DOS CUENTOS PARA PENSAR volver al menú
 

 

     El primero, subrayando el aspecto contemplativo que no debería faltar en la presencia de la vida religiosa inserta en medios populares.
     El segundo, dedicado a los aprendices de evangelizadores.

J.S.V.


Una vez, no hace tanto...

     ...ni muy lejos, había un pueblito solitario y perdido entre las ciudades de los hombres. Era un pueblito chiquito y sin importancia. No tenía ni emisora ni radio, y por eso todos pensaban que esa gente del pueblito no tenía nada que decir. En ese pueblito de campo todos hablaban bajito porque se habían acostumbrado a escuchar. De vez en cuando, sí, cantaban, chiflaban o tarareaban; y tenían los ojos grandes, acostumbrados a mirar.
    Era un pueblito con niños desnutridos, de barriguita abultada y bracitos de mamboretá.
    Un grupo de científicos vino una vez a visitar el pueblito. Vinieron derrochando palabras y sonrisas, y hablaron en términos exactos e incomprensibles. Llenaron planillas con nombres y preguntas, tubitos de vidrio con muestras de sangre. La verdad es que la gente del pueblito se sintió humillada y guardó silencio. Los científicos los conceptuaron como gente apocada y taciturna. Diagnosticaron descalcificación y avitaminosis. Mientras que los niños del pueblito hasta ahora sólo se habían dado cuenta de que tenían hambre. Los científicos elevaron un informe al ministerio. Si llegó hasta aquella orilla, no sé, porque era de papel.
     Pero el Señor Dios amaba a ese pueblito. Y quiso ayudarlos. Por eso, un buen día el Señor Dios mandó a ese pueblito tres cabrillas y una vaca. Cuatro animalitos de ojos mansos y un balido adentro. Nada traían al pueblito; simplemente venían a quedarse. Una había nacido en una estancia, las demás en otras partes.
     Al principio despertaron curiosidad. Al pasar por las calles del pueblito la gente las miraba. Como no venían a buscar ni a traer nada, pronto fueron admitidas en la vida del pueblito. Las vieron mansas e indefensas y comenzaron a protegerlas; hasta comenzaron a hablarles porque las vieron calladas.
     Para alimentarse les bastó con los yuyos y pastos que crecían en el lugar, y que ellas mismas salían a buscarse. Y la gente se alegró de verlas comer y alimentarse de lo mismo que había entre ellos.
     Y por eso, no sólo no las espantaron del lugar sino que hasta llegaron a construirles un corral. Un corral para sus noches; porque de día les gustaba verlas por sus calles, entrar en sus patios, participar de su misma geografía familiar. Hasta se hicieron amigas de sus perros, que ya no las toreaban al verlas llegar. Y ustedes saben que en el campo, solamente a las visitas amigas los perros no les ladran.
     Y fue así como, con el tiempo, el pueblito se dio cuenta del regalo que Dios les había hecho con ellas. En cada madrugada empezaron a contar con sus vasos de leche para sus niños chicos, para sus ancianos enfermos, para sus madres que amamantaban.
     Vaso de leche que no era una realidad traída de afuera. Pero que sin embargo hasta ahora nunca habían tenido. Eran sus propios pastos, su trébol familiar asumido y rumiado lento en sus horas de silencio y soledad, con sus ojazos vueltos hacia el cielo. Y los hombres del pueblito se dieron cuenta de la importancia de esos tiempos de rumia y de silencio que pasaban sus animalitos. Y como por instinto comenzaron a respetar esos momentos.
     Cuando a eso de la oración, por las tardes, al caer el sol, todos volvían del trabajo y las veían reunirse en su corral y quedarse quietas con los ojazos mirando al cielo, se dieron cuenta de la importancia de ese tiempo para ellos. Y respetaron su soledad y su silencio. De esa rumia del atardecer dependía que la leche fuera tan sabrosa en la madrugada. Eso no hubo necesidad de explicárselo a la gente del pueblito: se dieron cuenta solos, porque eran gentes con ojos acostumbrados a ver.
     No sé si a ustedes les pasará lo mismo. Pero a mí a veces me da pena ver a tantos animales con capacidad de rumia, uncidos noche y día a los arados, con tiempo apenas para comer. Y me pregunto si no será esa la causa de que en nuestro pueblo se sufra descalcificación.

