¿Qué es la vocación?

 

     

I


     Un domingo, a media mañana, me llamó el portero:
     —Una joven quiere hablar con usted.
     (Quienes no viven en un seminario no saben lo que son los porteros de seminario. No lo saben. No pueden saberlo).
     —¿No te he dicho mil veces que no recibo a nadie sin saber su nombre? ¡Anda, pregúntale cómo se llama! ¿Será Anamari?, añadí para mí.
     A los pocos segundos, por teléfono:
     —Efectivamente. Me ha dicho que sí.
     —Que sí, ¿qué?... Pero, ¿qué le has dicho?...
     —Si se llamaba Anamari. Y me ha contestado que sí. Ha puesto mala cara.
     —Pero, hombre... ¿por qué le has dicho?...
     Era inútil. Ya estaba hecho.
 
     La encontré llorando. Mal comienzo. Esos porteros...
     (Un día tengo que hablaros de los porteros de seminario: sus equívocos, sus olvidos... y su figura bucólica. Porque, a fin de cuentas, los porteros son nuestros pararrayos. Con sus anchas espaldas, ¡muy anchas!, su mirada «trascendente», su ritmo de eternidad, nos prestan un gran servicio. Cabezas de turco cuando las cosas van mal por su culpa o porque las cosas no siempre pueden ir bien).
     La saludé. Poco a poco se fue calmando.
     —Usted dirá, señorita.
     —Soy Anamari. (No la conocía personalmente). ¿Me esperaba usted?
     No estaba yo aquella mañana para rodeos:
     —La temía.
     —¡Algo malo habrá hecho entonces!...
     —Todos los días, al empezar la misa digo en voz alta que soy pecador. ¿Usted no?
     —Con ustedes no se puede discutir. Siempre quieren tener razón.
     (Lo que me temía: había venido a discutir, a acusarme. Mal panorama. Preferí entrar en materia directamente):
     —Anamari, con quien no se puede discutir es con Dios.
     —Esto ya me lo ha dicho Ernesto infinidad de veces.
     —Y usted, ¿qué opina?...
     —Yo no puedo opinar. Es toda la vida rota de repente. ¿Cómo Dios puede querer nuestro sufrimiento? Nunca hemos hecho nada malo. Usted lo sabe. ¡Nunca! Y ahora, de repente, «adiós, niña». ¿Por qué nos conocimos? ¿Por qué ha ido creciendo nuestro amor? Para tener que estrujarte el corazón y quedarte para vestir santos. Y luego vendrán ustedes hablando de la voluntad de Dios, de las almas de los pobrecitos infieles, del África y del Japón. Y de nuestro Señor que pasa y dice a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, y a Ernesto, claro: «Ven. Sígueme.» Todo muy bonito. La vocación. Tener vocación. ¿Cómo sabe usted que Ernesto tiene vocación? ¿Qué es la vocación? Un chico que vale, ¿verdad? Y, ¡a cazarle! Y por fin se ha salido con la suya. Y él, que es un cándido, ha caído como un bendito. Ir a las misiones. Pobrecito, y luego le destinarán de coadjutor a un pueblo de mala muerte. Y no se dan cuenta que alguien queda en la cuneta. Poco importa. ¡Es una mujer! El tiempo todo lo cura.
     Se echó a llorar. Había motivo.
   
   Conocí a Ernesto indirectamente. Un compañero suyo me habló de él muchas veces. Hasta que me lo presentó. Empezamos a tratarnos. A los dos nos encanta leer el «Tin Tin».
     Ernesto y Anamari salían juntos desde hacía dos años. Se querían de veras. Su alegría era contagiosa.
     Al año y medio Ernesto empezó a tener miedo de su felicidad. Curaría cuerpos, se querrían siempre mucho, su casa se llenaría de hijos, pero... ¿y los demás? Fue una larga maduración. Un doloroso descubrimiento.
     Anamari se equivocaba: nadie le había dicho nada. Era Dios. Era Dios que le hablaba a través de los cuerpos enfermos y de las pobres almas sin ideal. Era Dios. Y había sido ella misma, Anamari, la que le había afinado el oído.
     Oró largamente, y ella notó algo raro en sus ojos, como un mar profundo, lejano, cada vez más transparente y cada vez más hondo. Lloró a escondidas, porque si renunciar al amor siempre es difícil, renunciar a Anamari era heroico.
 
