PÁGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN volver al menú
 


Stava Maria
muta nel suo dolore
rimeditando l’agonia del Figlio,
senza morire e con la morte in cuore.

Volto gentile le sorrise accanto
e le rivolsi, amico, la parola.
«Donna, che piangi?
L’angelo che, primo,
ti revelò la nascita d’amore
non t’ha narrato, Madre del dolore,
che Cristo è ormai risorto?».

Alzò lo sguardo lacrimoso e triste
l’Immacolata e lo fissò negli occhi:
ebbe un tremore, un tremito convulso:
«Figlio!», gridò,
e se lo strinse al cuore.


     Para contagiarnos de la finura de oído de quien es «mediadora de todas las vocaciones» y «modelo perfecto en el conocimiento de los designios de Dios, en el seguimiento con ánimo generoso a la llamada de Jesús, y en la aceptación con humildad y gozo de los sacrificios que todo servicio comporta», he aquí unas páginas del diario de la Virgen, escritas por José Luis Martín Descalzo.
     Precedidas de «Al Alba», hermoso poema de R. Giaquinta, que ojalá José Luis hubiese tenido tiempo de traducir.

J.S.V.



lunes


     Sí, todas las madres lo dicen: los hijos son difíciles de entender. Los ha visto una crecer, conoces hasta las más pequeñas arruguitas de su cara, y un día, de pronto, hay en ellos algo que no entiendes. Es como si hubieran crecido de repente y se te fueran de los brazos. Tú miras y no comprendes. Tú quieres bajar hasta el fondo de sus ojos y te pierdes en los primeros vericuetos de su alma.
     Jesús hace ya días que tiene los ojos preocupados. Le noto que me huye la mirada cuando nos quedamos solos. Y habla, habla de cualquier cosa, sin parar, porque sabe que si hace un segundo de silencio yo le haría la pregunta que él teme. Sabe que no he olvidado las palabras de Simeón y que sigo teniendo la espada bien adentro.
     ¿Puede acaso una madre olvidar que si hijo será cruce de caminos para muchísimos hombres y que caerá crucificado entre el amor y el odio? Aunque hubo un momento en que llegué a olvidarlo. Los años avanzaban y nada sucedía. Él crecía normal, nada gritaba que hubiera de ser distinto de los otros. «Un buen carpintero, un buen carpintero como su padre», pensé.
     Pero era difícil engañarse. Él era serio, y vivía ya desde pequeño como si sobre sus espaldas pesase una tarea tan grande como él, más grande que yo. Maduraba deprisa como si tuviera que vivir muchos años en uno y a los diecisiete había en su frente toda la madurez de un hombre.
     Desde entonces comencé a temer. Cualquier día podía irse a cumplir su tarea. ¿Quizá...? Sí, quizá no se atrevería a despedirse. Se levantaría a medianoche. Partiría.
     Tras de pensar esto fueron pocas las noches que dormí de seguido. Me despertaba sobresaltada, segura de que ya estaba sola. Contenía la respiración temblando en le silencio de la noche, hasta que oía el jadear de su pecho adolescente., y respiraba yo a mi vez, feliz, riéndome un poco de mis miedos.
     Y llegué a acostumbrarme a esta angustia. Hasta olvidé las palabras de Simeón. Los años avanzaban y nada sucedía. Él seguía en el puesto de su padre, cortando humildemente maderas, doblando las espaldas. ¿Acaso todo había sido un triste sueño? Si tenía su misión, ¿cómo no la empezaba? Las noches pasaban sobre nosotros y siempre al acostarme yo pensaba: otros día, otro día más que he tenido.
     Ya casi no esperaba que se fuera cuando se marchó. Me quedé entonces abierta como un pozo, y cualquier aire me golpeaba como a una puerta. Sé muy bien que la muerte está al acecho. He leído veces y veces los libros santos y he vivido sus dolores como su hubieran sucedido ya mil veces. Llegarán cualquier día. Él me mirará entonces. No necesitará decirme una sola palabra. Ese día sus ojos serán transparentes para mí. Sólo tendré que entrar en el negro tobogán de la muerte aceptada hace treinta y tres años.
     Últimamente creía que la hora estaba encima; su manera de hablar a los discípulos como si hiciera testamento en cada palabra, sus alusiones a la muerte, veladas y claras a la vez... Pero, ¿acaso no le falta aún mucha tarea? Pienso en sus discípulos y me imagino que ahora le dejarían todos si asomase el dolor por el horizonte. Son buenos sí, pero...
     Y lo de ayer me ha devuelto muchas esperanzas. Sobre la boriquilla parecía un rey; los chiquillos gritaban como un montón enorme de alegría y todo en aquellas calles olía como cuando en Belén. Aunque cuando pasó junto a mi lado... Levantó los ojos sonriéndome. Era una sonrisa como de darme ánimos. Algo como si dijera: «Cuando venga el dolor acuérdate de esto». Ah, si José viviera y yo pudiera charlar de esto con él...
     Quizá es mejor no pensar. Bajar de nuevo al pozo de la fe. Y esperar. Él será rey siempre, sobre la borriquilla o en medio del dolor. Esto es lo importante. Esperar.

