CÓMO VE USTED AL SACERDOTE? volver al menú
 



Valladolid, 11.11.1957
Querido Jorge:
Todo llega. Lo he hecho más deprisa de lo que hubiera querido, pero si no lo hacía así veía que no lo haría de ningún modo. En fin: ahí lo tienes.
Un abrazo y mil perdones.

José Luis Martín Descalzo


     ¿Cómo ve usted la sacerdote? ¿Qué espera de él?
     Es curioso. Si me hubieras hecho estas preguntas hace cinco años yo te hubiera endilgado unas preciosas contestaciones. Porque, por entonces, yo sabía muchas cosas. Me preguntaban qué era la filosofía y soltaba una definición maravillosa con su última diferencia y todo. Yo sabía lo que era una manzana, una novela, un paisaje. Sí, por entonces yo hubiera sabido contestar a tus preguntas. Quizá te hubiera respondido que me gustaban los curas amables, modernos, abiertos, cultos. Quizá que me gustaba que supieran de cine y les gustara la poesía de Lorca. A lo mejor que les veía como un hombre de mundo que era hombre de Dios sin dejar de ser hombre. Ya ves, hubiera hecho hasta juegos de palabras.
     Pero la doble pregunta viene con cinco años de retraso. Ahora de pronto me sorprendo haciéndome preguntas tan elementales como éstas: ¿Qué es Dios? Y ¿qué es un hombre? ¿Las rosas que se mueren sin que nadie las haya visto para qué han servido? Hoy, si he de ser sincero, no encuentro sentido a la mayoría de las palabras: Hombre de Dios ¿qué quiere decir? ¿Y hombre de mundo? Y ¿un cura que no sea alegre es un mal cura? ¿Y qué es ser alegre?
     A lo mejor estás pensando que busco escapatorias para no contestar a las preguntas formuladas. Y te equivocas. Es que me sería fácil decirte que Cristo fue un sacerdote estupendo, o que los curas deben ser como don Manuel y no como don Gonzalo. Pero no encuentro el modo de encerrar la vida en esas capsulitas que llamamos palabras. Por eso pienso que mejor que soltarte una serie de preciosas —y ridiculísimas— teorías (un cura debe fumar, vestir de clergyman, ser simpático y ser etcétera) será que te cuente alguna cosa que quizás eche un poco de luz sobre el asunto. Vamos allá.
     Pocos días después de ordenarme sacerdote —¡Dios!, ¡hace 1.697 días ya!— cayó por Roma la compañía de la Comedia Francesa con Paul Claudel al frente, para ofrecer a Pío XII una versión de «La anunciación a María». No conocía yo la obra y fui atraído por la figura encorvada —¡cómo la recuerdo!— del gran poeta católico. (Y pensar que aquellos ojos luminosos hoy ya no son ni polvo!).
     Comenzó la función. Nos sumergimos en el mar de la poesía. Fluían los versos, la palabra: esa maravilla. Pero pronto comprendí que aquello era más que palabras. Y, de golpe, como quien recibe un mazazo en la cabeza, descubrí que aquella obra había sido escrita para mí y para aquella tarde. Era como si descorriesen tu destino e interpretaran sobre las tablas el presente y el futuro de tu vida.
     La historia —ya la conoces— es bien sencilla.

     Una muchacha —Violaine— ojos azules, pelo rubio, voz prodigiosamente blanca, vivía las alegrías del amor. Jacques la quería y ella quería a Jacques. El amor brillaba en sus ojos y en su vestido y salía hasta convertir el aire en pura primavera.
      Pero Violaine sabía que el amor también era caridad. Y aquella amanecida en que Pierre de Craon, el constructor de catedrales, pasó a su lado, con toda la tristeza de la lepra en sus ojos, Violaine tembló de ternura. Miró al leproso, al hombre a quien nadie quería y había tenido la debilidad de enamorarse de ella. La miraba con esos ojos de perro golpeado que no piden mucho: una caricia simplemente. Y Violaine recordó que el amor también era caridad, se acercó a Pierre y puso sus labios en la frente del leproso. Pierre sonreía.
     También sonreía Mara, la hermana envidiosa, la de los ojos negro, que había visto la escena desde su escondite. Y, como, si la caridad tiene pies, la envidia tiene alas, segundos después estaba junto a Jacques diciéndole que había visto a Violaine «besándose» con Pierre de Craon. Y es que también Mara está enamorada de Jacques y espera sólo la ocasión de desbancar a su hermana.
     Pero Jacques no lo creerá. No lo creerá hasta el día en que, en plena primavera, en la más alta alegría, Violaine le enseñará la blanca flor de la lepra nacida en su costado. Y ahora Violaine tendrá que irse a la montaña porque no ha nacido para esposa de Jacques, sino para pudrirse día a día en una gruta.
     Pasará el tiempo y Jacques se casará con Mara. Y nacerá una niña, la pequeña Albana, ojos negros, negrísimos como los de su madre. Mientras, los ojos azules de Violaine serán unas dulces carroñitas perdidas por la montaña. Únicamente Violaine verá en su interior, y Dios florecerá en su alma mucho más deprisa que la lepra en su cuerpo.
     Y llegará una trágica mañana de Na vidad. Y Albana morirá. Y sus ojitos negros habrán dejado de ver antes de los cuatro años. Y ahora Mara subirá a la montaña para «exigir» a Violaine que resucite a su hija. «¿Para qué sirve tu vida si no eres capaz de resucitarla?, Y Violaine, tem1blando, porque sabe que ella no es una santa, tomará a la niña entre sus brazos. Y entre sonidos de campanas navideñas, cuando todo huele a nacer, Albana volverá a la vida. Pero sus ojos ya no serán negros como los de su madre, serán azules. Como los de Violaine.
     Y en Mara nacerá la envidia y cogerá a su hermana de la mano. «Ven, te conduciré a casa de nuestro padre». No, no la llevará a casa de su padre. Bajo una carreta de arena morirá Violaine, porque Mara no puede soportar la doble maternidad.
     Y al día siguiente volverá Pierre de Craon, curado ya de la lepra, y volverá a buscar una reliquia para la última piedra de su última catedral. Y será Violaine esta última piedra, Violaine, la dulce carroñita de los ojos azules.

