LA PERFECTA ALEGRÍA volver al menú
 

     Tuve un amigo, pastor protestante. Lo conocí el día del entierro de su esposa. Fui a darle el pésame. Casi estaba obligado debido a la vecindad, ya que su pequeña capilla colindaba con mi parroquia.
     Sintonizamos inmediatamente pese a ser él un hombre maduro y yo todavía un sacerdote joven. Más que por la cultura y el conocimiento que tenía de la teología, me cautivó por su clarividencia evangélica y su conocimiento vital de los salmos.
Conocía tan bien los problemas de la iglesia católica como los de su comunidad evangélica. Eran tiempos de estridencias: el ídolo político acaparaba la esperanza de muchos, vivíamos radicalismos y enfrentamientos intraeclesiales…
     Hablando un día de la crisis de vocaciones y de muchos sacerdotes católicos que en aquel tiempo dejaron el ministerio, él me abrió los ojos con una verdad que se me había pasado por alto, quizá por el apasionamiento de los problemas inmediatos: «En nuestra Iglesia, me dijo, los pastores estamos casados. Muchos ejercen un oficio, y son pocos los que se dedican full time
al servicio de la comunidad. Algunos sólo son predicadores dominicales. Y tenemos una grave crisis de pastores. Ustedes se inclinan a pensar que la causa de la crisis vocacional es la disciplina católica del celibato. ¡Ojalá fuese ésta la causa! Porque entonces nosotros no tendríamos problemas. No, la falta de respuesta a las llamadas de Dios es la crisis de fe de todo el pueblo cristiano».
     He dado muchas gracias a Dios por haberme dado a conocer a aquel buen amigo, hermano en la fe, hombre casado, pastor evangélico, que tan sencillamente me abrió los ojos cuando los árboles no me dejaban ver el bosque.
     Hoy, preocupado también por el número reducido de jóvenes cristianos que responden a la llamada de Dios para dedicar su vida a proclamar el evangelio presbiteral, lamento la falta de fe de mi pueblo. Lo lamento sinceramente «car sóc també cobard i salvatge i estimo, a més, amb un desesperat dolor aquesta meva, pobra, bruta i dissortada pàtria» [porque soy también cobarde y salvaje, y amo, además, con deseperado dolor a esta mi pobre, sucia, triste y desafortunada patria].

Blai Blanquer




     Esta publicación vocacional tiene por objetivo recordar que Dios sigue llamando, que necesita de manos que partan el pan de la eucaristía, de labios que pronuncien en nombre de Jesús palabras de perdón, de hombres y mujeres que con su testimonio de vida nos recuerden día a día que somos peregrinos que caminan hacia la verdadera Patria… Recordar que los servidores de la Palabra, que los testigos del Dios vivo, no caen del cielo, cual aerolitos, con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones, sino que afortunadamente nacen en una familia y en la familia aprenden a decir «Padre» (que estás en el cielo), «Madre» (de Jesús y nuestra, «Hermanos» (todos los hijos de Dios).
     «No creo que en Occidente falten vocaciones. Más bien pienso que hay poca oración en familia» decía aquella buena mujer llamada Teresa de Calcuta.
     Las oraciones, la página de san Francisco, las reflexiones de José Corts Grau, pueden ayudar a fortalecer la fe de nuestro pueblo, que es la tuya, lector.

J.S.V.


 

EN LA PACIENCIA ESTÁ LA PERFECTA ALEGRÍA

     Yendo una vez san Francisco desde Perusa a Santa María de los Angeles con fray León, en tiempo de invierno y con un frío riguroso que les molestaba mucho, llamó a fray León, que iba un poco adelante, y le dijo: «¡Fray León! Aunque los frailes menores diesen en toda la tierra grande ejemplo de santidad y mucha edificación, escribe y advierte claramente que no está en eso la perfecta alegría».

