin esperar la paga,
es duro ir delante de los demás sin que nadie vaya jamás
delante de uno,
es duro sufrir los pecados ajenos sin poder jamás rehusar el recibirlos
y llevarlos a cuestas.
Es duro recibir secretos sin poder compartirlos,
es duro arrastrar a los demás y no poder jamás,
ni por un instante, dejarse arrastrar un poco,
es duro sostener a los débiles sin poder apoyarse,
uno mismo sobre otro,
es duro estar solo,
solo ante todos,
solo ante el mundo solo ante el sufrimiento,
la muerte, y
el pecado.
Hijo mío, no estás solo: Yo estoy contigo. Yo soy tú,
pues Yo necesitaba una humanidad de recambio
para continuar mi Encarnación y mi Redención.
Desde la eternidad te elegí,
te necesito.
Necesito tus manos para seguir bendiciendo,
necesito tus labios para seguir hablando,
necesito tu cuerpo para seguir sufriendo,
necesito tu corazón para seguir amando,
te necesito para seguir salvando:
continúa conmigo, hijo.
Heme aquí, Señor.
He aquí mi cuerpo,
he aquí mi corazón,
he aquí mi alma.
Dame el ser lo bastante grande para abarcar el mundo,
lo bastante fuerte para poder llevarlo a hombros,
lo bastante duro para poder abrazarlo
sin intentar guardármelo.
Concédeme el ser tierra de encuentro, pero sólo tierra de paso,
camino que no conduzca a sí mismo, sin adornos humanos,
sino que lleve a Ti.
Señor, en esta tarde,
mientras todo se calla y mi corazón siente
la mordedura de la soledad,
mientras mi cuerpo aúlla largamente su hambre oscura,
mientras los hombres me devoran el alma
y me siento impotente para hartarlos,
mientras en mis espaldas pesa el mundo entero
con toda su carga de miseria y pecado,
yo te vuelvo a decir mi sí,
no en una explosión de entusiasmo,
sino lenta, lúcida, humildemente,
solo, Señor, ante Ti
en la paz de la tarde.

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