Si usted siembra...
es otra cosa

     

     El abuelo había venido de las Europas para trabajar. Poco sabía de letras y números, pero en cambio era experto en palas y picos. Trabajando duramente y a carretilla, había sido de los que levantaron centenares de kilómetros de terraplenes para las líneas ferroviarias que por entonces iban sembrando nuestras pampas de estaciones, que más tarde serían nuestros pueblos. Sin mezquinar esfuerzos, su trabajo tenía como meta dejar a sus hijos un porvenir mejor.
     Y así fue. Con la base dejada por el nono gringo, uno de sus hijos había instalado un almacencito, que andando el tiempo se convirtió en almacén de Ramos Generales. Y con ello el nivel de la familia permitió no sólo que uno de los nietos terminara la escuela secundaria, sino también que soñara con la universidad.

     Y llegó el día. Allá en la ciudad, el muchacho, terminada su carrera de agronomía, se aprestaba para recibir su título en una ceremonia a la que asistiría su padre con todo el legítimo orgullo de una conquista largamente construida por tres generaciones. Con el lógico nerviosismo que lo acompañara desde ya hacía varios días, y enfundado en el traje sacado del baúl donde generalmente dormía sin uso, nuestro hombre tomó el tren que lo llevaría a la capital, para compartir con su muchacho aquel momento tan largamente soñado. Cinco horas de ferrocarril dan tiempo a un hombre de pueblo de campaña para pensar en muchas cosas. Y entre ellas volvió a aparecer la imagen del nono, que justamente transpirara a sol y sombra, levantando los terraplenes por donde ahora corría la larga ristra de los vagones repletos de gente, reemplazante de la meritoria a vapor. Todos aquellos esfuerzos no habían sido vanos. Seguramente desde el cielo el nono se sentiría orgulloso pudiendo ver realizado aquel sueño que un día le hiciera dejar su terruño natal, al que nunca más regresara, sembrando en esta tierra nuestra, sus fuerzas, sus sueños y sus hijos.
     Y como suele suceder a los hombres de trabajo cuando tienen que gastar largas horas en la inactividad, su imaginación de hijo y de padre comenzó a volarle lejos. Hacia el recuerdo y hacia el futuro. Tan fuertes fueron estos dos sentimientos que finalmente surgió como una chispa la idea:
     —Ya está. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? El mejor regalo para su hijo, sería posibilitarle un viaje a la tierra del abuelo, para regresar allí como ingeniero flamante, de donde hacía tantos años había salido él, humilde y esperanzado. La decisión estaba tomada, pero quería guardarla para anunciársela a su hijo en el momento oportuno, cuando regresaran en aquel mismo tren al pueblito de la familia.
     La propuesta agarró al joven con la pólvora mojada. No supo qué responder. Evidentemente caía tan fuera de sus planes inmediatos, que pidió agradecido a su tata un tiempo para reflexionar.

     A la mañana siguiente, el mate de la madrugada los encontró nuevamente juntos, compartiendo la intimidad de la cocina hogareña. Y era lógico que el padre esperara ansioso la aceptación de su propuesta por parte del ingenierito. Pero para su sorpresa la cosa no fue así.
     Resulta que el muchacho también tenía sus proyectos que miraban hacia el futuro. La sangre de inmigrante no suele acampar nunca en las conquistas parciales, y quizá necesite siglos para aquerenciarse definitivamente. Lo cierto del caso fue que el joven propuso a su tata un proyecto ambicioso y diferente:
     —Mire tata, le agradezco de corazón la oportunidad que me ofrece de este viaje. Pero sacando bien las cuentas, en este asunto, entre pasajes y estadía, se van a tener que gastar una ponchada de pesos. Y al regreso me quedaré con el recuerdo de lo vivido y sin nada para comenzar con mi trabajo. Por eso se me ocurre proponerle que en lugar del viaje me facilite ese dinero y me ayude a sacar otro poco en crédito a fin de poder largarme, lo mismo que el abuelo, patria adentro, a fin de comenzar algo por mi cuenta. Me han dicho que en el chaco santafesino se están vendiendo lotes de la antigua Forestal, y mi idea es irme para allá, conseguirme un pedazo de tierra y llevar a la práctica lo que aprendí en la universidad. Con esto lograré dos cosas: hacerme de un futuro, y además transmitir a la gente de aquellos pagos los conocimientos que tengo como ingeniero agrónomo.
     Así habló el muchacho, y al tata dos lagrimones de contento le brotaron de los ojos. Se levantó y le dio un abrazo, viendo en él renovado lo que siempre había admirado en su padre gringo. El trato quedó hecho y al poco tiempo el flamante ingeniero se encontraba en los antiguos campos de la Forestal, desmontando unas hectáreas de tierra comprada, aplicando para ello los mejores métodos de la técnica.

