BALONES DE OXÍGENO volver al menú
 



SALMO DE LA NOCHE OSCURA

¿DÓNDE ESTÁS, OH DIOS? HE PERDIDO TU RASTRO.
POR SENDEROS DISTRAÍDOS ME HE ALEJADO Y NO SÉ EN DÓNDE ESTOY.
HAGO MIL COSAS, TRABAJO TODO EL DÍA, Y PARTE DE LA NOCHE,
Y AL FINAL NO SÉ DÓNDE ESTOY.

SIENTO LA FATIGA DE UN CAMINAR QUE NO LLEVA A NINGUNA PARTE,
PORQUE NO LLEVA A TI
Y SI NO LLEVA A TI, ME ALEJA DE TI Y ME ALEJA DE MÍ MISMO.

¿DÓNDE ESTÁS, OH DIOS? ¿DÓNDE ESTOY?
COMO ADÁN DESPUÉS DE COMER DEL ÁRBOL PROHIBIDO,
ME ENCUENTRO ESCONDIDO Y DESNUDO.
TEMO ESCUCHAR TU VOZ;
NO SIENTO EL PASO DE TU PRESENCIA COMO LA SUAVE BRISA DE LA TARDE.
ME HE ENCERRADO EN MI PROPIA SOLEDAD,
EN MI PROPIA VACIEDAD,
EN MI PROPIA INSATISFACCIÓN.

LEJOS DE TI HE QUERIDO CONSTRUIR MI VIDA
Y EDIFICAR MIS PROYECTOS Y HACER MI REINO;
PERO EN EL FONDO DE MI CORAZÓN SIENTO FRÍO Y SIENTO MIEDO.
TODAVÍA NO ME ATREVO A BUSCARTE, SEÑOR,
PERO AL MENOS ME DOY CUENTA DE QUE HE PERDIDO TU RASTRO.
¿DÓNDE ESTÁS, OH DIOS?

SALMO DE UN NUEVO DÍA

¡AMANECIÓ, SEÑOR, AMANECIÓ!
DESTELLOS DE TU PASCUA DISIPARON MI NOCHE
Y LA LUZ DE TU CUERPO, RECIÉN RESUCITADO,
ILUMINA DE NUEVO LA SENDA DE MI VIDA.

DESDE MI HOREB CONTEMPLO LAS HUELLAS DE TU PASO,
Y SIENTO TU PRESENCIA, MISTERIOSA Y AMIGA,
EN LA MIRADA TRISTE DE AQUEL NIÑO INDIGENTE,
EN EL ROSTRO CANSADO DE MI HERMANO EL MENDIGO,
EN EL CUERPO AFLIGIDO DE UN POBRE MORIBUNDO
QUE TIENE, SIN EMBARGO, EL CORAZÓN REPLETO DE ESPERANZA,
EN LA MANO TENDIDA QUE ES SIGNO DE CONCORDIA,
Y EN LA VOZ VACILANTE DE QUIEN ME IMPLORA AYUDA.

GOZO MIENTRAS CAMINO A TU LADO EN SILENCIO
ANHELANDO QUE ACEPTES ENTRAR EN LA POSADA,
COMO EN AQUELLA TARDE AL LLEGAR A EMAÚS,
TU PALABRA ACARICIE MI CORAZÓN DE NUEVO
Y ME INUNDE TU GRACIA AL COMPARTIR EL PAN.
ALLÁ EN EL HORIZONTE ADIVINO RADIANTE LA PLENITUD DE LUZ
QUE ME ESPERA EN TU REINO.

¡AMANECIÓ, SEÑOR, AMANECIÓ!
POR ESO RECONOZCO QUE MI NOCHE SOMBRÍA
NO ERA AUSENCIA DEL SOL
SINO CEGUERA MÍA.


