VEN, TE NECESITO volver al menú
 



     Joseph Bouchaud ha sido durante muchos años superior general y delegado internacional de los Hijos de la Caridad, instituto dedicado al mundo obrero de los barrios pobres de las grandes ciudades.
    «Los pobres me han evangelizado», «Los cristianos del primer amor», «El fuego»... son los títulos de algunos pequeños pero ardientes libros suyos.

J.S.V.



TENÍA SIETE AÑOS

     —María, ve a ver quién llama a la puerta.
     Esta frase de mi padre ha quedado grabada en mi memoria.
     Era una noche de invierno de 1929. Tenía 7 años. Había terminado los deberes de la escuela y ya me iba a la cama. Parecía que nada pudiera turbar la habitual calma de aquel pueblecito donde vivíamos, en el oeste de Francia.
     —María, ve a ver quién llama a la puerta.
     Entraron tres hombres. Estaban sucios y con aspecto de cansados. Uno era muy joven, tendría unos 18 años. Se presentaron:
     —Somos obreros en paro, vamos a Burdeos a buscar trabajo.
     Mi madre les preparó una sopa, sacó una hogaza grande y unas salchichas. Se sentaron a la mesa. Yo permanecía de pie. Solo veía a uno, el más joven. Su gorra raída, los ojos brillantes, la barba mal repartida por la cara, las orejas rojas por el frío... Por primera vez sentí vergüenza de ser feliz.
     Aquel rostro era un grito en mi corazón de niño.
     Mi padre les llevó a acostarse, en una pequeña habitación que había detrás de casa. Marcharon al día siguiente mucho antes de que yo me levantara.
     El joven no me había dicho ni una palabra, pero estoy seguro de que aquel día recibí la visita de un mensajero de Dios. Dios me estaba diciendo a través del rostro de aquel parado: «Ven, te necesito». Ese día empecé a decir «si».

TENÍA CATORCE AÑOS

     Tenía 14 años. Quería ser sacerdote. Pero veía un obstáculo enorme, en mi mente de adolescente una montaña se interponía en el camino: mis padres sólo tenían dos hijos, mi hermana Ana y yo.
     Ana, que me llevaba nueve años, se había casado ya. Mi padre había montado poco a poco un taller de carpintería. El único que podía continuar su obra era yo. A menudo decía: «Cuando seas mayor modernizaremos el taller. Compraremos una maquina más potente, herramientas más modernas...» Y yo pensaba: «No quiero ser carpintero, quiero ser sacerdote». Pero no me atrevía a decírselo. Tenía miedo de causarle una gran decepción, y de su posible reacción.
     Por fin, un día me lancé. Acabábamos de comer. «Tengo que deciros algo: quiero cambiar de escuela». « ¡Cambiar de escuela!», me contestó mi madre. «¿Por que?» «Porque quiero irme al seminario para ser sacerdote»
     El silencio que siguió me pareció una eternidad. Mi corazón latía a toda velocidad. El primero en hablar fue mi padre: «Ven», me dijo. Me llevó al taller, que estaba pegado a la casa. Estábamos en el centro, junto al banco de trabajo. Me miro largamente, luego dijo: «Mira. Joseph, todo esto lo he ido preparando para ti, solo para ti. Si te vas, todo habrá sido inútil...».
     Hubo otro silencio. Mí corazón aceleró un poco más el ritmo. Y mi padre continuó «Pero ya eres un hombre. El único responsable de tu vida eres tú».
     Me eché a sus brazos. Sabía que me quería de veras. Dios me había hablado por el.

TENÍA VEINTE AÑOS

     Tenía 20 años. Trabajaba como educador en un centro para jóvenes delincuentes.
     Un día, dos policías trajeron a Bernardo, un adolescente de 17 años, detenido por robo a mano armada. Hablo con él y me pide que vaya a decírselo a sus padres, porque no saben nada.
     Horas más tarde entro en una casa sumamente pobre.
     El padre, tuberculoso, está echado en un colchón en el suelo, tosiendo sin parar. Moriría pocos días después. Me recibe la madre. Escucha, fría e impasible, todo lo que le digo del hijo. De pronto estalla en sollozos, llora... llora largo tiempo. Finalmente levanta la cabeza, y mirándome fijamente con sus grandes ojos cansados anegados en lágrimas, casi me grita: «Si.... lo sé, es culpa mía. He mimado demasiado a este hijo. He tenido siete hijos. Seis murieron por la miseria y la enfermedad. ¡Éste es el único que me queda!».
     Hecho polvo, impotente, no pude decir palabra. Salí gimiendo interiormente por no haber podido hacer nada.
     Al día siguiente fui a ver a un sacerdote al que quería mucho y en quien tenía plena confianza. Le expliqué mi desesperación al encontrarme paralizado e impotente ante un sufrimiento tan grande.
     Me escuchó atentamente y después me dijo: «Joseph, piensa que ayer Dios quiso enseñarte algo muy importante. Quiso decirte que amar no es fácil, que el amor que no cuesta nada no es verdadero. Quiso hacerte comprender las opciones que su Hijo tomó para amar de verdad: por qué quiso ser pobre entre los pobres, por qué escogió a unos pobres para fundar su Iglesia, por qué murió pobre y abandonado en una cruz. Dios quiso decirte que sólo el que, como Jesús, comparte el sufrimiento por amor, puede decir algo al que sufre».
     Estas palabras resonaron en mi cabeza juvenil como un trueno, como una explosión luminosa, como un rayo de luz en mi camino no... Un rayo de luz que conservo con el mismo resplandor que cuando tenía 20 años. Y me dije a mí mismo: «Todo parece luminosamente claro. Las opciones que Jesús tomó libremente, tengo que tomarlas yo también, si quiero amar de verdad como él». Fue entonces cuando decidí ser sacerdote.
     Y me repetía: «Quiero ser sacerdote de Jesús. Quiero vivir como él. Quiero elegir lo que él eligió. Quiero anunciar su Buena Nueva, como él la anuncio».

