LOS CONFINES DEL MUNDO volver al menú
 



     Me preguntaron para qué sirven los sacerdotes. Les dije que cada día lo sabía menos.
     Se rieron, creyendo que bromeaba.
     Pero lo había dicho en serio.
     Añadí: A veces pienso que cuando me presente ante la faz de Dios me limitaré a decirle: «Señor, este pecador se esforzó en enseñar a rezar el Padrenuestro».

J.S.V.


     Se celebraba en Lourdes, en un hospital, una fiesta en honor de una anciana que acababa de hacer la primera comunión. Levantando su vaso de lavarse la boca donde chispeaban unas gotas de champán, la homenajeada exclamó: «¡A la salud de Dios!».
      R. Massip, que cuenta la anécdota, comenta: Sonaba mejor que lo de «venga a nosotros tu reino», y quería decir lo mismo.
     ¿Lo mismo? Quizá, pero realmente ¿qué significan las palabras «venga a nosotros tu reino»?
     ¡Pobre padrenuestro! Cuántas veces ha sido mascullado en asambleas cristianas adormiladas. Cuántas veces ha quedado reducido a una «oracioncita» para presentar a Dios una mezquina petición: «Vamos a rezar un padrenuestro para que mañana haga bueno» o «para que me aprueben en el examen». Cuántas veces se lo ha «utilizado» como un comodín de la oración, como ficha para una máquina tragaperras celestial.
     No hay que pervertir o malgastar el padrenuestro. No es «utilizable» para hablar a Dios de otra cosa. Es una oración que nos desborda y que ruge en nosotros como un volcán. A nadie se le ocurre utilizar el Vesubio o el Etna cuando se le han acabado las cerillas.
     El Vesubio... Encontré una vez un peruano que había escalado sus laderas con un grupo de turistas. Hasta el paraje donde hay que detenerse, en el límite peligroso. Pero quiso seguir, pese al riesgo y el peligro, mientras sus compañeros regresaban. Al avanzar por el cráter, veía fumarolas, chorros de colores nunca imaginados, una luz extraña. El suelo se resquebrajaba y el rugido del volcán se arremolinaba a sus pies. Avanzó hasta el momento en que el miedo se apoderó de él e hizo que corriera despavorido hacia atrás: había ido más allá del límite.
     Cuando regresó a la falda, escribió un poema fulgurante. Me decía que ese loco ir más allá de los confines del mundo había trastocado su existencia, y que la voz y el fuego del volcán corrían siempre en él. ¿Volverá a lanzarse otra vez por esas regiones del más allá donde la luz y el fuego son demasiado vivos para ser tolerables? Su vida permanecerá por ello para siempre iluminada y encendida, como las laderas del Vesubio bordadas todas con viñedos generosos.
     La oración de Jesús nos pone en contacto con las fuerzas más prodigiosas. Si nos aventuráramos con el padrenuestro una vez, arriesgando nuestra vida, quedaría siempre trastrocada. Quizá no nos atreveríamos nunca a pronunciar de nuevo esas fórmulas de fuego, pero no dejarían de fecundar ya todas las laderas de nuestra vida.
     Hay que medir la magnitud de nuestra audacia. Primero ¡«hablar» a Dios! Hablarle y decirle «Padre nuestro»... Así, sencillamente, con la seguridad que sólo podía tener Jesús, «con sus labios de ternura» (Péguy). Entrar en la casa de Dios como en la propia casa. Y hablar a Dios, juntos, como si fuéramos hermanos, cuando con tanta frecuencia se reza como si se estuviese instalado a sus expensas. Decir desde lo hondo de nosotros mismos: «Padre nuestro», algo impensable.
     Y luego la frase siguiente: «Venga a nosotros tu reino». Jesús y los primeros cristianos lo aguardaban como una irrupción, como una deflagración de Dios, como una nacimiento único, tras las lágrimas, las angustias y las zozobras. Más tarde, ese vino de fiesta ha sido aguado con la existencia banal, con comentarios, con acomodaciones. Pero la frase ahí está ardiente: «Venga a nosotros tu reino». Tras el imperio del dinero, del poder, de la violencia, la nueva tierra, la del amor, la casa de Dios.
     ¡Qué formidable resonancia! Se siente la fuerza de esta oración cuando los cristianos la balbucean en un campo de concentración, en una cárcel, en las viviendas miserables de trabajadores inmigrantes. No existen palabras más contestatarias, en su sobriedad, que las del padrenuestro.
     Si «la sólida flota de los padrenuestros» (Péguy), desde hace veinte siglos, parece con frecuencia seguir una navegación distraída, cuántas veces el estrave se ha vuelto mar adentro, en las tempestades humanas, empujado por el viento de Dios. El padrenuestro es una oración de alta mar porque presiente, anuncia, espera y busca otra orilla. Contesta porque testifica. E. Hello escribía: «El pan de cada día de Cristóbal Colón era América».
     Las galaxias atraviesan la noche sideral, los continentes van a su imperceptible deriva, los mismos peñascos viven y se agitan. La humanidad busca, siempre insatisfecha, con ese sabor de futuro que siempre la reanima. Tras el descubrimiento obstinado de lo posible. Si los poderosos intentan inmovilizar las sociedades, imponiendo «su» orden, el rugido del volcán no tarda en dejarse oír: hay que hacerse a la mar.
     Cuando el navío «Iglesia» boga alegremente, lo hace hacia el horizonte de la promesa y de la espera. Los marineros sienten ya el regusto de la tierra prometida: alegría, paz, grandiosidad, amor. Atribuyen todas las palabras enamoradas a quien es el rey discreto y humilde. Saben que Dios sopla ligero, sobre la fragilidad de sus grandes levas: «el navío ha cargado el viento a su hombro de tela» (Shakespeare).
     Se habla de sociedad bloqueada, de Iglesia morosa, de confinamiento del mundo contemporáneo. Se aproxima un espasmo de humanidad. Descubrimos ya el vacío de la abundancia, la estrechez de los egoísmos sagrados, la amargura de la vida que no es la vida. ¿Quién quiere embarcarse en «la flota innumerable» de los padrenuestros? Conviene saber: no pueden embarcarse más que los viajeros que tienen por único bagaje la pasión del futuro.
     Evidentemente, esa pasión sin límites, día a día, tendrá que escoger y realizar lo posible, y acrecentarlo. Pero el padrenuestro reanimará siempre a los hombres del futuro, porque es estribillo de éxodo y canto de pascua. Es una oración que protesta, que se impacienta, que estimula, que construye. Como el hambre que despierta nuestro cuerpo y lo atormenta, esta oración es «la energía elemental de la esperanza» (Habermas). Con ella se toca a Dios que es siempre la «crítica del hombre» (Moltmann) y su desmesura divina.