     Y andando un poco más, le llamó san Francisco por segunda vez diciendo: «¡Oh fray León! Aunque el fraile menor dé vista a los ciegos, y sane a los tullidos, y arroje a los demonios, y haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que es más, resucite al muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la perfecta alegría».

     Otro poco más adelante san Francisco levantó la voz y dijo: «¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese todas las lenguas y todas las ciencias, y todas las Escrituras, de modo que supiese profetizar y revelar, no sólo las cosas futuras, sino también los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no está en eso la perfecta alegría».

     Caminando algo más, san Francisco llamó otra vez en alta voz: «¡Oh, fray León, ovejuela de Dios! Aunque el fraile menor hable la lengua de los ángeles, y sepa el curso de las estrellas, y las virtudes de las hierbas y le sean descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conozca la naturaleza de las aves, y de los peces, y de todos los animales, y de los hombres, y las propiedades de los árboles, piedras, raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la perfecta alegría».

     Y habiendo andado otro trecho, san Francisco llamó fuertemente: «¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese predicar tan bien que convirtiese a todos los infieles a la fe de Cristo, escribe que no está en eso la perfecta alegría».

     Y continuando este modo de hablar por espacio de más de dos leguas, le dijo fray León muy admirado: «Padre, te ruego, en nombre de Dios, que me digas en qué está la perfecta alegría».

     «Figúrate —le respondió san Francisco— que al llegar nosotros ahora a Santa María de los Angeles, empapados de lluvia, helados de frío, cubiertos de lodo y desfalleciendo de hambre, llamamos a la puerta del convento y viene el portero incomodado y pregunta: ¿Quiénes sois vosotros? Y diciendo nosotros: Somos dos hermanos vuestros, responde él: No decís verdad, sois dos bribones que andáis engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres; marchaos de aquí; y no nos abre y nos hace estar fuera a la nieve, y a la lluvia, sufriendo el frío y el hambre hasta la noche; si toda esta crueldad, injurias y repulsas las sufrimos nosotros pacientemente, sin alterarnos ni murmurar, pensando humilde y caritativamente que aquel portero conoce realmente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que en esto está la perfecta alegría. Y si perseverando nosotros en llamar sale él fuera airado y nos echa de allí con injurias y a bofetadas, como a unos bribones importunos, diciendo: Fuera de aquí, ladronzuelos vilísimos, id al hospital, que aquí no se os dará comida ni albergue; si nosotros sufrimos esto pacientemente y con alegría y amor, escribe, ¡oh fray León!, que en esto está la perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre, el frío y la noche, volvemos a llamar y suplicamos, por amor de Dios y con grande llanto, que nos abran y metan dentro; y él, más irritado, dice: ¡Cuidado si son inoportunos esos bribones!, yo los trataré como merecen; y sale afuera con un palo nudoso, y asiéndonos por la capucha nos echa por tierra, nos revuelca entre la nieve y nos golpea con el palo; si nosotros llevamos todas esas cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos sufrir por su amor, escribe, ¡oh fray León!, que en esto está la perfecta alegría».

Florecillas de san Francisco, VII

LA PERFECTA ALEGRÍA

     Las «Florecillas», que son un manual de sencillez, y, por tanto, de perfección, han ido convirtiéndose para muchos de nosotros en algo legendario y pintoresco. Lo malo es que entonces quienes perdemos realidad somos nosotros. Ante el famoso pasaje del capítulo VII, en que, caminando desde Perusa a Santa María de los Angeles, Francisco de Asís le va explicando a fray León en qué consiste la perfecta alegría, no faltará quien se pregunte si nos hemos tropezado con un loco sublime y un infeliz que le acompaña.

     Pero resulta que su vida resulta congruente con aquellas palabras, y que otros hombres, que ciertamente no pasaron por el mundo haciendo reír, han compartido aquella doctrina dejando insignes ejemplos de cordura. Y luego uno advierte que el coloquio es, al cabo, un eco fiel de cuanto San Pablo había dicho sobre la caridad. Los dos textos siguen ahí esperándonos: de cuando en cuando alguien los medita con mirada y corazón limpios, y esa perfecta alegría le libra de las tristezas del mundo sin insensibilizarle al dolor. De las tristezas de un mundo devorado, a fuerza de
diversión por el tedio.

