Me dijeron que les hablara de la vocación. Pero era un grupo tan heterogéneo y sobre todo tan heteróclito que guardé prudentemenete nel esquema que traía preparado y les leí «El Príncipe Feliz».
Al terminar se masticaba el silencio.
Fue fácil entonces decirles que ser sacerdote es ser cocinero de los cristianos, y que si hacen falta cocineros estaría bien dedicarse a partir y repartir el Pan.
Lo entendieron.
J.S.V.
Dominando la ciudad, sobre una elevada columna, se levanta la estatua del Príncipe Feliz, recubierta de una fina capa de oro, con
dos brillantes zafiros por ojos y un gran rubí escarlata en la empuñadura de la espada.
Todos en aquella ciudad del norte de Europa contemplan admirados la maravillosa estatua.
Al acercarse el otoño, las golondrinas del país emprendieron el vuelo hacia Egipto, menos una. Sólo pasadas seis
semanas, se decidió la rezagada a partir hacia la región de las Pirámides.
Tras volar todo un día, al anochecer llegó a la ciudad del Príncipe Feliz. Buscando donde pasar la noche vio la estatua,
y en un santiamén se posó a los pies del Príncipe Feliz.
—¡Qué mansión tan dorada!, musitó mirando a su alrededor.
Pero cuando se disponía a cerrar los ojos, metiendo la cabeza bajo el ala, le cayó encima una gota de agua.
—¡Curioso!, exclamó. El cielo está totalmente despejado y las estrellas brillan claramente. ¡Y, sin embargo,
llueve! ¡Qué clima tan extraño el de aquí!
En esto, le cayó otra gota.
—¿Para qué sirve una estatua si no es capaz de resguardarme de la lluvia? Buscaré refugio al amparo de una chimenea.
Cuando se disponía a abrir las alas, le cayó encima una tercera gota. Miró entonces hacia arriba y vio los ojos del
Príncipe Feliz anegados de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas de oro. Era tan hermoso su rostro, a la luz de la
luna, que la golondrina se conmovió.
—¿Quién eres?, le preguntó.
— Soy el Príncipe Feliz.
— Entonces, ¿por qué lloras?. Me has dejado empapada.
— Cuando vivía y tenía un corazón humano, replicó la estatua, no sabía lo que eran las lágrimas,
porque habitaba en el palacio de la Despreocupación, donde la Pena tiene prohibida la entrada. Durante el día jugaba en
el jardín con mis compañeros y de noche bailábamos en el amplio salón. El jardín estaba rodeado de
un altísimo muro, y nunca se me ocurrió preguntar qué había al otro lado, pues todo lo que me rodeaba era
maravilloso. Mis súbditos me llamaban el Príncipe Feliz, y realmente lo era, si es que el placer coincide con la felicidad.
Así viví y así morí. Pero ahora que me han instalado aquí, tan alto, veo toda la fealdad y toda la
miseria de la ciudad, y, aunque mi corazón sea de plomo, no puedo dejar de llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro macizo?», se dijo la golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada
para hacer ninguna observación en voz alta.
— Allá abajo, lejos, prosiguió la estatua, con voz suave y musical, allá abajo, en una callejuela hay una pobre vivienda.
Por una de sus ventanas abiertas, veo a una mujer sentada ante una mesa. Tiene la cara enflaquecida y ajada, y las rugosas manos rojas,
llenas de pinchazos de agujas, porque es costurera. Borda flores en un vestido de seda que lucirá la más hermosa de las
damas de la reina en el próximo baile de la corte. En un rincón del cuarto, yace sobre un camastro su hijito enfermo. Tiene
fiebre, y pide naranjas. Su madre sólo puede darle agua del río. Por eso está llorando. Golondrina, golondrina, ¿no
querrías llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal y no puedo moverme.
— Me esperan en Egipto, respondió la golondrina. Mis compañeras vuelan ya de un lado para otro sobre el Nilo y conversan
con los esbeltos lotos...
