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—¿Qué rasgo de un niño le ha impresionado más?
—Unos amigos argentinos me mandaron a Kotzebue un mazapán grandísimo. Por desgracia tardó nueve meses en llegar y en el entretanto enmoheció. Al sacarlo del paquete y verlo tan enmohecido hice un gesto de extrañeza. El grupo de chiquillos que presenciaba la escena se alarmó temiendo que lo fuera a tirar. Mientras yo dudaba hecho un ovillo de indecisión, la rapacería gritaba y argüía que a ellos les gustaba aunque estuviera mohoso. Como yo no me inclinaba del todo a dárselo, una rapacita de 8 años se me acercó con ojos muy vivos y me dijo textualmente: «Padre, escuche, a nosotros, si está mohoso, nos gusta más que si no lo está». Entonces cedí verticalmente. Hay filósofas entre los esquimales.
—¿Qué es lo que más falta le hace?
—En vestidos, nada. En comida, un racimo de uvas andaluzas, imposible de hacer llegar aquí. En virtud, paciencia.
—¿Qué es lo que más le consuela en su labor misionera?
—Pensar que estoy haciendo la voluntad de Dios.
—¿Cuál es su principal anhelo?
—Poder predicar en lengua eskimal con la misma facilidad con que lo hago en inglés o lo haría en español. Los misioneros de Alaska venimos con el pecado original de no poder aprender la lengua lo suficientemente bien para predicar con holgura sin la ayuda de un indígena experto. Una cosa es entender y chapurrear el eskimal, y otra muy distinta levantarse delante de un auditorio y dispararles un sermonazo sin zozobras, mugidos ni titubeos.
—¿Cómo se encuentra?
—Por aquí todo muy bien. Mucha nieve, mucho frío, noches larguísimas, muchos borrachos y la cárcel reventando de presos. Pero lo demás, todo a pedir de boca. Yo procurando hacerme santo, que no sé si lo lograré, porque hacerse santo es la carrera más difícil en esta vida. A todos nos gusta que no nos falte nada, y al santo le tiene que faltar casi todo. Ahí está la dificultad.
5 preguntas y 5 respuestas de entrada. Que reflejan cinco rasgos de su personalidad
El P. Segundo Llorente, el misionero de Alaska, el aventurero del círculo polar, el del país de los eternos hielos, el de las crónicas akulurakeñas escritas en las lomas del Polo Norte y desde la desembocadura del Yukon, murió el 26 de enero de 1989 en Spokane, WA. Había nacido el 18 de noviembre de 1906 en Mansilla Mayor, León.
Durante años y años fue el misionero por antonomasia. Centenares de miles de cristianos, a través de sus crónicas en «El siglo de las misiones», aprendieron a ser más hijos de Dios.
En 1982 me enteré que vivía su inagotable juventud en Estados Unidos. Le escribí, y me contestó.
Tras insinuarle que contase siete días de su vida en Pocatelo, Idaho, me envió un abultado sobre con esta observación: «Aquí le envío los siete días de mis labores sacerdotales por si le interesan. Yo no puedo ser conciso como usted que con cuatro frases dislocadas dice un mundo de ideas. Yo me eduqué en los días en que Cicerón y Cervantes eran las dos luminarias en el cielo de la literatura. Había que imitar aquellos períodos cuadrimembres de seis u ocho líneas sin un punto. Ahora eso no se estila. Todo va recortadito. Las sentencias parecen fogonazos de relámpago. Yo más bien siento inclinación al verborreo. El poeta nace, no se hace. Yo no nací conciso. ¡Qué le vamos a hacer!».
En vida del Padre Llorente sólo publiqué los tres primeros días. No los restantes, porque eran excesivamente extensos y no me atrevía a abreviarlos para no apenar al gran misionero. Aquí van ahora. Seguro que él desde el cielo sonreirá benignamente.
J.S.V.
Domingo
Me levanto y me preparo mentalmente para las tres misas que me esperan. Desayuno y rezo el breviario. La primera misa es a las ocho, en inglés, medianamente concurrida. La gente se acuesta muy tarde. La luz eléctrica ha convertido la noche en pleno día. La tele ha cogido la mala costumbre de poner los programas más interesantes de noche. Como se acuestan tarde, son pocos los que madrugan el domingo. La misa de ocho es la misa de los buenos, de los que madrugan, que son los menos, y por eso los llamamos los buenos. Es siempre una misa rezada, silenciosa, en la que todo favorece al recogimiento. Cuando salen de misa, lo hacen en silencio y no abren la boca hasta que están en la calle.