     Hugo es mi amigo desde hace diez años. Lo conocí siendo yo profesor en la Escuela de Medicina un día en que él leía la «Historia de los Animales» de Aristóteles, precisamente el libro octavo que trata sobre el hombre. No recuerdo qué conversamos en aquella ocasión; pero desde entonces hasta hoy, de estudiante o de médico, me visita sin faltar cada dos meses. Y hablamos largamente de cosas «filosóficas», entre las cuales mezclo yo de vez en cuando asuntos más teológicos... Ayer, cuando llegó a las siete de la noche, estaba yo leyendo a San Agustín, y él -quizás a manera de abrebocas- me preguntó por qué me interesaba esa lectura. Y yo le respondí:

     Me agrada releer de vez en cuando el texto de las Confesiones de San Agustín. Es la mirada que el Santo da a los hechos que rememora, cuando han tomado ya suficiente distancia en el tiempo. Y me impresiona que no escribe allí una autobiografía, sino una meditación. Ni hace psicoanálisis de sí mismo, sino oración de alabanza por todo lo que ha vivido —bueno o malo—; que todo es parte de ese camino providencial y único que le fue llevando poco a poco, no sólo a convertirse, sino sobre todo a descubrir el misterio y el milagro de un Dios más íntimo a sí mismo que la más personal intimidad. Particularmente me gustan las Confesiones no tanto por los episodios que narra su autor, como por la luz que brota de toda la secuencia, y que la trasciende dando a aquéllos su verdadero y profundo sentido. Esa luz no sólo ilumina la vida de Agustín, sino que contagiosamente alumbra también la del lector.

     Hugo me miraba con atención. Y comentó sencillamente que aunque casi siempre nuestras conversaciones versan sobre el presente y el futuro, no le parecía mal echar una mirada hacia el pasado... Alcancé a percibir en sus palabras una discreta invitación a que le contara si —como Agustín— meditaba yo también en mi propia historia. Y sin dudar le fui diciendo:

     Algunas veces siento la necesidad de mirar hacia atrás y de repasar mi vida. Como si quisiera ordenar mi casa interior, reacomodar sus muebles... Pero con la intención de comprender mejor mi propio pasado haciendo una especie de síntesis en la que se pueda apreciar una secuencia, un hilo conductor que dé unidad a la infinita sucesión de hechos y acontecimientos que componen mi existencia.
     Esto me ayuda a proyectarme hacia adelante, a reorganizar mis planes de trabajo y a sentir una cierta seguridad y una cierta unidad interior. Pero también me permite reconocer el designio de la Providencia, es decir, me permite aceptar que hay un plan de Dios sobre mi vida, y que ahí está el principio unificador de lo que voy haciendo en los sucesivos momentos de mi devenir y en los espacios de mi peregrinación vital.
     No se trata de un «examen de conciencia» en el sentido estricto de cierta tradición ascética. Más bien compararía esta actividad con un paseo por las calles de la ciudad en que vivimos. Es verdad que la conocemos; y sin embargo, siempre descubrimos casas nuevas o rincones que aparecen diferentes, quizá con una iluminación que anteriormente no habíamos percibido... Y también descubrimos calles sucias y sectores desagradables. Así que no son mis pecados lo que trato de examinar, sino mi vida toda con su riqueza, sus éxitos, sus realizaciones y también sus fracasos —mis fracasos— y frustraciones.
     Pero lo que más me interesa es ver la continuidad, la secuencia en un proceso que se ha ido dando sin que yo pudiera anticipar sus etapas, y mucho menos sus resultados: algo que sólo puede conocerse cuando ya se ha vivido y pertenece al pasado. No podría prever mi propia historia: sólo puedo reconocerla. Y este reconocimiento es el que digo que necesito hacer de vez en cuando para poder seguir caminando.

     Sabía yo bien que mi lenguaje no era extraño a Hugo, porque en la Escuela habíamos pasado largas horas dedicadas al estudio de la historia de la medicina y de la cultura occidental. En realidad, lo que yo le acababa de decir no era más que una aplicación a lo individual del método de interpretación histórica. Claro, con una dosis de teología. Precisamente por esa experiencia académica común me atreví a profundizar en el tema:

     Puedo reconstruir mi pasado, organizándolo por períodos más o menos equivalentes en cuanto al tiempo que abarcan. Y puedo identificar cada etapa por un denominador común. Me sorprende, a veces, que exista una cierta frecuencia periódica que divide con acontecimientos de alguna relevancia las diferentes etapas de mi propia historia. ¿Interpretación subjetiva y arbitraria? Puede ser; pero ahí están los hechos reales que han señalado el rumbo de mi vida en determinados momentos; y son hechos reales que no siempre -casi nunca- dependieron de mí. ¿Casualidad? En cristiano preferimos hablar de Providencia. Porque creer en el azar es infantil e ingenuo; y su contrario, el determinismo, es un dogma inhumano y frío. Prefiero el dogma amable de un Padre providente que lo dispone todo con amor.