— Golondrina, golondrina, repitió el Príncipe, ¿por qué no te quedas conmigo una noche y eres mi mensajera?
¡Tiene tanta sed el niño y está tan triste su madre!
— No me gustan nada los niños, contestó la golondrina. El pasado verano, cuando vivía a la orilla del río,
dos chicos mal criados, hijos del molinero, siempre estaban tirándome piedras.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrina sintió pena.
— Aunque hace mucho frío, dijo, me quedaré una noche a tu lado, y te serviré de mensajero.
— Gracias, golondrina, respondió el Príncipe.
Entonces la golondrina arrancó a picotazos de la espada del Príncipe el soberbio rubí, y voló, sosteniéndolo
con el pico, por encima de los tejados... Por fin llegó a la pobre vivienda y echó una mirada. El pobre niño se movía
febrilmente en su cama, mientras la madre se había quedado dormida de fatiga. Entró en la habitación y dejó
el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor de la cama, abanicando
con sus alas la carita del niño.
«¡Qué a gusto me encuentro!, murmuró el niño. Debo de estar mejor». Y se adormeció tranquilo.
La golondrina entonces regresó al lado del Príncipe, y le contó lo que había hecho.
—¡Qué raro!, dijo. Ahora casi siento calor, a pesar del frío que hace.
— Porque has hecho una buena obra, le dijo el Príncipe.
Y la golondrina empezó a reflexionar sobre esto, pero se quedó dormida. Reflexionar siempre le daba sueño.
En cuanto amaneció, emprendió el vuelo hacia el río y se dio un baño. «Esta noche partiré para
Egipto», se decía la golondrina, y sólo de pensarlo se ponía contenta. Recorrió todos los monumentos
públicos, y estuvo descansando un buen rato posada en la aguja de la torre de la catedral. Y por todos los sitios donde pasaba
piaban los gorriones, diciéndose unos a otros: «¡Qué extranjera tan distinguida!».
En cuanto asomó la luna volvió al lado del Príncipe Feliz.
—¿Quieres algo para Egipto? Salgo ahora mismo.
— Golondrina, golondrina, dijo el Príncipe, ¿por qué no te quedas otra noche conmigo?
— Me esperan en Egipto. Mañana mis hermanas y mis compañeras volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo
reposa entre cañaverales, y el dios Memnón se alza sobre un enorme trono de granito. Contempla las estrellas durante la
noche, y en cuanto brilla la estrella de la mañana lanza un grito de alegría y vuelve a enmudecer. Al mediodía los
rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son como verdes aguamarinas y sus rugidos resuenan más que las
cataratas.
— Golondrina, golondrina, volvió a decir el Príncipe, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo en una buhardilla
a un joven inclinado sobre una mesa llena de papeles, con un vaso de violetas marchitas. Tiene el pelo negro y ondulado, los labios rojos
como granos de granada y grandes ojos soñadores. Intenta terminar una obra para el director del teatro, pero siente tanto frío
que no puede escribir más. El cuarto está helado y el hambre le ha dejado extenuado.
— Bueno, me quedaré otra noche acompañándote, dijo la golondrina, que tenía realmente buen corazón.
¿Quieres que le lleve otro rubí?
— Ya no tengo más rubíes, exclamó el Príncipe. Sólo me quedan los ojos. Son unos zafiros magníficos,
traídos de la India hace mil años. Arráncame uno y llévaselo. Lo venderá a algún joyero, comprará
alimentos y leña para calentarse, y así podrá terminar su obra.
— Querido Príncipe, dijo la golondrina, no puedo hacer esto. Y se echó a llorar.
— Golondrina, golondrina, dijo el Príncipe, haz lo que te ordeno.
Entonces la golondrina arrancó un ojo del Príncipe, y voló hasta la buhardilla del estudiante. Entró sin dificultad
a través de un agujero que había en el techo. El joven tenía la cabeza hundida entre sus manos, de manera que no
oyó el aleteo del pájaro. Y cuando levantó los ojos encontró el espléndido zafiro junto a las violetas
marchitas.