La misa de las diez es también en inglés y es la misa de los menos buenos; la de los trasnochadores y soñolientos que son los más; por eso la iglesia se llena de gente. Dios los acoge a todos y yo hago lo mismo. Les predico el mismo sermón con escasas variantes. Hay música con himnos apropiados. Un poco de algazara. Cuando salen, empiezan a hablar antes de llegar a la puerta. Algunos levantan la voz y se oyen algunas risas. Es claro que los buenos son más amigos del silencio que los menos buenos.
A las doce en punto se llena la iglesia de mexicanos. Esta tercera misa tiene poco parecido con las dos precedentes. La llamamos misa mexicana; pero las dos terceras partes de los asistentes ni han visto a México ni lo verán jamás. Nacieron en los EE.UU., pero de padres y abuelos mexicanos. Se celebra en español con música en español y en un ambiente muy distinto. El sermón es largo y se hace hincapié en la doctrina que es lo que necesitan. El castellano me fluye como el agua de un río que va crecido. Tengo que levantar la voz, porque vienen cargados de niños de pecho y otros más crecidos que arman no poco barullo. A los padres no les molesta el ruido por estar acostumbrados, pero a mí sí; pero aguanto mecha y sigo voceando. «Dejad que los niños se acerquen a mí», dijo el Señor, «porque de ellos es el reino de los cielos». ¡Dichosos ellos que tienen el cielo asegurado!, digo yo para mis adentros. En cambio, los viejos tendremos que dejar muchos pelos en la gatera antes de colarnos en el cielo, si nos colamos.
Terminada la misa y cuando ya han salido todos, me traen un mocito de tres años para que lo bautice. Viene elegantemente vestido y me mira muy asustado con aquellos ojos negros y grandes de indio mestizo. ¿Cómo se llama el mozo? Nada menos que Juan Alberto Carlos Maldonado. Con ese nombrecito bien podría llegar a Presidente. ¿Por qué tardaron tanto en traerle a bautizar? «¡Ay, Padre, vivimos en un rancho muy lejos de aquí y los Padres de por allá no saben español; pero nos dijeron que ahora había aquí un Padre de España y dijimos: mira qué suerte la nuestra...!»
Cuando la iglesia se queda vacía, son ya las dos de la tarde. Aprovecho el silencio para sentarme en un banco y mirar al sagrario. El Señor y yo ya nos entendemos como esos que llevan muchos años de casados y se entienden sin palabras. Le pido permiso para ausentarme y me lo da, porque valga la verdad, estoy muy cansado y no me tengo de hambre. El Señor, que todo lo sabe de antemano, me ha preparado una familia que me ha invitado a comer. Se trata de una pareja de sesenta años cumplidos, con la familia colocada que viven solos. Pronto me encuentro ante una mesa bien repuesta y con un florero en el centro. Comemos sin prisa. Me cuentan muchas cosas de sus vidas y familia. La sobremesa se alarga. Buenamente llevo la conversación al plano sobrenatural y me admiro del buen sentido que tienen y lo hondo que han calado en las cosas de Dios.
A las cuatro estoy de vuelta en mi aposento. Luego rezo el rosario yo solo en la iglesia. Me acuesto más temprano que de ordinario para vengarme de no haber tenido siesta. Antes no me importaba la siesta. Ahora no la perdono, si puedo.
