REFLEXIONES DE UN MONJE volver al menú
 



LOS MONJES NO SERVIMOS PARA NADA

     Estaba yo una vez mostrando a una familia el monasterio de Poblet, donde vivo, cuando después de haberles enseñado la sala llamada del abad Copons, una de las damas del grupo me preguntó: «¿Y ¿para qué sirve?».
     Imagínense ustedes (si no la han visto) la mencionada construcción: una bóveda de piedra de perfecta mecánica gótica, con unos arcos (con fuertes nervaduras de sección rectangular) del siglo XIV, que no arrancan de ménsulas, sino directamente del muro: una sola nave de gran anchura y de proporciones exactísimas. ¡Y la señora me pregunta para qué sirve!
     No pude cambiar de tema de conversación y ponerme a hablar de fútbol puesto que no tengo la menor idea de deportes; así que me vi obligado a contestar directamente: «¿Le parece a usted poco que esta sala sea tan bonita? ¿Ha visto usted otra semejante en el resto de España o de Europa? Si una sala así es bonita, ¿se la tiene que exigir, además, que esté al servicio de otra cosa?... ¿Para qué sirve el cuadro de “Las lanzas”? Absolutamente para nada..., para nada menos que para contemplarlo embelesado. Pues lo mismo ocurre con esta sala. Deléitese usted contemplándola. Deje que su espíritu se dilate en esta espléndida creación de espacio».
     La señora asintió. No recuerdo quién era. Pero el diálogo se dio hará de ello unos tres años. Pues bien, si alguien me preguntara un día un poco como esta señora, «¿para qué —de qué— sirven los monjes?», le contestaría con muchísimo más aplomo: «Absolutamente para nada. Un monje no sirve "de" ni sirve "para". Un monje sirve "a". Sirve a Dios. Exigir que incluso los monjes seamos una especie de instrumento "de" o "para" es una aberración a la que ha llevado a muchos la actual civilización (por llamarle a eso de algún modo), esta civilización que arranca en parte de Adam Smith y su fábrica de alfileres y, más aún, de Marx, aquel aburrido "príncipe de los serios como le llamaba Sartre. Gracias,, en gran parte, a este Karl, nuestro mundo ha perdido, en efecto, el sentido de lo gratuito, lo lúdico: todo tiene que ser para ser valioso, un instrumento de producción. Ser productivo o no ser., éste es el problema. ¡Menudo mal ha hecho a la inteligencia el señor Marx! ¡Menuda deformación general ha desencadenado! Una sartén sirve realmente "para" freír, sirve "de" recipiente "para" que el aceite no se vierta y `para" que se fría lo que ha puesto en ella el cocinero o la cocinera, teniéndola por el mango. Las cosas (¡las "cosas"!) pueden servir "de", pueden servir "para". Pero ¡las personas! ¡Y los monjes!».
     ¿Se le ocurriría a alguien preguntarle a una dama «para qué» sirve o «de qué» sirve su marido? Si una señora pensara que a su marido se le pueden aplicar estas expresiones sería señal de que él, el marido, era para ella un marido-sartén. (Y, a la verdad, como —se vea o no se vea— mandan afortunadamente ellas, son ellas las que tienen la sartén por el mango, y en este sentido, todos los maridos son maridos-sartén; pero ése es otro tema).

     Con este preámbulo estamos preparados para comentar el título de este artículo: ¿De qué sirven los monjes? ¿Para qué? La respuesta es: naturalmente que los monjes no sirven absolutamente para nada.
Si han edificado tantos bellos monasterios en España y en el resto de Europa, eso es solamente un subproducto de la vida monástica. Si el monacato benedictino y cisterciense extendió e intensificó en Europa la cultura del vino y del pan (es decir, el cultivo de la vid y del trigo), eso es una pura resonancia residual no intentada por si misma. Si los monjes hemos contribuido antaño a trasladar la cultura clásica y religiosa antigua a la Edad Media europea y hemos producido bellos manuscritos: si algunos monasterios han sido granjas-modelo, eso es simplemente un producto residual no buscado directamente.
     Los monjes nunca hemos intentado ser productivos, Dios nos libre: los monjes no hemos dado golpe en nuestra vida, ¡vamos! ¡Eso está más claro que el agua!
     Los monjes no servimos «de» ni «para»; servimos «a» Dios: que encima no lo necesita, ¡admírense! Somos nosotros, es el mundo entero, quienes necesitamos servir a Dios, porque el amor no puede reprimir sus expresiones. Somos nosotros quienes necesitamos expresar nuestra gratitud., nuestra glorificación y nuestra alabanza., por pobres que sean. A Dios no le va en este juego absolutamente nada. Quiero decir: al Dios de la metafísica. Al Dios católico, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, le va la vida humana de su hijo; véanle en la cruz. Dios, en tanto que Dios, no sufre en absoluto si nosotros nos olvidamos de él; pero, en cierto sentido, tan intensamente real que es inexpresable, Dios «sufre» si ve que nos alejamos de él; como sufriría una madre que viera que su hijo está a punto de caerse en un pozo.

