DE MANERA ESPECIALÍSIMA volver al menú
 



      Imagino que los ecologistas estarán contentos con la nueva edición de «A corazón abierto»: en la cubierta ya no aparece la foto de Michel Quoist pipa en mano.
      Yo también estoy contento, porque para mí es con mucho el mejor libro de todos los que le he traducido, que no son pocos.
      Ya sé que no va camino de alcanzar la cota casi mítica de las 76 ediciones en castellano de «Oraciones para rezar por la calle». Pero es un libro que recomiendo encarecidamente a los amigos de verdad: por el techo de vuelo en que se mueve, tan humano, tan cordial, tan poco «ex cathedra» para que el lector viva lo que va descubriendo, ese «no quiero que penséis que soy diferente de vosotros» que a uno le hace sentirse persona pensante y deseosa de hacer el bien
      Y se lo recomiendo de una manera especialísima a quienes me preguntan «¿qué es un sacerdote?». Porque en este libro se ve a un sacerdote de carne y hueso en su vivir día a día, con su horizonte vital. Para abrir el apetito, transcribo a continuación unos cuantos «capítulos».

J.S.V.



38 Los jóvenes que trato actualmente y que se cuestionan seria, profundamente sobre la fe, casi todos han tropezado con hombres de oración.
      Y no es de extraña.
      La más estremecedora de las preguntas que le asalta al hombre leal —sobre todo en el mundo moderno— es la de los hombres, las mujeres, realizados, serenos, radiantes, a los que se descubre parados, inmóviles, clavados en la oración. O son unos locos (pero distintos a los inquilinos de los centros psiquiátricos) o se hallan recogidos ante una fuente de fuerza, de energía, ante alguien.
     Porque, ¿puede alguien sentirse colmado permaneciendo inmóvil ante nada?, ¿puede alguien apagar su sed en medio de un desierto sin oasis?, ¿puede alguien ser iluminado, alumbrado, en una noche total?, ¿puede alguien crecer, desarrollarse, enriqueciéndose de la nada?
     Si no son locos, existe... Alguien.


50 Rezar es «perder» el tiempo ante Dios. Nos resulta más difícil perder el tiempo que darlo.


54 Muchos hombres emplean mucho tiempo buscando nuevos vos caminos. ¿No será una manera elegante de evitar vivir su camino actual?


65 El hombre moderno tiene necesidad de ver el mundo que construye.
     Quiere verificar el poder de su ciencia y de su técnica.
     Quiere constatar el resultado de su lucha. Un trabajo «espiritual» mueve a pocos.
     He ahí una de las razones del reducido número de vocaciones religiosas.
     Los jóvenes mejores quieren luchar para liberar a sus hermanos del mundo obrero, quieren trabajar por los países en vías de desarrollo, entregarse en favor de «obras» contra la pobreza, la enfermedad, etc.
     Quieren trabajar en la restauración y en la reconstrucción, pero todos quieren contemplar el fruto de su trabajo.
     En cambio hay penuria de trabajadores nocturnos, los de las raíces y los fundamentos, los de la savia que no se ve cuando la rama rota sangra por la vida estropeada.


107 Dime, ¿qué posees que no hayas recibido?
      Y ¿qué tienes que puedas guardar?
     ¿Con qué derecho amontonas riquezas tú, sabiendo que tus hermanos, también ellos, viven de lo que reciben de los otros... y de ti?
     Vivir es acoger la vida constantemente y darla constantemente.
     Si guardo mi vida, soy un malversador, un sustractor de vida.
     Si guardo mi vida, mato la vida, hecha para circular de mí hacia los otros.
     Si guardo mi vida, mato al otro, a los otros que esperan de mí la vida que he de transmitirles. Cometo un pecado... «mortal».