     Bernanos lo diagnosticó certero: es una especie de polvo invisible que respiramos y bebemos, tan fino que ni siquiera cruje entre los dientes; pero en cuanto nos detenemos un segundo, ya ha recubierto nuestro rostro y nuestras manos. De ahí nuestro desasosiego y agitación para sacudir esa lluvia de cenizas.

     En rigor, ¿de qué se acusa uno al acusarse de tristeza? De muchas cosas: entre ellas de falta de fortaleza y de paciencia y de esperanza, de una susceptibilidad que es soberbia recóndita propensa al narcisismo, de un egoísmo que es mezquindad y angostura de corazón. En «El Pastor» de Hermas, exponente del espíritu cristiano hacia el siglo II, se advertía: «Arranca de ti la tristeza porque es hermana de la duda y la impaciencia... Porque el espíritu de Dios no soporta las tristezas ni la angustia. Revístete de alegría..., porque todo hombre alegre obra el bien y piensa en el bien».

     La alegría aparece nada menos que como clave de la auténtica espiritualidad cristiana. Sino que esta alegría, que disuelve las tristezas del mundo, asume y transfigura el dolor; desecha el tormento, y se abraza al sufrimiento. Aun de tejas abajo cabe comprobar cómo en ciertos trances se condicionan y funden el dolor y el gozo. En el puro placer hay siempre un poso de inquietud amarga; pero, conforme nos remontamos a los goces del espíritu, la inquietud desaparece y en los grandes dolores puede latir una paz profunda. Comentando a Nietzsche solía decir Lavelle que un gozo que no haya nacido del dolor pierde muy pronto fuerza y densidad.

     Entonces comprendemos que, en nuestra sistemática profanación de tantas palabras nobles, llamamos alegría a cualquier cosa, que la alegría es algo incomparablemente más hondo que ciertas situaciones calificadas de alegres, como la felicidad es algo mucho más serio que la vida en Jauja. Un día lo reconoció con gratitud de poeta Baudelaire: «Soyez béni, mon Dieu, qui donnez la souffrance comme un divin remède à nos impuretés».

     Francisco de Asís lo sabía con gratitud de santo. Sabía que la alegría crece en tierras de pobreza, y se desposó con la pobreza en pos de la auténtica alegría. Sabía que las Bienaventuranzas no cargan el acento sobre la pobreza o el hambre o la persecución, sino sobre la felicidad; que lo fundamental no es ser pobre ni llorar ni padecer hambre y sed, sino convertir el sufrimiento en gozo a fuerza de amor. Por eso predica la alegría, no como mera promesa en lontananza, sino como realidad anticipada por la esperanza a lo largo del camino.

     Sabía que el dolor ha de trocarse en gozo. Pero sabía ante todo que es acá donde hay que comenzar a estar contentos, a celebrar nuestra tremenda suerte de cristianos.