«Empiezan a valorarme, se dijo. Seguro que es un regalo de algún ferviente admirador. Ahora voy a poder concluir mi obra».
Y se sintió completamente feliz.
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío y estuvo
viendo cómo los marineros extraían de la cala enormes cajas.
«¡Marcho a Egipto!», gritó la golondrina. Pero no le hicieron caso. Y en cuanto asomó la luna volvió
al lado del Príncipe Feliz.
— Sólo he venido a despedirme, le dijo.
— Golondrina, golondrina, exclamó el Príncipe. ¿No quieres quedarte conmigo una noche más?
— Estamos ya en invierno, replicó la golondrina. Pronto lo cubrirá todo la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre
las verdes palmeras, mientras los cocodrilos tendidos en el limo las contemplan indolentes. Mis compañeras hacen sus nidos en el
templo de Baalbec y las irisadas palomas las contemplan mientras se arrullan... Querido Príncipe, tengo que dejarte. Pero nunca
te olvidaré, y al llegar la primavera te traeré dos magníficas piedras preciosas en sustitución de las que
has regalado: un rubí más rojo que un rosa roja y un zafiro tan azul como el mar.
— Allá abajo, en la plaza, dijo el Príncipe Feliz, hay una niña que vende cerillas. Pero se le han caído al
arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva dinero a casa, y está llorando. Va descalza, y tiene
la cabeza al descubierto. Anda, arráncame el otro ojo, llévaselo, y así su padre no la pegará.
— Me quedaré también contigo esta noche, contestó la golondrina, pero nada de arrancarte el ojo. Porque entonces
te quedarías ciego.
— Golondrina, golondrina, exclamó el Príncipe, haz lo que te ordeno.
Entonces la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe, y llevándolo en el pico levantó el vuelo. Se acercó
a la vendedora de cerillas y dejó caer la piedra preciosa en la palma de su mano. «¡Qué bonito trozo de cristal!»,
exclamó la chiquilla. Y corrió alegre hacia su casa.
Entonces la golondrina volvió al lado del Príncipe.
— Como ahora estás ciego, dijo, me quedaré siempre contigo.
— No, golondrina, dijo el pobre Príncipe. Tienes que marchar a Egipto.
— Me quedaré siempre contigo, dijo la golondrina. Y se durmió a los pies del Príncipe.
Todo el día siguiente estuvo posada sobre su hombro, contándole lo visto en países lejanos. Le habló de los
ibis rojizos alineados en largas filas a orillas del Nilo, que pescan con el pico peces de oro; de la gran Esfinge, que es tan vieja como
el mundo, y habita en el desierto, y lo sabe todo; de los mercaderes que avanzan lentos al lado de sus camellos, mientras pasan entre
sus dedos las cuentas de grandes rosarios de ámbar; del Rey de las Montañas de la Luna, que es más negro que el ébano
y adora un enorme bloque de cristal; de la gran serpiente verde que dormita entre las ramas de una palmera, y a la que alimentan con pastelitos
de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un amplio lago sobre anchas hojas y están siempre en guerra con las
mariposas...
— Golondrina, golondrina, dijo el Príncipe, me cuentas cosas maravillosas. Pero lo más sorprendente de todo es el sufrimiento
de los hombres y de las mujeres. No hay mayor misterio que el de la miseria. Vuela sobre la ciudad, golondrina, y dime lo que veas.
Voló entonces la golondrina sobre la gran ciudad, y vio a los ricos divirtiéndose en sus magníficos palacios, mientras
a sus puertas estaban sentados los mendigos. Voló sobre las callejuelas sombrías, y vio las exangües caritas de los
niños que morían de hambre. Bajo el arco de un puente estaban tendidos dos arrapiezos, abrazados uno al otro para calentarse.
