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Cuentan que una vez un misionero llegó a una tribu de
infieles, que por otro lado lo recibieron muy bien. Cosa que no siempre pasa entre los fieles.
Este misionero comenzó por ganarse las simpatías de aquellos salvajes, tratando de conocerlos bien, antes de largarse a
anunciarles la buena noticia del evangelio. Convivió unas cuantas semanas con ellos, acostumbrándose a sus comidas, escuchando
sus cantos, aprendiendo su idioma, y sobre todo tratando de conocer lo que pensaban y sabían sobre Dios.
Y aquí se llevó una tremenda sorpresa. Aquellos pobres primitivos tenían de Dios una imagen temible. Pensaban que
Dios era un ser implacable, que estaba continuamente irritado, que se disgustaba por cualquier cosa, y que exigía sacrificios enormes
para quedar satisfecho. Su Dios no buscaba para nada la felicidad de sus fieles. Ni qué hablar de la posibilidad
de amar. Estaban permanentemente atemorizados, creyéndose en falta por cualquier descuido o pequeño error en el cumplimiento
de sus minuciosos deberes religiosos. Se podría decir que vivían sometidos a una oprimente superstición de la que
no podían liberarse.
Una vez que nuestro misionero se percató de todo lo que les cuento, pensó que había llegado el momento de iluminar
aquellos corazones con la verdad del evangelio. Y, en una tibia noche de luna creciente, pidió la palabra, junto al fogón
de la tribu. A su alrededor cantaban todos los bichos de la noche, en un juego fascinante de luces y colores. Los perfumes del monte que
los rodeaban parecían invitar a la vida y al amor. El momento no podía ser mejor para entregar el mensaje de un Dios Padre
que tanto amó al mundo que le envió a su propio Hijo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Y así, ante los oídos atentos de aquellas pobres criaturas asustadas por lo divino, les fue relatando los sencillos sucesos
de la encarnación, de la navidad, las parábolas, llegando finalmente al misterio pascual, con la pasión, muerte y
resurrección del Señor.
Los ancianos de la tribu se ponían la mano al oído, haciendo pantalla para no perderse ni una sola palabra. Los hombres
sentían que un aire nuevo, lleno de libertad y alegría, comenzaba a soplar sobre sus vidas. Las mujeres, desde las puertas
de sus chozas, trataban de hacer callar a sus bulliciosas criaturas para poder atender a aquellas inauditas novedades. Copado por esta
atención llena de expectativa, el misionero sacó sus mejores recursos para pintar la bondad de un Dios lleno de amor y de
ternura, que luego de damos a su propio Hijo cuando aún éramos pecadores, ya nada nos puede negar siendo como somos ahora
sus hijos queridos.
El mensaje dejó francamente estupefactos y llenos de admiración a aquellos infieles. Les parecía imposible tantas
cosas lindas juntas. Se sentían renacer a la alegría y a la paz. Ya podrían sentirse seguros en medio de las tormentas,
cuando bramara el huracán, o chispearan los refuciles en el corazón de la noche. Si Dios estaba con ellos ¿quién
podría estar contra ellos? Porque todo, absolutamente todo lo que Dios permitiera —les había dicho el misionero—
serviría para el bien de aquellos que eran amados por Dios.
Cuando el misionero terminó su mensaje se hizo un silencio profundo, cargado de preguntas pendientes. Fue el cacique, quien, haciéndose
eco de lo que estaba en el corazón de todos, se atrevió a interrogar:
—Y ¿cuándo sucedió todo esto tan hermoso que nos venís a contar? ¿Tal vez en la luna llena pasada?
O tal vez hace más tiempo, ¿varias lunas atrás?
El misionero se dio cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia, y no tenían noción de todo el tiempo
que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo desde Belén a la ascensión. Les explicó que hacía
mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas. Que había que contarlo por soles
y primaveras. Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la buena nueva del evangelio
hacía ya dos mil años que habían sucedido, y que por tanto los árboles más antiguos del monte aún
ni siquiera habían nacido cuando todo esto pasó, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por
una mueca de rabia.
Y fue nuevamente el cacique quién rompió el silencio diciendo:
—¡Desgraciados! Hace dos mil soles que esto ha sucedido ¿y recién ahora nos lo vienen a contar? Esto es señal
de que ustedes mismos no le dan importancia a estas cosas, o que nunca nos han querido bien. De lo contrario hace rato que nos hubieran
buscado por todos los medios para venir a decimos cosas que para nosotros son tan fundamentales.
Si la buena noticia de Jesús nos apasiona, si amamos en serio a la gente, nos vamos a sentir urgidos por ir a llevarles una buena
noticia que para nosotros y para ellos es tan importante.
Seguro que no vamos a esperar dos mil soles. Ni siquiera tres lunas llenas.
Mamerto
Menapace
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Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca
el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que
«no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras
que decir a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más
«no» un sí, que no un «no».- M. Menapace
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