Lunes
Por la mañana voy a visitar a una señora de 83 años que vive sola. Vive en una fila de casas que se yerguen sobre una colina. Para subir la cuesta mejor compré un bastón que en León llamamos cacha. La señora, de raza irlandesa, se llama Agnes; pero yo la llamo doña Inés. Hace unos meses se le murió el esposo de repente. Cuando llegué con los santos óleos ya estaba sin conocimiento. Todo esto pudiera parecer cosa normal cuando se llega a los 80 años; pero lo anormal es que doña Inés lleva ya 14 años sin piernas; y lo verdaderamente anormal es que, después de habérselas amputado, los médicos descubrieron que fue un error: que no había sido necesario amputarlas. Mientras vivía su marido, ella lo pasaba relativamente bien; porque él lo hacía todo. Ahora ella sola y en una silla de ruedas tiene que arreglárselas sin ayuda de nadie. Pero ¡cosa admirable!, se las arregla. Ella cocina, lava, se acuesta y se levanta y se mueve de acá para allá gracias a los brazos musculosos que ha desarrollado por aquello de que a la fuerza ahorcan. Podría incluso salir a la calle a tomar el fresco; pero no lo puede hacer porque tendría que subir y bajar 22 escalones de piedra. Podría distraerse leyendo libros y tiene muchos; pero tiene glaucoma que la impide leer. Pudiera distraerse con la televisión que aquí funciona 24 horas al día; pero solamente la enciende para ver y oír las noticias de las seis de la tarde. Lo demás —dice — son tonterías, chiquilladas, porquerías, actos de violencia y obscenidades más o menos veladas. No parece sino que todo aquello que pudiera traerle algún alivio está ausente de su casa. Las noches se le hacen muy largas. De vez en cuando se oyen ruidos secos del maderamen que a ella se le antojan pasos de ladrones.
¿No podría ir a un asilo de ancianos? Sí podría; pero para eso siempre queda tiempo. Mientras pueda valerse, no piensa ir; porque la libertad no se compra con todo el oro del mundo. Ha vivido en esta casa 52 años seguidos, los suficientes para echar en ella raíces que llegan al centro de la tierra. Yo la visito todos los lunes. Hablamos de todo. Me lo cuenta todo. La entretengo con historias de Alaska. En mi afán de arrimar el ascua a mi sardina, salgo con temas sobrenaturales, como por ejemplo: que ella pudiera muy bien ir derecha al cielo sin pasar por el purgatorio si ofrece sus sufrimientos tanto los exteriores como los interiores y los une a los de Cristo en la cruz. Eso la convertiría en un Cristo viviente y doliente y la transformaría en corredentora por participación. Siempre que voy llevo preparados algunos chistes que la hacen reír hasta que la invade la tos. Yo pienso: hacer reír a doña Inés es la decimaquinta obra de misericordia.
Los lunes por la noche tengo instrucciones religiosas que doy a seis adultos que desean hacerse católicos: dos hombres y cuatro mujeres. Dios me los trae para que les pase a ellos cuanto yo he aprendido en el correr de los años. Empezamos por persignarnos y por hacer las genuflexiones como es debido. Luego viene la serie sistemática de instrucciones desde la existencia de Dios hasta el incienso y el agua bendita. La Iglesia aparece como es: divina y humana a la vez. Divina porque salió de las manos, o mejor, del Corazón de Cristo pura e inmaculada sin mancha ni arruga; pero también humana porque anda en manos de hombres que contaminamos cuanto toamos. Las otras iglesias o religiones son obra de hombres. Ahí le duele. Con caridad y precisión vamos poniendo los puntos sobre las íes. Mientras unos abandonan la Iglesia católica, vienen otros a llenar los huecos con creces...
Martes
Después de misa, otro Padre y yo salimos en un Ford camino de la ciudad de Blackfoot, donde nos vamos a reunir los 14 sacerdotes de la región sudeste de la diócesis, Esta diócesis tiene exactamente 216.000 kilómetros cuadrados, poco menos que la mitad de España.
A las 10.30 ya estamos todos. En la cocina hay pastas y café con leche. A las 11.00 entramos en la iglesia done el párroco expone el Santísimo. Sacramento. Unos de rodillas y los más viejos sentados, pasamos una hora entera en adoración para llenarnos bien de Dios. A las doce pasamos al comedor donde los agudos y graciosos se lucen echando chistes mientras los demás comen, ríen y callan. A la una de la tarde ya estamos todos en la sala de estar y empiezan las deliberaciones presididas por el decano de la región.
Nos juntamos todos los meses, excepto los tres del verano. Cada mes se dedica a un tema relacionado con el sacerdocio. Hoy el tema es el diácono casado y qué puesto debe ocupar en la parroquia. Hay quienes ponen al tal diácono por las nubes, mientras otros opinan que es un cero a la izquierda. Si no puede decir misa ni confesar —dicen— es poco menos que inútil. Dado que el diácono casado está aprobado por la Iglesia, su existencia jurídica ya no es discutible. Lo que se va a discutir es el puesto que ocupa o no ocupa en la parroquia de hoy.