TENÍA VEINTISIETE AÑOS

     —Padre, dígame qué tengo que hacer. Mi novio acaba de suicidarse entre mis brazos.
      Hacia solo unas semanas que había sido ordenado sacerdote. Llevaba dos días en la parroquia del Buen Pastor: en un barrio obrero de París. La joven que estaba ante mí, en el despacho parroquial, esperaba una respuesta. Este tipo de preguntas no las estudié en el seminario...
     Unos momentos de silencio. Para ganar tiempo, respondo con otra pregunta:
     —¿Cómo ocurrió? ¿Por qué motivo?
     —Soy enfermera, trabajo en un hospital. Hace algún tiempo cuidé a Roberto, que entonces padecía una enfermedad mental. Le tomé cariño. Nos hicimos novios. Dentro de dos meses tengo que presentarme a unos exámenes importantes. Por eso., anteayer le dije: «Tengo que dedicar tiempo a estudiar. Si no te parece mal, en vez de vernos todas las tardes, nos veremos sólo dos veces por semana». No me dijo nada, pero creyó que pensaba abandonarlo. Metió la mano derecha bajo su chaqueta. Sonó un disparo. Y cayó entre mis brazos... ¿Qué tengo que hacer?
     —Lo que tienes que hacer es aprobar esos exámenes.
     Y se marchó. Me quedé preocupado por no haber podido ayudarla más.
     Tres meses más tarde me vino a ver.
     —Sólo vengo a decirle que he aprobado el examen... con el numero dos.
     Y unos meses más tarde se presentó de nuevo con una amiga.
     —Delante de la iglesia me espera un taxi. Voy al aeropuerto, me marcho a África. Voy a fundar un hospital en la selva. Quiero entregar mi vida y me siento feliz. Pero, antes de marchar, quisiera que me bendijera en nombre de Cristo...
     En nombre de Cristo la bendije. Se fue. Quede maravillado de lo que es el amor de Dios.
     No la he vuelto a ver más. Ni siquiera sé cómo se llama.
     Desde aquellos primeros días de mi sacerdocio sé que ni mi inteligencia, ni mi generosidad, ni mi experiencia pueden salvar el mundo. Pero Dios puede hacer cosas extraordinarias a pesar de mi pequeñez.

TENÍA SESENTA AÑOS

     Cuando nuestro equipo empezó en la «ciudad perdida» de la Marranera, cerca del mercado de Jamaica, en la ciudad de México, había un albañil que vivía cerca de nosotros. Su familia procedía de Michoacán. Cada vez que nos encontrábamos se apresuraba a besarme la mano, repitiendo una letanía de saludos respetuosos hacia el «padrecito».
     Poco a poco nació una verdadera amistad entre él y el equipo, una amistad más profunda que las costumbres del pasado. Un día vino a verme. Me dijo: «Joseph, quiero hablar contigo». Era la primera vez que me llamaba por mi nombre y que me tuteaba. Y comenzó a confiarme lo más profundo de su vida. Pocas veces he sido testigo de una confianza tan plena. Pocas veces he podido compartir mi fe en Cristo de forma tan verdadera... La amistad había abierto la puerta de Dios entre nosotros.
     Desde ese día ya nunca trató de besarme la mano. Nuestra casa fue su casa. El equipo fue otra familia para él. Continuaba tuteándome y llamándome Joseph, con verdadera amistad.

* * *

     Hoy, cercano a los 70 años, sigo oyendo la misma llamada de cuando era niño, ahora entre negros y chicanos, en un barrio obrero de Chicago; sigue resonando en mi interior lo que decía Emilio Anizan: «El secreto de mi vida es muy sencillo. Te lo voy a confiar: ¿Quieres ser hombre? ¿Quieres ser feliz? Tienes que aceptar la felicidad de Dios de manos de los pobres».

Joseph Bouchaud


261 El mayor escándalo del siglo xx no es la guerra, ni la bomba atómica, ni el racismo, ni el fascismo. El mayor escándalo está en que, en las dos terceras partes del mundo, hay hombres que mueren de hambre y se envilecen porque no les queda ninguna esperanza, mientras que en la otra tercera parte hay hombres que viven hastiados y se envilecen de hastío.- J. BOUCHAUD