     —Padre, lo he visto claro. Estoy deshecho, pero no se puede discutir con Dios.
     En la vida sacerdotal hay momentos en los que se tiene la sensación de tocar el misterio con la palma de la mano. No sólo en la misa, no sólo al trazar una cruz sobre un corazón arrepentido. Somos puentes, pobres puentes solitarios, que unen Dios y los hombres, los hombres y Dios. Sencillos puentes, puentes olvidados. Pero también somos testigos de Dios, vemos, palpamos su obrar, tocamos el eco de su palabra, pobres puentes solitarios, escenario de Su amor y del amor de sus hijos.
     —Por si quedase alguna duda, que no me queda, acabo de encontrar una frase de san Pablo que no tiene réplica: « ¡Vamos, hombre! ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?»
 
      —Anamari, temía su visita. Siempre es doloroso ver sufrir. El tiempo, tiene usted razón, no cura nada. El Señor, sí. Basta abrir el Evangelio para ver que pasó —y pasa— haciendo el bien. Las heridas del corazón han de lavarse primero con lágrimas —por eso encuentro normal que llore—, pero luego han de ponerse al Sol. El Señor pasará, está pasando, y dará sentido a su dolor.
     ¿Qué es la vocación? La de Ernesto, un servicio social. Ser padre no de sus hijos, sino de los hijos de Dios. La suya, de momento, un ofertorio. Alguien es ofrecido. Todos los que ofrecen ofrecen con amor, pero hay personas que ofrecen el amor.
     Esperaba su visita. Porque suponía su dolor, porque estoy cierto de su fe, he escrito tres frases detrás de una cartulina:
     La primera ya la habrá oído de labios de Ernesto: «Anamari, ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?».
     La segunda son palabras de una madre que acababa de perder a su hijo. Fíjese: «Frecuentemente es de Dios de quien tenemos envidia».
     La tercera es una definición bastante buena de la vocación de Ernesto y de su vocación, de mi vocación y de la vocación de cada cristiano: «La vocación es algo esencialmente social. Algo sustraído al capricho del individuo. Es realizar sencillamente la idea que Dios tiene de nosotros».
 
 
 

II


     Era el tercer día de Ejercicios. Por la mañana. Un muchacho llamó a mi habitación.
     —Padre, ¿podría hacerle una pregunta?
     —¿Fácil o difícil?
     — Yo creo que para usted será fácil, pero para mí...
     Le hice sentar. Empezó sin preámbulos:
     —¿Qué es la vocación?
     Y clavó sus ojos en los míos, sin pestañear, sin arrogancia, en espera de una respuesta definitivamente liberadora.
     Mecánicamente me quité las gafas, me froté los ojos.
     Mientras, sin querer, me acordé de mi profesor de moral, un hombre anciano, pequeño, que sabía demasiado: cada vez que empezaba una nueva cuestión se pasaba toda una clase dando definiciones, primero, e impugnándolas después, sin llegar nunca a encontrar una definición plenamente satisfactoria. Comprendí, de repente, que mi viejo profesor había estudiado en la vida de los hombres, además de haber leído muchos libros.
     Aquellos ojos no buscaban una definición teórica de la vocación, preguntaban por su vocación. ¡Su vocación! ¿Qué sabía yo de su vida, de los planes de Dios sobre él, de su familia, de su fe, de su esperanza?
    Me puse las gafas.
     Finalmente le dije:
     —No lo sé.
     Quiso sonreír, creyendo que bromeaba, pero comprendió que no, que lo había dicho en serio.
     —Pero...
     Y bajó los ojos, desconsolado.

     Un silencio molesto cayó sobre nosotros. No pude, de veras, no pude salir del paso con unas frases ingeniosas. Tenía mis ideas sobre la vocación. Hasta había dado no hacía mucho unas conferencias sobre ella. Pero no era lo mismo. Una cosa es la definición de la vocación y otra, muy distinta, la vocación de un cristiano concreto, la de aquel muchacho desconocido que tenía ante mí, medio encorvado, lejano, preocupado.
     —Entonces..., murmuró.
     Había que romper aquel silencio. Sin filosofías. Por esto intenté aplazar la respuesta:
     —Mira, la definición que yo recuerdo está en latín. No la entenderías. ¿Me dejas unas horas para traducirla?
     Me miró de nuevo, entre incrédulo y animado, deseoso de que no se le cerrase aquella puerta.
     —Durante los ratos libres, procura encontrar la definición de «amistad». ¿Quieres? Y, si te sobra tiempo, busca también la de «alegría». Luego, por la noche, vienes y hablamos.
 