UN HOMBRE EXTRAÑO

Si, era muy extraño aquel hombre. Su actitud de pronto no llamaba la atención, pero ciertas reacciones nos hacían sospechar que vivía con las raíces del alma hincadas en otro mundo muy remoto o muy íntimo, como pendiente de una gran esperanza. Daba la impresión de que la conciencia de su propio desvalimiento le infundía un extraordinario poder, y de que en su soledad, jamás sentía la angustia de andar solo.
Nos quería. Su preocupación por nosotros era auténtica. Compartía nuestras penas más allá de la compasión fácil, de la lástima, y su contento revelaba no sé qué profunda contención. Ponía cuidado en cuanto hacía, pero sobre todo ponía, ¿cómo lo diré?, amor, la alegría de amar.
Contábanse de él cosas inauditas que, de no constarnos su buen talante, nos hubieran hecho pensar que era un pobre imbécil, un hombre sin dignidad ni personalidad, dispuesto a dejarse atropellar por cualquiera. Pero al propio tiempo advertíamos que aquello no era dejadez, ni timidez siquiera, sino una verdadera permisión: cuando se dejaba atropellar, sencillamente, comprendíamos que con la misma sencillez hubiera podido aplastar al otro.
Huía de los primeros planos, pero en muchos trances su presencia era una aparición, una llama que prendía en nosotros. Y su palabra nos creaba una nueva vida, rompía ese cerco de egoísmo que bloquea tantos diálogos. Su silencio no frustraba ningún encuentro. Cuando nos hablaba de que debíamos redimir el tiempo, veíamos muy claro lo absurdo que era el perderlo, cómo este tiempo nuestro, aun en sus más leves instantes, está llamado a adquirir consistencia de eternidad.
Su gesto no lo vimos nunca petrificado. Su perdón no marcaba distancias ni era pura condescendencia bonachona y cómoda: era un aliento capaz de convertirnos y de resucitarnos. Sentías entonces que en toda roca, por dura que sea, puede brotar el agua viva, y hasta el remordimiento te era consolador. A su lado la pobreza perdía cuanto suele arrastrar de pesadumbre y de inquietud, y era un andar ligero de equipaje, sin lastre, confiados.
Ignoraba el cansancio. Su humildad no era retracción pusilánime ni pereza solapada, sino una clara vivencia de que nada podía por sí mismo; y sin embargo, dijérase que lo podía todo. ¿Dónde hallaba su fuerza aquel hombre, que parecía haber enterrado cuanto oliese a autosuficiencia? ¿Qué energía guardaba su personalidad, si daba a veces la impresión de haberse vaciado de sí mismo? Cuando creíamos que andaba por las nubes, aterrizaba más cerca que nadie y ponía el dedo en la llaga. Cuando nosotros, después de lentos cálculos, dábamos algo, él ya estaba expropiado alegremente. Cuando nos decidíamos a hacer algún favor, él ya se había desvivido.
Sí, era muy extraño aquel hombre en un mundo como el nuestro. Sus valoraciones resultaban escandalosas, y apenas comprendíamos su versión de las virtudes cardinales. Pero, más que incomprensibles, sus decisiones eran deslumbradoras. La justicia era en su vida mucho más que un repertorio de derechos, y la caridad le llevaba a él mucho más lejos que a nosotros el afán de lucro.
Hasta que un día descubrimos su secreto. Descubrimos que pertenecía a una comunidad de gentes, cuyo lema parece que era “vivir en el mundo sin ser del mundo”. Cristianos creo que se llaman.

José Corts Grau

Señor,
haz de mí un instrumento de tu paz:
donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría
.
Oh Maestro,
que no me empeñe tanto
en ser consolado como en consolar,
en ser comprendido, como en comprender;
en ser amado, como en amar;
pues dando, se recibe;
olvidando, se encuentra;
perdonando, se es perdonado,
y muriendo, se resucita a la vida eterna.

                            *

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,
tuyas son la alabanza, la gloria y el honor;
tan sólo tú eres digno de toda bendición,
y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol,
que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,
y lleva por los cielos noticia de su autor.

Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras, que tu poder creó,
tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,
y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana agua, preciosa en su candor,
que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor!
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
la hermosa madre tierra, que da en toda ocasión
las hierbas y los frutos y flores de color,
y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!

Y por los que perdonan y aguantan por tu amor
los males corporales y la tribulación:
¡felices los que sufren en paz con el dolor,
porque les llega el tiempo de la consolación!

Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación!
Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas, load a mi Señor
.



349-350 Nuestra vida está abierta al orden de la gracia, y no podemos caer en el equívoco de manejar con criterio racionalista, con alcance demasiado terreno, principios que ya sólo descubren su secreto a la luz evangélica. José Corts Grau.