Mamerto Menapace

Cuentan las crónicas...

     ...que en tiempos de las Cruzadas había en Normandía un antiguo monasterio regido por una abadesa de gran sabiduría. Más de cien monjas oraban, trabajaban y servían a Dios llevando una vida austera, silenciosa y observante.
     Un día, el obispo del lugar acudió al monasterio a pedir a la abadesa que destinara a una de sus monjas a predicar en la comarca.
     La abadesa reunió a su Consejo y, después de larga reflexión y consulta, decidió preparar para tal misión a la hermana Clara, una joven novicia llena de virtud, de inteligencia y de otras singulares cualidades.

     La madre abadesa la envió a estudiar, y la hermana Clara pasó largos años en la biblioteca del monasterio descifrando viejos códices y adueñándose de su secreta ciencia. Fue discípula aventajada de sabios monjes y monjas de otros monasterios que habían dedicado toda su vida al estudio de la teología. Cuando acabó sus estudios, conocía los clásicos, podía leer la Escritura en sus lenguas originales, estaba familiarizada con la Patrística y dominaba la tradición teológica medieval. Predicó en el refectorio sobre las «procesiones» intratrinitarias, y las monjas bendijeron a Dios por la erudición de sus conocimientos y la unción de sus palabras.
     Fue a arrodillarse ante la abadesa: «¿Puedo ir ya, reverenda madre?» La anciana abadesa la miró como si leyera en su interior: en la mente de la hermana Clara había demasiadas respuestas. «Todavía no, hija, todavía no...».

     La envió a la huerta. Allí trabajó de sol a sol, soportó las heladas del invierno y los ardores del estío, arrancó piedras y zarzas, aprendió a esperar el crecimiento de las semillas y a reconocer, por la subida de la savia, cuándo había llegado el momento de podar los castaños... Adquirió otra clase de sabiduría: pero aún no era suficiente.

     La madre abadesa la envió luego a hacer de tornera. Día tras día escuchó, oculta detrás del torno, los problemas de los campesinos y el clamor de sus quejas por la dura servidumbre que les imponía el señor del castillo. Oyó rumores de revueltas y alentó a los que se sublevaban contra tanta injusticia.
     La abadesa la llamó: la hermana Clara tenía fuego en las entrañas y los ojos llenos de preguntas. «No es tiempo aún, hija mía...».

     La envió entonces a recorrer los caminos con una familia de saltimbanquis. Vivía en el carromato, les ayudaba a montar su tablado en las plazas de los pueblos, comía moras y fresas silvestres y a veces tenía que dormir al raso, bajo las estrellas. Aprendió a contar acertijos, a hacer títeres y a recitar romances, como los juglares.
     Cuando regresó al monasterio, llevaba consigo canciones en los labios y reía como los niños. «¿Puedo ir ya a predicar, madre?» «Aún no, hija mía. Vaya a orar».

     La hermana Clara pasó largo tiempo en una solitaria ermita en el monte. Cuando volvió, llevaba el alma transfigurada y llena de silencio. «¿Ha llegado ya el momento, madre?» No; no había llegado.

     Se había declarado una epidemia de peste en el país, y la hermana Clara fue enviada a cuidar de los apestados. Veló durante noches enteras a los enfermos, lloró amargamente al enterrar a muchos y se sumergió en el misterio de la vida y de la muerte.
     Cuando remitió la peste, ella misma cayó enferma de tristeza y agotamiento y fue cuidada por una familia de la aldea. Aprendió a ser débil y a sentirse pequeña, se dejó querer y recobró la paz.
     Cuando regresó al monasterio, la madre abadesa la miró gravemente: la encontró más humana, más vulnerable. Tenía la mirada serena y el corazón lleno de nombres.
     «Ahora sí, hija mía, ahora sí.» La acompañó hasta el gran portón del monasterio, y allí la bendijo imponiéndole las manos.

     Y mientras las campanas tocaban para el Ángelus, la hermana Clara echó a andar hacia el valle para anunciar allí el santo evangelio.
     En alabanza de nuestro señor Jesucristo y su santa Iglesia. Amén.

M. Dolores Aleixandre


329 Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que «no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras que decir a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».— M. Menapace.