      Vino, y hablamos. Hablamos de todo: de los Ejercicios y de su infancia, de sus hermanos y de sus viajes, de su casa y de las misiones...
     De todo. Daba gusto oír a aquel muchacho con inteligencia de hombre y corazón abierto.
     No había encontrado la definición de «alegría», ni la de «amistad».
     —Es algo que noto en mí, pero no sé cómo explicarlo.
     —¿Te extraña, entonces, que tampoco yo sepa definir la vocación?
     —Padre, no vale, es distinto. Usted ha de saber...
     Le expliqué la costumbre de mi viejo profesor de moral, con sus letanías de definiciones. Cada una desde un punto de vista diferente. Con un aspecto luminoso. Pero incompletas. Y esto tratándose de definiciones teóricas. Porque luego hay que tener en cuenta las situaciones concretas y personales.
     —Tú no me preguntas por la definición de vocación. Tú quieres que te diga tu vocación. Esto no es fácil. Me atrevo a decirte que es imposible.
     Esta vez no dio señales de contrariedad. Comprendía que hablaba noblemente, que intentaba acompañarle, ser testigo de su aventura. Pero sólo testigo. La vocación es algo demasiado íntimo, demasiado personal, para que alguien, desde fuera, intervenga en su decantación.
     —La vocación es el designio amoroso de Dios sobre cada cristiano. ¿Recuerdas las meditaciones del primer día? Todo  —las piedras, los astros, los árboles...—, todo es un canto de gloria al Creador. La gloria de Dios. Cada cristiano que va madurando su fe, su caridad, su esperanza, es una nota más afinada en ese concierto universal. Concierto universal en una Iglesia, en un cuerpo maravilloso —decimos cuerpo místico— cuya cabeza es el Señor, cuyos miembros somos nosotros. Cada uno en su puesto. Cada uno piedra de un templo —piedras de fundamentos, de columnas, de capiteles, de altar...—, piedras vivas amorosamente pulidas por el Espíritu, compradas a precio de sangre por Jesús...
     Mis palabras encontraban eco sonoro en el silencio de la noche.
     —...Lo que Dios espera de cada hijo suyo es una disponibilidad generosa. El Señor baja todas las tardes, como al principio, cuando la creación, a pasear con sus hijos. Lo que busca es cariño. Necesita amistad. La vocación es una amistad.
     Le brillaban los ojos. No quise que mis palabras pudiesen estorbar la acción de la gracia. Era excesivamente tentadora aquella atención, aquel sorber cada palabra que iba diciendo.
     Tomé el Evangelio de encima la mesa.
     Y leí despacio:
     «Hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo:
     —He aquí el Cordero de Dios.
     Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús.
     Volvióse Jesús a ellos, viendo que le seguían y les dijo:
     —¿Qué buscáis?
     Dijeron ellos:
     — Maestro, ¿dónde moras?
     Les dijo:
     — Venid y ved.
     Fueron, pues, y vieron donde moraba, y permanecieron con Él.
     Eran como las 4 de la tarde».
     (Eran como las 4 de la tarde. En una época en que no usaban cronómetros es significativo ese detalle señalado por Juan muchísimos años después. Es el recuerdo amoroso de una intimidad nunca olvidada).
     «Vosotros sois mis amigos. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: pero os digo amigos, porque todo lo que oí al Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».
 
     Dieron las dos. La luna caía poderosa sobre el mar. Nadie hubiera dicho que era de noche. Apoyados los codos en la ventana, permanecimos Dios sabe cuánto tiempo extasiados, sumergidos, en aquella paz.
     —Padre, ya sé qué es la vocación. Es una amistad.
     Guillermo hablaba en voz baja, despacio, como vaciando el alma en cada palabra.
     —Una amistad, y una alegría que nunca había sospechado. Yo creía que era una voz que se oía, que llamaba: como si Dios tuviese que pronunciar mi nombre. No hace falta. Sería superfluo, inútil. Y luego esa paz tan grande. Sí, es una amistad.
 