     Resumo: los monjes no servimos absolutamente para nada: no tenemos nada que ver con lo que hemos, involuntariamente, producido —sean viñedos, sean monasterios, sean miniaturas—: lo que ocurre es que hoy vivimos en una civilización en la cual no producir, no hacer nada, no está valorado. Pero eso no nos importa. Nosotros., a servir a Dios, y en paz.

MIS TRES MADRES

     Enloquecido de júbilo, me doy cuenta de repente, a mis sesenta y cinco años, de que tengo tres madres, ¡tres! ¿Soy acaso mejor que los demás, que Dios me haya dado tres cuando ellos tienen solamente dos? Al contrario: soy un pelele frágil y vulnerable; por eso Él ha tenido que ponerme tres madres, para que velen por mí como sólo las madres saben hacerlo.
     Mis tres madres son, a saber, primera: la que me dio a luz y murió al día siguiente: mi madre Luisa, sensible y bella, que pintaba hermosos cuadros con flores y pasó el embarazo diciendo que moriría del parto, que yo sería un niño y que de mí cuidaría su hermana Lola. «Tú cuidarás de mi hijo», le había dicho a su hermana. Mi madre Lola me lo había contado muchas veces: «Tú cuidarás de mi hijo», le había dicho mi madre Luisa, Y así fue. Lola, mi otra madre, me quiso tanto o más (más, seguramente) que a su hija Rosa María (más fuerte que yo). Rosa María es otra mujer extraordinaria: con ella me crié y la quiero como hermana. Mi segunda madre, mi madre de toda la vida, Lola, era la misma vitalidad, la alegría misma, la generosidad y el desinterés hechos mujer. Había puesto en mí no sé qué esperanzas y, cuando en septiembre de 1946, le dije que iba a entrar en Poblet, no pudo, claro está, reprimir un sollozo. Pero (la estoy oyendo) dijo también que le había dicho a Nuestro Señor ante el sagrario: «Si es para ti, llévatelo; si es realmente para ti, te lo doy».
     Al poco tiempo de estar yo en el monasterio, la primera vez que vino a verme, cuando me encontró tan alegre me dijo: «Mientras tú estés bien, yo ya estoy contenta». ¡Textual! (A ninguna madre o mujer que me lea le va a extrañar). ¡Cuántas veces he pensado en esta frase admirable que aquella mujer pronunció como quien no dice nada! ¡Cuántas veces he pensado: «He venido a ser monje para, dando un gran rodeo, poder alcanzar a pronunciar algún día una frase de parecida generosidad»! Y ella, mi madre Lola, la dijo sin pensar: salió espontánea de su corazón, donde habitaba Dios, donde Dios era el dueño. Porque ¿cómo se puede amar así, con tan afectuoso desinterés, sin que en el corazón que as¡ ama habite Dios? Sólo una mujer puede llegar a eso. Y todas las madres aman así; por eso es tan horrendo maldecir de la madre de alguien. Dios me guarda en el cielo estas dos madres. Y también, claro, la otra, ¡a ¿tercera?: la suya, la Madre de Nuestro Señor Jesucristo. A esa Madre de las madres, Madre de la Iglesia, esta otra madre mía y de todos los hombres, Jesucristo se la llevó consigo antes que a ninguna. ¿Cómo podía ser de otra manera? En su enamoramiento, Jesucristo no pudo pasar sin ver en seguida, y contemplarlo, aquel rostro de mujer y de madre en el cual resplandecían todas las bendiciones de su Padre, toda la vida del Espíritu Santo, toda la generosidad de su mismo corazón de Hijo de Dios hecho hombre. Todo eso reflejado en un rostro de mujer.
      Dios me guarda en el cielo a esas tres madres. ¿En el cielo? ¿Están, por lo tanto, lejos de mí? ¡De ninguna manera! El cielo es Dios. Y Dios está (ahora, secretamente) en todas partes; en todas partes donde voy -donde vamos- allí está Dios, y con Él y en Él están mis tres madres —y las dos madres de los que me leen—. Y Dios es cercanísimo: «Eres más íntimo a mí que mi misma intimidad», le decía san Agustín. Y así de íntimas, con y como Él, están mis tres madres: y siempre me vigilan para que cometa, si puede ser, menos torpezas; para que me levante en seguida de mis flaquezas; esas flaquezas que Dios permite para ver si llego a ser humilde. Mis tres madres están ahí, disimulando ante el Padre esas torpezas; ellas me tapan, me cubren con sus cuerpos para que el Padre no vea lo que hago de malo o lo de bueno que dejo de hacer. Limpian, a escondidas, para que no ¡as vea Dios, las rozaduras oscuras que mis pecados dejan en la ropa íntima de mi alma. Mis tres madres lavan esta ropa con el agua que es el Espíritu Santo, ese río que san Juan vio que salía del trono del cordero.