La discusión se desarrolla en un ambiente de orden y serenidad. Se habla rigurosamente por turno y a nadie le está permitido interrumpir. Cuando alguno lo hace, se le acalla al punto con un abucheo general. Mientras algunos apenas dicen nada, hay otros que hay que frenarlos. Así rueda la discusión dando vueltas por el grupo hasta que todos han dicho lo suyo. El orden es admirable. Estos nórdicos no entienden eso de hablar todos a la vez,
Cuando yo volví a España después de 33 años de ausencia, protesté en una reunión con mi familia que, ¡por Dios!, no hablasen todos a la vez y que no gritasen, que yo no estaba sordo. Un hermano se me encaró y me dijo: «Amigo, aquí hay que acostumbrarse a hablar todos a la vez y además seguir el hilo de lo que cada uno dice o quiere decir»,. Me sentí como el pez fuera del agua.
Una vez que se da rienda suelta a las preguntas, hay tema para largo. ¿Sacamos algo en concreto de tanto discutir? En concreto no sacamos gran cosa. Pero se aclararon muchos puntos, y quien más quien menos, todos terminamos mucho más enterados de lo que estábamos sobre la posición del diácono casado en la parroquia.
Miércoles
Después del desayuno me pongo a escribir cartas. Es la mejor hora, pues la mente está descansada y fresca.
Casi todas mis cartas son del género cardíaco o respuestas a preguntas de espiritualidad.
Escribir una carta con las noticias corrientes es cosa fácil. Pero resulta muy cuesta arriba tener que ahondar en los secretos del alma y desentrañar los misterios que la envuelven. Y peor aún cuando ni siquiera se conoce de vista a la persona, que es lo que me pasa a mí con frecuencia.
Como uno es de carne y hueso, me desquito del trabajo arduo de estas cartas enviando, de vez en cuando a algún hermano mío, cartas llenas de tonterías escritas en un leonés callejero muy casero.
Por la tarde, después de la siesta, tomo unas cuantas formas consagradas y voy al hospital provincial a visitar a los enfermos católicos.
En otras partes se presupone más o menos que casi todos son católicos. Aquí no. Por eso, al entrar en el edificio, voy derecho a la oficina de información donde me dan la lista de los enfermos que se apuntaron como católicos con el número del cuarto y el de la cama si hay varios en el cuarto. Armado con esta lista voy por las camas y doy comienzo a otro trabajo muy cuesta arriba. No se da nada por supuesto.
Uno puede ser católico y apuntarse como tal; pero si ha de recibir la comunión, tiene que someterse a un examen muy breve.
También se encuentra uno con casos en que el enfermo no es católico, pero se apuntó porque todos los años va a la misa del gallo por Navidad con un vecino católico que le lleva y además, de todas las religiones de que ha oído hablar, la católica es la única que le merece respeto. Algo es algo. Se le anima a dar un paso más y a recibir instrucción y bautizarse.
Así va uno de cama en cama, tentando el terreno, nunca seguro de lo que le espera, pero siempre con la esperanza de que el próximo puede ser terreno muy bien abonado y preparado para la semilla. Y así es por la misericordia de Dios. Siempre y por doquier se encuentra uno con enfermos que esperan al sacerdote como agua de mayo.
Jueves
Hoy nos amaneció un día espléndido. A media mañana me visita Bill, que anda de vacaciones y espera ordenarse de sacerdote el año entrante.
Desearía conversar conmigo sobre el sacerdocio y me pregunta si dispongo de tiempo libre. Le digo que para hablar con él de ese tema tengo libre todo el día. Esto le despierta la idea luminosa de ir a pasar el día juntos en una casa de campo que su familia acaba de edificar en lo más espeso de un monte.
Salimos en un coche pequeño y viejo, pero el tal coche tiene la salud y durabilidad de un roble.
Los primeros 80 km. fueron una delicia por una carretera bien pavimentada; pero luego la dejamos y arremetimos con un camionucho estrecho muy pedregoso que va serpenteando por el monte repleto de pinos. Las tortuosidades van siendo cada vez más escarpadas, entre precipicios y barrancos impresionantes. A mis preguntas machaconas de si todavía queda mucho camino, Bill me responde siempre lo mismo: «Ya queda poco». Llega un momento en que dudo seriamente si llegaremos con vida. Pero llegamos, bendito sea Dios.