Gérard Bessière


EL PADRENUESTRO

     Yo soy su Padre, dice Dios, el del «Padre nuestro que estás en el cielo».
     Mi Hijo ya se lo ha dicho a los hombres, que Yo soy su Padre. Soy también su juez (y también esto se lo ha dicho mi Hijo) pero sobre todo soy su Padre.
     El que es padre es padre ante todo y el que una vez ha sido padre ya no puede ser nunca más que padre.
     De modo que los hombres son los hermanos de mi Hijo, son mis hijos y yo soy su Padre.
     Y mi Hijo les ha enseñado la oración del «Padre nuestro»: «Cuando oréis, rezaréis así: Padre nuestro».

     Bien sabía mi Hijo Jesús lo que hacía al enseñarles a rezar así, bien sabía lo que hacía Él, que les amó tanto que vivió con ellos, como uno de ellos, que andaba como ellos y hablaba como ellos y sufría como ellos y murió como ellos y se trajo al cielo un cierto sabor a hombre, un cierto sabor a tierra.
     Bien sabía lo que hacía mi Hijo Jesús, lo que hacía cuando puso entre los hombres y Yo esas tres o cuatro palabras del «Padre nuestro» como una barrera que mi cólera y mi justicia no franquearán jamás.
     Dichoso el que se duerme en su cama bajo la protección de esas tres o cuatro palabras que van por delante de toda oración como las manos del que reza van por delante de su rostro y que me vencen a Mí, el Invencible, que avanzan como una gran proa que abriese camino a un pobre navío y que rompen el oleaje de mi cólera.
     Luego, cuando la proa ha pasado ya pasa todo el navío y toda una flota entera, tranquilamente.

    
Y ahora así es como veo Yo a los hombres, dice Dios, después de ese invento de mi Hijo, el «Padre nuestro».
     Y así es como tendré que juzgarles ahora.
     ¿Pero cómo querrán que les juzgue Yo ahora después de eso?
     «Padre nuestro que estás en el cielo».
     ¡Bien sabía mi Hijo Jesús lo que había que hacer para atar los brazos de mi justicia y desatar los de mi misericordia!
     Así que ya no tengo más remedio que juzgar a los hombres como juzga un padre a sus hijos, y... ya se sabe cómo juzgan los padres: ya hay un ejemplo bien conocido de cómo juzgó un padre al hijo pródigo que se marchó de casa y luego volvió: el padre era el que más lloraba.

     Fijaos lo que ha ido a contarles mi Hijo a los hombres.
     En realidad les ha revelado el secreto mismo de Dios, el secreto mismo del juicio.

Charles Péguy


260 Desde lo alto del promontorio, del promontorio de mi justicia, desde el trono de mi cólera Yo veo ascender hacia Mí, desde el fondo del horizonte, una flota que me ataca, la flota triangular que presenta esa punta que vosotros conocéis. Como las grullas vuelan en triángulo hacia el cielo y así van donde quieren hendiendo el aire y desviando la fuerza misma del viento, y la más fuerte es la que va delante haciendo punta del triángulo, así esta flota triangular vuela, navega y boga para atravesar el océano de mi cólera. Y el más fuerte está delante haciendo de punta del triángulo y ellos se han colocado detrás de él gradualmente y gradualmente desaparecen todos a la vista de mi cólera. Aquí avanza una flota que ninguna ola del fondo de mi cólera hará balancear jamás. Y la primera fila de remos es: Santificado sea tu nombre, el tuyo. Y la segunda fila de remos es: Venga a nosotros tu reino, el tuyo. Y la tercera fila de remos es la palabra más insuperabable de todas: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, la tuya. Y ésta es la flota de los «Padrenuestros», sólida y más innumerable que las estrellas del cielo.- Ch. PÉGUY