     Pero, si la Virgen María es tan grande, va a eclipsar a sus otras dos madres», me objetará alguno. ¡De ninguna manera! —contesto—. ¿Acaso ha visto usted alguna vez que una madre eclipse aquellos seres que Dios ha dado a un hijito suyo, seres a quienes el niño ama y que le deleitan sin hacerle (¡al contrario!) ningún mal? Mi Madre María, la Madre de mi Señor Jesús, no solamente no va a eclipsar a mis otras dos madres, sino que me las va a enviar a recibirme, las va a mandar a mi encuentro cuando yo esté llegando a la presencia de Dios. Mi Madre María les va a decir a mis madres Luisa y Lola (hermanas, ellas. felices de haberse reencontrado eternamente): «¡Andad, corred, que viene ya vuestro hijo, vuestro hijito débil y enfermizo del alma por el que tanto hicisteis!». La Virgen María les dirá eso a mis otras dos madres y yo correré, niño para siempre, a sus brazos, esos brazos que nunca han dejado de sostenerme y abrazarme desde Dios. Y la Virgen María., que alegre y generosa, se habrá quedado atrás para que mis otras dos madres gozaran de mi antes que ella (esa es la generosidad de una madre), vendrá luego y me levantará en sus brazos ¡aquellos mismos brazos —¡oh gran Dios!— que llevaron al mismo Jesucristo! Entonces... entonces ya no sé qué va a ocurrir. Pero algo sí sé: sé que en el corazón de mis tres madres veré el Corazón de Cristo (de Cristo-madre. como le llamaba la beata Juliana de Norwich) y, en él., el inmenso corazón de Dios. Luego sí que ya no sé lo que pasará. Pero estoy deseando que ocurra por los siglos de los siglos: y así será. No por mis méritos —¿qué méritos?— sino porque todas las obras de Dios son eternas y porque Dios es misericordia y bondad...

     Y ¿qué nos importa a nosotros su autobiografía?», dirá algún lector (que eso no va a decirlo ninguna lectora). Pues si, señor —contesto—, le importa muchísimo; porque su caso de usted es parecido al mío, sólo que, por haberle hecho Dios a usted más fuerte que a mi, tiene sólo dos madres, no tres. Dos madres solamente, pero nada menos que dos. Su final de usted será prácticamente casi como el mío. Aplíquese, pues, estas reflexiones; «aféctese», cano diría san Ignacio. Y no tenga envidia de que yo, en lugar de dos, tenga tres madres. Si fuera usted tan débil como yo, también habría salido usted ganando: como yo. Delante de Dios (no lo olvide) lo mejor —el truco— es ser débil.

Agustín Altisent


277 «Los monjes no servimos para nada» y «Mis tres madres» son los capítulos 39 y 31 del libro «Reflexiones de un monje» del P. Agustín Altisent, monje de Poblet. Los 75 capítulos del libro encierran cantidades industriales de microbios de vocación. Libro que de ahora en adelante no podrá faltar en ningún hogar cristiano.- J.S.V.