Estamos en una cordillera de selvas vírgenes hasta hace unos años en que una compañía compró al Estado grandes extensiones con el fin de venderlas luego en lotes baratos. A dos mil metros de altura la familia de Bill compró 350 metros cuadrados y en el centro levantó una casa prefabricada, que armaron en tres días trabajando de sol a sol.
Cuando entré en la casa con Bill, olvidé las tortuosidades de la subida, y más al verme en una balconada desde donde se dominan horizontes fantásticos. Estamos junto a la frontera del Estado de Idaho con el Estado de Utah. La mirada se pierde en una cadena de elevaciones y hondonadas de lo más accidentado y todo ello sembrado de infinitos y enormes árboles. ¿Quién los plantó? No me canso de repetir las palabras de san Juan de la Cruz: « ¡Oh bosques y espesuras plantadas por las manos del Amado!» Fue tanto lo que me impresionó el silencio que pedí a Bill no hablar en un rato para saturarnos de aquel silencio reparador.
Por fin entramos en materia. Bill, con la gracia de Dios, espera ser un sacerdote como Dios manda. Ya tiene 34 años; ha visto y ha leído mucho y está de vuelta de muchas cosas. Sabe que sin una vida de oración bien sostenida, todo el tinglado se le vendrá al suelo. No se ordena para ganar dinero, ni para pasarlo bien, sino para obedecer al Señor que le llama. Más aún, si ha habido y hay santos en el mundo, cree que también él puede llegar a serlo, aunque sabe que para serlo tiene que negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir a Cristo. Y de eso se trata.
Viernes
Los viernes los dedico a entrevistas prenupciales. En este país los novios tienen que avisar por lo menos cuatro meses antes de la boda para que el sacerdote se cerciore de todas las circunstancias y falle a favor o en contra de una boda en la iglesia parroquial.
Sábado
Los sábados son los días preferidos por los llamados «caballeros errantes». Así se llaman aquí a los que esperan viajar y vivir de gorra.
Antiguamente los pobres eran conocidos nada más verlos. Iban de puerta en puerta y pedían pan. Hoy todo ha cambiado. Hoy el pobre va en automóvil; pero no tiene dinero para comprar gasolina. ¿A quién va a dar el sablazo? Invariablemente al primer sacerdote que encuentre. Yo los tengo catalogados a mi manera y no me fallan.
El hombre, o la mujer, va de camino a un entierro, o a una boda, o a despedir a un hijo que sale mañana para la guerra, o tiene que estar mañana por la mañana en tal sitio done tiene asegurado un empleo, o su anciana madre va a ser operada esta noche en la próxima ciudad y no se espera que salga con vida de la operación. Por una coincidencia fatal al llegar aquí se le terminó la gasolina. Pero la coincidencia verdaderamente fatal es que perdió la cartera, o se la robaron...
Alguno saca la cartera y me muestra unos céntimos que le quedan. Como es católico (aunque sea budista) no le queda otra salida que venir al sacerdote en busca de socorro...
En nuestras reuniones semanales los sacerdotes comentamos con frecuencia esta situación. Se da por supuesto que se abusa de nosotros. Las llamadas de estas gentes a nuestra puerta son continuas. ¿Es que los Estados Unidos son una nación de pordioseros? Para el sacerdote católico esta nación da esa impresión.
Hoy, sábado, a las cuatro de la tarde me siento en el confesonario hasta las seis.
Lo mismo me da que el penitente sea yanqui o mexicano. Si es mexicano, casi seguro me habla en una mezcla de las dos lenguas. Para los mexicanos de aquí si la palabra termina en «a» es del género femenino, como la idioma, la mapa, la telegrama y otras semejantes.
Siempre que doy una absolución me sobrecoge el poder divino que ha puesto Dios en mi voz y en mis manos pecadoras.
Segundo Llorente
266 El Padre Segundo Llorente nació el 18 de noviembre de 1906 en Mansilla Mayor, León. Murió el 26 de enero de 1989 en Spokane, WA. / Diez días antes, el 16 de enero, escribió a su familia: «Muero contentísimo. Desde aquí al cielo, ¿qué más se puede pedir? Ya nos volveremos a ver todos. Amén. Adiós. Os quiero mucho SEGUNDO».
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