     Bajó el telón. Bajó el telón lenta y gloriosamente. Y, mientras los espectadores aplaudían frenéticos, yo intentaba secar las lágrimas de mis ojos. Imposible. Y ¿para qué? ¿Por qué necesitaba ocultar a los hombres que allí, sobre las tablas, acababan de contar mi historia, la de todos los sacerdotes que hay sobre la tierra?
     Porque yo había comprendido que nosotros somos los hombres que un día tuvimos la audacia de besar al Gran Leproso. Al que tuvo la desgracia de amarnos y se contagió de nuestra lepra, al que va por las calles con un gesto de perro golpeado esperando tan sólo una caricia, ésa que todos le niegan. Violaine -nosotros- hemos tenido el coraje de besarle y, naturalmente, Dios es contagioso. Así ¿qué tiene de extraño que tengamos que huir a la montaña, que nos veamos convertidos en perros apestosos, que nuestra paternidad —porque nosotros también estuvimos enamorados de la vida, sabedlo— caiga como una dulce carroñita por todos los caminos del mundo? Luego otros tendrán los hijos que debieron ser nuestros y aun irán a «exigirnos» que se los resucitemos cuando han muerto. Y entonces tenemos mucho miedo, porque nos piden milagros que nos exceden. Y aun así cogeremos a sus hijos en nuestros brazos y se los vamos a devolver vivos, pero coro el color de nuestros ojos, nuestra pobre paternidad perdida en algún monte.
     Y, ay, comprendí también que los hombres no soportasen este milagro, este terrible desdoblarse de la sangre —porque hay muchos niños por las calles que son mas hijos míos que de sus madres—. Sí, lo comprendí. Vi como algo natural que el destino de todos los curas sea morir bajo la carreta. Somos testigos molestos de muchas muertes que se quisieran olvidar prontamente. Era lógico. La carreta, el incendio de conventos, los fusilamientos, la soledad de nuestros entierros, las calumnias que cada día ruedan por las calles. Todo perfectamente lógico.
     Y luego la alegría: al final el leproso resucitado vendrá a buscar las últimas piedras para sus catedrales. Sí, brillaremos sobre ellas por los siglos de los siglos.

     Y ¿cómo no llorar cuando se descubre todo esto, cuando al fin se entiende nuestra vida? Salí del teatro. Las calles de Roma ardían de luces fosforescentes y se veían invadidas por oleadas de coches. Iban las gentes deprisa, caminaban como tontas «hormigas con palitos», topándose acá y allá, sin saber dónde iban. Y, en medio, aquel muchacho de los ojos azules, con sus 23 años, la alegría en el corazón. Dios en el alma. Miraba a derecha e izquierda y comprendía que tenía obligación de saltar y ser feliz, de coger a los hombres por la solapa y gritarles mi gloria y mi alegría. Y mi llanto también. Pero ¿que importaba el llanto cuando podía apellidársele esperanza?
     Después se han ido los años. Ya veis, 1 697 días. Y ahora los hombres de mis ojos azules no son «los hombres», son Ricardo, Manolo o Julio; o Carmen, Julia y Rosa. Y ahora los milagros que pasan por mis dedos no son frases poéticas sino esos seis, o siete o diez diarios (y alguno de los otros, de esos que uno tiene que llamar casualidades para no asustarse demasiado). Y también la carreta, cuántas veces la carreta de arena... No, no hablemos.

     ¿Qué pienso de los curas? ¿Que espero de ellos? No sé. Habría que hablar mucho o quizá llorar mucho. Comprenderás que no voy a decirte si me gustan alegres o cultísimos. No tengo prisa Ya les veré algún día —con sus manías y sus defectos— sobre la ultima piedra de la catedral. Y sé que muchos, os guste o no, tendréis todos el color de nuestros ojos.

J. L Martín Descalzo


286 La vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevamos dentro encendida una estrella. Y «1a estrella es tan clara que mucha gente no la ve». Muchos la confunden con las tenues estrellas del capricho. Y ninguna búsqueda es más importante que ésta. Unamuno decía que la verdadera cuestión social no es un problema de mejor reparto de riquezas, sino un asunto de reparto de vocaciones.- J. L. MARTÍN DESCALZO