 
 

III


     Hace unos días me fui a vagabundear. Un poco por curiosidad y otro poco por necesidad vital.
     En las ciudades vivimos demasiado a compás, demasiado supeditados a la tiranía de un horario. En la ciudad ni hablar se puede: que si el teléfono por aquí, que si otra visita, que si una reunión... Imposible que aflore una confidencia porque el que habla contigo teme robarle el tiempo, imposible un consejo sin que sepa a aspirina.
     Cuando uno vagabundea, no. Vagabundear es un placer.

     Me metí en un coche de línea provinciano para contemplar el paisaje a mis anchas y escuchar el latir de la gente, la gente sencilla que cubicando con cuidado cestos y paquetes, críos y conejos, cuenta a voces sus cosas, sus grandes pequeñas cosas, indiscutiblemente más importantes que lo que el periódico nos suministra puntualmente cada mañana.
     Un hombre de unos 60 años, educado sin afectación, con bastantes canas, se sentó a mi lado aun cuando el coche no estaba ni medianamente ocupado. Algo insólito. Consulta al canto, pensé. Y cerré el libro que me servía de parapeto y de observatorio.
     —Usted no es de aquí, ¿verdad?
     —Pues, sí y no. Mis padres viven ahí cerca, pero yo ahora resido lejos.
     —¿Trabaja en una parroquia?
     —No. Estoy en un seminario.
     —Lo celebro. Soy médico.

     Un hombre convencido de la grandeza de su profesión. Siempre he admirado a los médicos de pueblo que, sin radiografías, sin análisis, pero con mucho corazón, serenan nuestra doliente humanidad. Padre de cuatro hijos, tres de ellos médicos también y la más pequeña, 21 años, con la carrera de maestra y a punto de terminar la de asistente social.

     — Me he sentado a su lado para hablarle de mi hija, aunque usted no la conozca. Quiere hacerse religiosa. Padre, usted no sabe el disgusto que nos ha dado. Su madre está desconsolada, ha enfermado. Yo mismo no sé qué pensar. Dice que tiene vocación. ¿Cómo saberlo con seguridad? ¿Qué es la vocación?

     Parece mentira, pero ahí estaba otra vez la pregunta de siempre. No lo entiendo. ¿Es que es un tema que preocupa a todo el mundo? ¿O es que yo pongo una cara especial?

     —¿Usted practica?
     —Sí, padre. Nuestra familia, gracias a Dios, es creyente. Dios ha presidido siempre nuestro hogar.
     Y lo decía sin presunción.
     —¿Le extraña, entonces, que el Señor quiera para sí a uno de los suyos?
     —Verá. A mi esposa y a mí nos hubiera gustado que alguno de los chicos hubiese sido sacerdote. Pero es que ser sacerdote es distinto. Además, es la pequeña, la única hija. Compréndalo, padre.

     «Compréndalo, padre». Sí, no era un caso teórico, no era algo impersonal. Era su hija, su pequeña, una muchacha cariñosa, sencilla, buena. Su hija.
     Durante largo rato me fue contando cosas de ella, de su esposa, de sus hijos, de su profesión.
     Vagabundear es un placer, dije antes. No. Vagabundear es una lección de humanidad.

     —¿Cómo saber con seguridad si tiene vocación? ¿Qué es la vocación?
     —Preguntar qué es la vocación es enfocar mal el problema, es perder el tiempo. Nadie sabe lo que es la vocación, nadie puede saberlo. Porque la vocación así, en abstracto, no existe. Los cristianos, cada cristiano, estamos en este mundo para algo. Este «para algo» concreto, personal, de cada uno es la vocación. «Para algo» dentro del plan de Dios, «para algo» en la Iglesia. Usted, ¿por qué se hizo médico?
     — Pues no lo sé. Creo que lo voy sabiendo de día en día. Cuando joven fue una como corazonada. Quería ayudar a los demás. Me pareció que la medicina era un buen servicio. Pero, quizá ni eso, quizá lo voy descubriendo ahora.
     —¿Y usted me pregunta qué es la vocación y quiere tener seguridad de ella? A los occidentales, el intelectualismo, lo abstracto, nos pierde. Barajamos ideas, conceptos. Siempre. También cuando pensamos y hablamos de Dios y de sus cosas. Hasta decimos, fíjese, que Dios es la Verdad. ¡La Verdad! Los hebreos decían con más ingenuidad, con más colorido, que Dios era su piedra. Los salmos lo recuerdan a cada paso. «Dios es mi piedra», algo firme, algo que no cambia, algo seguro, alguien sobre el que puedo apoyarme confiadamente. Pedimos definiciones. Enfocamos los problemas intelectualmente. ¿No recuerda la aguda frase de Saint-Exupéry: «Sólo se ve bien con el corazón»? Y queremos estar «seguros». Como si abandonarse en Dios fuera un riesgo. Un hijo quiere ser ingeniero, químico, abogado, y, ya está, a estudiar. Una hija quiere consagrarse a Dios y necesitamos «asegurarnos». Estar «seguros» ¿de qué? ¿Es que el Señor ya no puede cautivar hoy con su amor a los hijos de los hombres?