127 Esta mañana acompañé al P. Lebrel, dominico, fundador de «Economía y Humanismo». Se embarcaba para Perú. El presidente de aquella república le había encargado estudiar y proponer al gobierno un plan de desarrollo para el país.
     Estuvimos hablando casi dos horas. El diálogo fue apasionante y enriquecedor, pero quizá más aún la actitud y los gestos del padre.
     Al salir me esperaba un joven de la JOC. Le pedí disculpas porque no tenía tiempo para atenderle. Entré un momento para firmar el correo. Al volver encontré al padre sentado junto al chico. Los dos charlando, o más bien charla uno, el jocista. Responde a las preguntas del padre. Escucho. Observo.
     El P. Lebret, inmóvil, mira a su interlocutor, es más, le «devora» con unos ojos chispeantes en los que parece haberse dado cita toda la malicia del mundo junto a la inteligencia, la lucidez y la bondad.
     Ojos que escrutan y que dan la impresión —impacientes por ver en profundidad— de estar mirando alegremente por encima de unas gafas de cuatro chavos, apoyadas en la punta de la nariz. Ojos que «escuchan».
     Vamos con retraso. Intervengo:
     —«Padre, ¡recuerde que el capitán del barco le espera!».
     —«Sí, ya voy».
     Pero vuelve a hacer una nueva pregunta. Y escucha y vuelve a escuchar. Esperé casi media hora más. Cuando al fin salimos, exclamó:
     —«¡Qué pena no haber tenido más tiempo! ¡Era tan interesante!».
     Llegamos muy tarde al muelle. Un mozo cogió el numeroso equipaje del padre para llevarlo a su camarote. Tuvo que hacer dos viajes. Nos abordó un oficial:
     —«¿El P. Lebret?».
     Saludos, palabras amables.
     —«Si me permite, le acompaño. El capitán le espera para almorzar».
     —«Sí...».
     Pero mientras tanto el mozo ha desaparecido y el padre. propina en mano, empieza a mirar para dar con él. Va hacia un lado, me manda a mí hacia otro. Un poco molesto, dejo plantado al oficial para buscar al mozo. A los diez minutos, quizá al cuarto de hora, aún no ha aparecido.
     El P. Lebret está contrariado. Tímidamente me atrevo a intervenir:
     —«¡Padre, le están esperando!».
     Ni se mueve, sigue buscando con los ojos, descubre a otro mozo y le para:
     —«Perdone, amigo, uno de sus compañeros se ha hecho cargo de mi equipaje, pero me he distraído y se ha marchado sin que haya podido entregarle esta propina. Téngala. Si por casualidad le encuentra, désela y que disculpe. Y si no lo localiza quédese con el dinero, por supuesto».
     El mozo se queda de piedra, el oficial no entiende nada, y yo admiro al hombre, experto internacional de la ONU, consultado por jefes de Estado, consejero de Pablo VI (colaboró en la redacción de la «Populorum progressio»), autor de diversos planes de desarrollo para países enteros, o de reestructuración de regiones y ciudades, etc. Sí, admiro al hombre que es capaz de interesarse por los grandes de la tierra y escuchar igualmente con la misma atención, más quizá, a un aprendiz que le cuenta su vida, al hombre que es capaz de «perder» media hora por un gesto de justicia y amistad. ¡Hombres así cambian el mundo!


148 Los hombres del mundo moderno comienzan a darse cuenta de que la felicidad no está en la línea del consumo. Muchos jóvenes buscan en la oscuridad no sé qué nuevos caminos, por países nuevos. En cuanto se dan cuenta de que hay alguien que sabe, que ve, se lanzan. Tienen necesidad de «videntes» que descubran el más allá de los hombres, de la historia, del mundo.
      Me encanta santa Bernardita, porque mirando en el hueco de la roca veía ... más allá. Los otros afluían en torno a ella. Venían de todas partes, esperaban de rodillas horas y horas, sordos a los gritos de los gendarmes que intentaban hacer que circularan., sordos a las amenazas de multas, de encarcelamiento. Querían ver también ellos, pero no veían. Entonces «,la» miraban y veían que veía. Sería preciso que yo viese. Sería preciso que los otros, al mirarme, viesen que veo.
      Mañana, tendremos necesidad de sacerdotes comprometidos en la vida, codo a codo con sus hermanos, en lucha para construir un mundo mejor, pero aún tendremos más necesidad de sacerdotes que sean contemplativos, «videntes», hombres del «sentido»
     ¿De qué sirve construir un mundo si no se sabe cómo, por qué y para quién?