«¡Tenemos hambre!», decían. «¡Prohibido dormir aquí!», les gritó el vigilante.
Y tuvieron que alejarse bajo la lluvia.
Regresó la golondrina y contó al Príncipe lo que había visto.
— Estoy cubierto de una capa de oro fino, dijo el Príncipe. Vete arrancándolo hoja a hoja, y repártelo entre mis
pobres. La gente piensa siempre que el oro podrá hacerla feliz.
Hoja a hoja fue desprendiendo la golondrina el oro fino que cubría la estatua, hasta que el Príncipe Feliz tuvo un aspecto
apagado y gris. Y hoja a hoja repartió entre los pobres el oro fino, y las caritas de los niños recobraron sus colores sonrosados,
y reían y jugaban por la calle. Y gritaban: «¡Ya tenemos pan!».
A poco llegó la nieve, y tras la nieve el hielo. Las calles parecían pavimentadas de plata, tan brillantes y relucientes
estaban. Afilados carámbanos como puñales de cristal colgaban de los aleros. Todos iban envueltos en pieles. Los niños
llevaban gorritos rojos y patinaban ágilmente sobre el hielo.
La pobre golondrina cada vez sentía más frío, pero no quería abandonar al Príncipe porque lo amaba
mucho. Picoteaba las migas que quedaban a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba entrar en calor moviendo
las alas.
Pero finalmente comprendió que iba a morir. Sólo tuvo fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.
— Adiós, querido Príncipe, musitó. ¿Me dejas que te bese la mano?
— Me alegra mucho que marches por fin a Egipto, golondrina, dijo el Príncipe. Has estado aquí demasiado tiempo. Pero bésame
en los labios, porque te amo.
— No, no es a Egipto adonde me dirijo, dijo la golondrina. Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es la hermana del Sueño, ¿no?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En aquel instante, se produjo un extraño crujido en el interior de la estatua, como si algo se hubiese quebrado. En realidad, el
corazón de plomo se había hendido. Estaba helando terriblemente.
A la mañana siguiente cruzó la plaza el alcalde, en compañía de sus concejales. Al pasar delante de la columna,
alzó los ojos hacia la estatua.
—¡Dios mío!, exclamó. ¡Qué harapiento parece el Príncipe Feliz!
—¡Qué harapiento!, dijeron los concejales a coro, que siempre eran de la misma opinión que el alcalde. Y se pusieron
a examinar la estatua.
— Ha perdido el rubí de la espada, le faltan los ojos y el oro de su vestido, dijo el alcalde. Está hecho un pordiosero.
—¡Un pordiosero!, repitieron a coro los concejales.
— Y hay un pájaro muerto a sus pies, añadió el alcalde. Voy a promulgar un bando prohibiendo a los pájaros
que vengan a morir aquí.
Y el secretario del ayuntamiento tomó nota de la propuesta.
La estatua del Príncipe Feliz fue demolida. «Lo que carece de belleza, es inútil», dijo el profesor de estética
de la universidad.
La transportaron a una fundición. (Y el alcalde reunió al Consejo en sesión extraordinaria para decidir qué
había que hacer con el metal. «Necesitamos otra estatua, dijo el alcalde. La mía, por ejemplo». «O la
mía», dijeron sucesivamente cada uno de los concejales. Y se pusieron a discutir acaloradamente. La última vez que
tuve noticia de ellos, seguían discutiendo).
«¡Qué cosa tan rara!, dijo el oficial primero de la fundición. No hay manera de que se funda el corazón
de plomo hendido. Habrá que desecharlo».
Lo tiró a un montón de desechos, donde estaba también la golondrina muerta.
— Tráeme las dos cosas más preciadas de la ciudad, dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pajarillo muerto.
— Has escogido muy bien, dijo Dios. Porque en el jardín del paraíso, el pajarillo gorjeará eternamente, y en mi ciudad
de oro el Príncipe Feliz cantará mis alabanzas.
Oscar Wilde