     El coche bordeaba la costa. Allí, a dos pasos, unos veleros surcaban el mar en calma.
     — La vocación es el soplo del Espíritu que hincha nuestra pequeña vela. Usted en su hogar ha ido tejiendo cuatro velas, sus hijos. El Espíritu —el Señor— sopla donde quiere y cuando quiere. No sabemos por qué, no sabemos cómo. Dios es un mar infinito surcado por innumerables velas. Hay cristianos que las arrían cuando se levanta el soplo divino. Tienen miedo de abandonar la orilla. Demasiados cristianos tienen miedo de Dios. Algunos, los que le aman, se fían de Él. No saben qué les espera, no lo saben, pero confían. Son cristianos que no piden definiciones, se lanzan mar adentro. «Quien no se lanza mar adentro nada sabe del azul profundo del agua, ni del hervor de las aguas que bullen; nada sabe de las noches tranquilas cuando el navío avanza dejando una estela de silencio; nada sabe de la alegría de quedarse sin amarras, apoyado sólo en Dios, más seguro que el mismo océano...».

     Fue un diálogo sereno, cordial, imposible de transcribir. El mar se nos metía en el alma, pero no el mar que veíamos allí a dos pasos, sino la inmensidad de Dios surcada de cristianos, de hijos, que intrépidos, confiados, se lanzan a sus brazos.

     Bajó en la próxima parada. Su hija le esperaba. El Señor sabe bien a quien elige. Tiene buen gusto.
     Mientras iban alejándose, pensé que Él, a veces, no elige para sacerdotes a los hijos de ciertas familias porque los padres le ponen condiciones. «Este hijo, sí. Esta hija, no.» Padres para los que el sacerdocio es una dignidad. No saben que el Señor es el Señor. No saben que el sacerdocio no es más que un humilde servicio, que lo que importa, lo único que importa de veras es hacer Su voluntad. «Hacer su voluntad». Los padres más que buscar para sus hijos esta o aquella vocación han de prepararles para que recen bien el «padrenuestro». Sólo entonces vendrá Su reino, sólo entonces todos los hijos estarán dispuestos a cumplir Su voluntad.


     La vocación no es un problema individual (¿Qué espera Dios de mí?), ni algo exclusivamente moral (¿Oponerse a Dios es pecado?), ni siquiera ha de plantearse preguntándose: ¿Cuál es la vocación mejor? Se pertenece a una Iglesia, donde todo es mejor, donde se obra por amor y en la cual se vive como miembro.

     La vocación no es sólo un gusto, no es sólo una inclinación, no es sólo querer, no es sólo poder. Nadie «tiene» vocación. Es la vocación la que nos tiene a nosotros, es ella la que nos va teniendo a medida que afinamos nuestro oído, a medida que nuestros ojos descubren que alguien ha de repartir el Cuerpo de Cristo, la Palabra de Cristo, el Amor de Cristo.

     La vocación no es cuestión de evidencia, sino de amor.

     La vocación es algo esencialmente social. No consiste en un sentimiento, ni en un gusto, ni hay que esperar una llamada telefónica de Dios, ni se nace con una señal especial en la frente. Él llama cuando da ojos para ver las mieses granadas que se pierden por falta de brazos.

     La vocación es como un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que un conocimiento del futuro es una correspondencia amorosa. Es una amistad.

 
332
Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermanos». Al principio con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en los cielos), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!- Jorge Sans Vila