170 Una vez más me han preguntado de qué hablo en mis conferencias. Contesté: Grito a Jesucristo.
      Es verdad. Hasta ahora nunca he dejado de hacerlo. En todas partes. Incluso cuando algunos decían que convenía callarse.
      Más de una vez he puesto nerviosos a los que me invitaban. Me llenaban de recomendaciones: sobre todo, sea discreto: su auditorio es difícil: hemos invitado «a todo el mundo», no sólo hay cristianos; hable del amor, del sentido de la vida...: ¡qué sé yo!, pero ¿y de Jesucristo...
      En cualquier lugar., ante cualquier auditorio., anuncio a Jesucristo. Me digo: saben que soy sacerdote. Me invitan, allá ellos con el riesgo y el peligro. Nunca me he arrepentido.
     Pero nunca intento «demostrar a Jesucristo». Digo: creo esto. No os obligo a creer. No puedo daros la fe. La fe no se da. No puedo transmitírosla. No se transmite. Nadie puede forzar a alguien a creer que es amado. Nunca me han echado en cara mi testimonio. Nunca se reprocha a nadie cuando dice lo que cree. Difícilmente se le perdona que intente arrancar una adhesión.
     Hay días en que vivo tan poco de Jesucristo, que me asalta la tentación de callarme (a veces casi tengo vergüenza de gritarle tan fuerte). Pero sé que es una tentación. Si tuviese que esperar a vivir suficientemente de Jesucristo para poder hablar de él, todavía no habría abierto la boca.
     ...Lo que me consuela, Señor, pero no me excusa, es que tú te sirves de no importa qué altavoz para continuar diciendo a los hombres que les amas. Continúa conmigo, aunque haya interferencias.


294 ¿Por qué, una vez más esta tarde, Jacques, pienso en ti, siendo así que ha pasado mucho tiempo desde que te encontré?
      Te recuerdo a ti, extranjero llegado a Francia clandestinamente, huyendo de un campo de la Europa central (campo de «personas desplazadas» después de la guerra). Nunca supe exactamente quién eras. ¿Lo sabías tú mismo? Cargado con tus apenas veinte años, pero veinte años de sufrimientos, andabas errante desde hacía unas semanas, sin trabajo, sin casa, sin pan, sin amo.
      Nos encontramos en París. Te di, creo, lo que podía darte: alimento y amistad. Rechazabas casi el alimento, te lanzaste sobre la amistad. ¡Cuánta hambre la tuya! Juntos dimos algunos pasos, difíciles, imposibles. Para encontrar trabajo necesitabas «papeles», para obtener papeles necesitabas trabajo: desesperante círculo vicioso.
     Te confié a algunos amigos, te metí luego en «organismos-que-se-ocupan-de-extranjeros» y marché. Tenía que marchar. Te dejé mi dirección. No esperaba ninguna carta, apenas sabías escribir el poco francés que conocías. Entonces, ¿por qué? No quería romper los lazos anudados. Quería decirte: «Jacques, existo para ti, y tú existes para mí. Te quiero. Jacques, mi hermano desconocido».
     Quince días más tarde, estabas allí, a mi lado. Me habías encontrado en aquella población perdida en Normandía donde trabajaba. Para venir hasta mí habías robado una bicicleta y rodado cuatro o cinco horas. Estabas extenuado pero hablabas ya de regresar. Tenías que «fichar» cada día en la comisaría de policía del hogar donde estabas temporalmente albergado.
     Logré que te quedases a comer, pero tenías prisa. Tenías miedo de llegar tarde a París. No formulabas ninguna petición. Confieso que, en silencio, me preguntaba por qué habías venido. ¿Era simplemente para verme? Parecía que tenías prisa por partir.
     Te acompañé por la carretera y ahora era yo quien decía: es mejor que marches, te queda mucho camino. Y tú decías: acompáñame todavía un poco. Y te acompañé. Anduvimos un trecho. Y seguía pensando: ¿por qué has venido?
     Había que separarse. Apretaba en mi mano nerviosamente el dinero que quería darte. ¿Cómo hacerlo sin herirte? Había esperado demasiado. Traté de deslizarlo en tu bolsillo pero te diste cuenta, de un salto te hiciste a un lado, protestando enérgicamente. Supe que no aceptarías y sin embargo yo insistía torpemente: «para tomar una cerveza, durante el viaje». Imposible. Entonces como esbozara un reproche: «¿Por qué no lo quieres, Jacques, no somos hermanos?», me dijiste mirándome fijamente a los ojos: «Porque si tomara el dinero, quizá creerías que he venido por esto. Y yo he venido para verte y... —bajaste los ojos y enrojeciste un poco— para que me dieras un abrazo».
     Te abracé. Partiste.
     La carretera era recta, permanecí mucho tiempo mirándote mientras te alejabas. Muy lejos te distinguía todavía. Te volvías y con el brazo me decías «adiós».
     Era antes de Navidad. Cuatro o cinco días después de la fiesta, recibí una nota del director del hogar donde dormías. Decía: «Jacques se suicidó la noche de Navidad. Encontramos la dirección de usted en la mesa de su habitación. Había escrito junto a su nombre: "Avisar a mi hermano." Nos había hablado de usted. Le quería mucho».