     Las dos últimas frases eran un pequeño dardo dirigido a aquellas zonas del corazón de Hugo en las que cultiva un cierto escepticismo religioso, que él combina muy bien con una vida de servicio, de compasión humanitaria, de entrega desinteresada a los enfermos de una barriada miserable en donde intenta hacer «medicina comunitaria« sin desalentarse ante las mil dificultades y problemas que su práctica encuentra. Por otra parte, nuestras conversaciones periódicas con frecuencia tocan la frontera de la experiencia religiosa y los terrenos del sentido de la vida. Esto me permitía ahora hablarle en términos testimoniales y confidenciales no sin algo de audacia evangelizadora.

     Volver a leer la historia de mi vida y descubrir de nuevo la insistente llamada de Jesús. Acontecimientos, personas, fracasos, tareas, contradicciones y «casualidades» que forman una cadena de signos misteriosos, de mensajes en clave, todos orientados a indicarme el camino. Mi vocación está en esos signos. Esos mensajes cifrados son la presencia sacramental del Señor que necesita de mí para ejercer su acción salvífica. Contrastan la continuidad de la llamada y la intermitencia de mis respuestas, la asiduidad del que me invita y la inconstancia de mis reacciones.
    La llamada del Señor, expresada en hechos concretos y misteriosos de mi existencia, ha sido un trabajo de discernimiento, de descubrimiento de mi propio ser y de mi propio nombre. Él me ha ido imponiendo nombre como a Pedro, a los Hijos del Trueno, a Pablo... Y me ha ido convirtiendo en su colaborador: me ha ido fabricando ministro suyo, no obstante mis reticencias, mis retrocesos, mis reservas, mis traiciones.
     Comprensión progresiva y dialéctica de la llamada. Inicios luminosos que luego se ensombrecen. Reconocimiento laborioso de la imagen de Jesús en medio del mar, a media noche, cuando se acerca como un fantasma. Olvidos prolongados, fugas voluntarias, rebeliones de la carne y de la sangre que no revelan más que la condición pecadora del elegido: negaciones, como la de Pedro la noche del juicio de Jesús...
     Historia de misericordia y de rebeldías entrecruzadas; tejido de esperanzas y de oscuridades en el camino. Momentos de Tabor y semanas de tedio; horas de entrega y años de tibieza; reconciliaciones periódicas y perdón divino permanente. Ritmo de gracia y ritmo de debilidad humana. Autosuficiencia que obstaculiza y desplaza el trabajo del Espíritu. Años de soledad buscada con la ilusión que llevó al hijo pródigo a una región lejana. Regresos de humildad y renovación del traje filial. Vocación que renace cada vez que renuncio a realizarme humanamente y acepto que he bregado toda la noche sin lograr ni un pez.

     Un silencio prolongado y cordial fue el eco de mi amigo a estas mis «confesiones» de corte agustiniano. Sentimiento de respeto y de comunión que no necesitaba palabras para manifestarse. No era difícil percibir que nuestro encuentro y nuestro diálogo nos habían brindado el marco para otra experiencia profunda, que convencionalmente desde el inicio de nuestras conversaciones hace diez años habíamos bautizado con el nombre de «balones de oxigeno espiritual», muy útiles para renovar nuestras fuerzas y continuar la marcha por la vida.

Francisco E. Tamayo R.


287 Vosotros sois la sal de la tierra. La sal presta un servicio humilde y silencioso. La sal está presente sin mostrarse. Para cumplir su misión tiene que disolverse, desaparecer, morir. Vuestras vidas silenciosas y humildes tienen que dar sabor a la existencia de los hombres. Porque en su vida falta la sal de la fe, de la esperanza, del amor. Le falta mucha sal a la existencia de los hombres. Vosotros dais sentido a la historia del hombre en silencio.- F. E. Tamayo R.