     Parado frente al tablón de tierra arada y ya lista para la siembra, recordó los consejos que siempre solía repetir uno de los profesores que él más había estimado. Aquel sabio maestro los había repetidamente alertado contra la soberbia intelectual de los técnicos que, con frecuencia, desprecian la sabiduría empírica y rudimentaria de los hombres de la tierra. Tal vez éstos no sepan explicar muchas cosas, ni el porqué de lo que afirman, pero suele ser cierto que detrás de sus afirmaciones se esconden años de experiencia que no debe ser desechada. El maestro les había recomendado que antes de iniciar cualquier experiencia nueva, solicitaran la opinión de la gente del lugar, especialmente de los viejos criollos y tomaran muy en cuenta sus observaciones.

     El joven ingeniero fue a comentar sus proyectos al viejo don Laureano. Era éste un criollo que vivía en su rancho sombreado por dos paraísos y algunos cítricos, no muy lejos de allí. Luego de los saludos de rigor, y una vez que se aquietaron los perros, el joven entró directamente en tema:
     —¿Ha visto, don Laureano, mi campito?
     —Sí, ¿cómo no lo voy a ver? Lindo lo ha dejado, patroncito.
     —Bueno, don Laureano, yo le quería preguntar qué opina usted sobre la posibilidad de que este terreno me dé algodón. ¿Cree usted que este campito me dará buen algodón?
     —¿Algodón, dijo, patroncito? —respondió medio dudando el paisano—. No, mire, no creo que este campo le pueda dar algodón. Fíjese, no. Los años que hace que yo vivo aquí, y nunca vido que este campo diera algodón.
     La respuesta dejó desconcertado al ingeniero que, inmediatamente, tomando en serio la opinión basada en la experiencia, dedujo que aquella tierra tendría algún problema de pH, o de carencia de algún oligomineral. Y por ello cambiando en el acto la posibilidad de siembra pensó en algún otro tipo de cultivo.

     —Y maíz. ¿Usted cree que me puede dar maíz?
     —¿Maíz, dijo, patroncito? No, mire, no creo que este campito le pueda dar maíz. Por lo que yo sé este campito lo que le puede dar es algo de pasto, un poco de leña, sombra pa las vacas, y con suerte alguna frutita de monte. Pero maíz, no creo que le dé.

     Cada vez más asombrado nuestro joven profesional intentó un nuevo cambio:
     —¿Y soja, don Laureano? ¿Me podrá dar soja el campito?
     —¿Soja, dijo, patroncito? Mire, no le quiero macaniar. Yo no creo que este campito le pueda dar soja. Ya le digo: lo que le puede dar es algo de pasto, un poco de leña, sombra pa las vacas y quizá con suerte alguna frutita de monte.

     Esta vez el ingeniero sacó su propia conclusión. Se convenció de que el hombre aquel no podía aportarle nada nuevo, y que realmente estaba sumido en la más crasa desidia e ignorancia. Pero como era respetuoso y no quería irse de una manera que ofendiera al paisano, le dijo a modo de despedida:
     —Bueno, don Laureano, yo le agradezco todo lo que usted me ha dicho. Pero ¿sabe una cosa? Lo mismo me gustaría hacer una prueba. Voy a sembrar algodón en el campito, y vamos a ver lo que resulta. Yo voy a sembrar lo mismo, a pesar de lo que usted me ha dicho.
     A lo que don Laureano respondió con la mayor naturalidad:
     —Bueno, bueno, patroncito. Si usted siembra... si usted siembra es otra cosa.

Mamerto Menapace

Texto: Mamerto Menapace- Ilustraciones: José María de la Torre
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Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que «no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras que decir a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».-M. Menapace.
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