     Ahora sé, Jacques, por qué vuelvo a pensar en ti esta noche. Debido a la reunión de esta tarde en la que traté de hacer entender a aquellas mujeres, cristianas sinceras y generosas, que la «caridad» no consiste solamente en ayudar al vecino, a la vecina, enfermos y desamparados, con unos gestos que a veces pueden ser heroicos, sino en luchar también, cada uno individual y colectivamente, en los grupos, las organizaciones, para transformar las «estructuras» del mundo y orientar los movimientos de la historia que machacan a los hombres antes de matarles. Jacques, la guerra, la deportación, los campos, los reglamentos, las leyes, etc., son los que te han matado. Lo sé. No tú.
     ¿Por qué tantos y tantos cristianos encuentran tan difícil descubrir la verdadera «dimensión de la caridad», como decía el P. Lebret? Pero ¿por qué también, en el extremo contrario, tantos y tantos no acaban de creer que una sociedad justa y apacible nunca podrá existir, si le falta el beso de un «hermano».


310 Recuerdo una noche pasada en el hospital, hace ya mucho tiempo. No podía dormir debido a un atroz gemido que punteaba el pesado silencio.
     A tientas fui acercándome hasta descubrir la fuente de aquel sufrimiento. Era un niño. Un niño muy pequeño. Más tarde supe que se había quemado atrozmente.
     Le murmuré unas palabras en voz baja, luego con una mano le estuve acariciando su frente sudorosa, mientras que con la otra le levantaba ligeramente la sábana para evitar toda presión sobre sus miembros probablemente en carne viva. Entonces las quejas cesaban. Al alejarme volvían a oírse más fuertes, más dolorosas. Era inaguantable.
     Volví. ¿Cuánto tiempo me quedé? No lo sé.
     Aquella noche comprendí que cuando no se puede hacer nada para atajar un sufrimiento, queda siempre ese misterioso poder del amor: la presencia, una presencia total, del cuerpo, del corazón y del alma, de todo el ser recogido y ampliamente abierto para recibir, para comulgar, para cargar. El que sufre conserva su sufrimiento, pero ya no está solo para llevarlo.
     María al pie de la cruz llevaba también los sufrimientos de su hijo Jesús.


343 Desde que me han encargado en la diócesis del servicio de las «vocaciones» me preguntan con frecuencia por qué, según mi opinión, son tan pocos los jóvenes que se presentan para ofrecer su vida al servicio de la Iglesia.
     Con frecuencia se entabla una discusión, e indefectiblemente hay adultos que atacan a los jóvenes... tan poco generosos... que sólo piensan en su moto y sus boums, que no quieren arriesgar su vida...
     Y cada vez me sulfuro.
     Ayer, después de la conferencia, durante el tiempo dedicado a preguntas, conservé la de las «vocaciones» para el final (había nueve), pero al ir a contestarla, el organizador del encuentro me hizo señal de que había que terminar. Quería ayudar a reflexionar. Leí en voz alta las preguntas —de hecho casi todas cuestionaban a los jóvenes— y dije: no voy a poder contestarlas, acaban de indicarme que es hora de terminar. Quiero señalar dos pistas de reflexión para que encontréis vosotros mismos las respuestas.
     Primera: los jóvenes que actualmente decís que no quieren comprometerse, son vuestros hijos.
     Somos nosotros, los adultos, quienes hemos hecho la sociedad y las comunidades cristianas en las que han sido educados.
     Segunda: las razones por las que dudan o rehúsan dar su vida son exactamente las mismas que nos hacen dudar o rehusar dar la nuestra, allí donde estamos, en la sociedad y la Iglesia donde estamos.
     Mirémonos. Quizá encontremos las respuestas.

Michel Quoist


320 Dios llama a quien quiere, por libre iniciativa de su amor. Pero quiere, también, llamar mediante nuestras personas. Así quiere hacerlo el Señor Jesús. Fue Andrés quien condujo a Jesús a su hermano Pedro. Jesús llamó a Felipe, pero Felipe llamó a Natanael. No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven, o menos joven, la llamada del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia.- JUAN PABLO II