martes

     Creo que acerté ayer al tener miedo. Esta mañana ha venido a verme Juan. Me ha dicho:
     — Tengo que hablarte, María.
     Y me ha contado que Jesús, tras el triunfo de anteayer, estuvo hablando en el templo y dijo que había llegado su hora.
     — ¿Tú sabes qué quiere decir con eso de «su hora»?, me preguntaba Juan.
     Yo recordaba que en Caná me dijo que aún no había llegado su hora. ¿Quizá «su hora» era la de los milagros, la hora del triunfo, la de cambiar el agua en vino, el odio en amor?
Juan no aguardó mi respuesta. Continuó:
     — Dijo también esta frase que me ha quedado grabada: «Si el grano de trigo no muere es infecundo, pero si muere produce mucho fruto». ¿Acaso quiere morir?
     Yo no podía contestar. Hace tiempo que miro a mi hijo y a todos los hombres como granos de trigo. Sí, quizá la tierra sea un inmenso campo donde hay que enterrarse para salir en la flor y en la gloria de la espiga. ¿O acaso nacerá él como la primera vez, sin dolor, sin sangre?
     Juan siguió contándome que nota a los fariseos al acecho, como perros de caza, lanzando en torno a Jesús preguntas como redes.
     — Los mismos apóstoles están asustados –ha seguido–. Si estallase el peligro huirían muchos. Temo incluso que alguno llegase a traicionarle.
     He mirado a Juan como preguntándole qué quería decir con esto. Pero él ha apartado la mirada, arrepentido sin duda de haber dicho estas últimas palabras.
     Me he quedado asustada cuando Juan se fue.
     Durante todo el día, he tratado de hablar con Jesús sobre esto. Después de comer estuvimos largo tiempo callados y noté que necesitaba hablarme. Yo callé, esperando, y él se paseaba nervioso. De vez en cuando se asomaba a la ventana como para coger fuerzas del paisaje, se quedaba mirando a lo lejos, viendo sin ver.
     Al fin dijo sólo:
     — La tarde está muy buena, madre. ¿Por qué no sales a dar una vuelta?
     Comprendí que quería estar solo. Y salí. Pero todo el tiempo del paseo estuve temiendo que hubiera querido alejarme de casa para algo, quizá esta tarde vendrían los fariseos a llevárselo. Volví corriendo, conteniendo el aliento. Subí corriendo las escaleras, pensando que su cuarto estaría vacío.
     Y estaba oscuro. Grité.
     — ¡Jesús!
     Entonces vi su sombra, recortada en la oscuridad de la ventana, en el mismo sitio, en la misma postura en que le había dejado. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
     — Esta ciudad —dijo— me da pena. Si ella supiera cuántas veces he querido cobijarla como la gallina a sus polluelos...

miércoles

     Judas... Todo el día dando vueltas en la cabeza a este nombre. Todo el día. Ayer Juan, al hablarme de traición, no sospechó siquiera la herida que me abría. Comencé a recordar frases y frases de Jesús y temblé al acordarme de aquélla: «uno de los míos me traicionará». Entonces ¿es posible?
     Juan no dijo una palabra, pero comprendí de sobra que pensaba en Judas. Yo tampoco he podido evitar el unir su nombre a la idea de traición. Y temo ser injusta en este juicio. No, no le juzgo. ¡Siento hacia él una tal ternura!
     Hace tiempo he notado que me huye, como si mi corazón pudiera descubrir algo dentro del suyo. No, no es malo. Aunque he notado que tiembla al oír la palabra «amor», que oye las palabras de Jesús no como quien las bebe sino como quien las recuenta. Pienso que sólo es un pobre chiquillo asustado, y me gustaría conocer palmo a palmo su infancia retorcida en la que, sin duda, se encuentra el secreto de sus silencios ariscos. ¿Acaso nunca nadie le ha amado de veras? Es absurdo, es absurdo, pero me gustaría haber sido su madre.
     Jesús ha estado hoy más alegre y esto me ha preocupado más. Yo sé muy bien que entrará en la muerte como en un reino. No porque morir sea para él una liberación (ah, bien sé yo cuánto ama la vida), sino porque será el final de una misión cumplida. «El Padre» estará satisfecho de él.
     Me gusta cuando habla de Dios, «el Padre» como él dice. Lo dice con una especie de orgullo entusiasmado. Al oírselo me siento como un poco desplazada. Pero esto me gusta, he tenido siempre tanto miedo de quitarle a Dios un céntimo de honor.
     Y Judas... Otra vez este nombre que zumba en mi cabeza. Veo su mirada ensombrecida de niño malo, de pobre niño triste a quien machacaron la infancia. Judas...

jueves

     Hoy es todo distinto. Como si la muerte hubiera perdido de golpe su importancia y comenzase a no significar nada. Al salir hacia el huerto se ha acercado a mí, ha puesto sus dos manos sobre mis hombros, me ha mirado hasta el fondo. «Hasta mañana, madre», ha dicho solamente. Y yo he comprendido que ésta era su despedida. Mañana aún le veré, pero ya estará lejos, en la otra ribera, en la muerte quizá. Pero, tras el amor de esta noche, sería una traición temer a la muerte.
     He seguido todo desde la cocina, he podido ver el brillo de sus ojos, el caliente runrún de sus palabras, el pulso de su respiración que me llegaba entre el silencio de los discípulos. A veces, al llevarles alguna cosa que necesitaban, oía retazos de sus frases. Y todo olía a cariño. Decía «hijitos míos» o «ya no os llamaré siervos, sino amigos». Luego, al volverme hacia la cocina, yo cerraba los ojos y dejaba que sus palabras sonasen dentro mío: «Hijitos míos, hijitos míos, hijitos míos».
     Y ¡qué temblor cuando tomó el pan entre sus manos! Me hubiera gustado acercarme, tomar también yo de aquel pan. Pero supe que hoy era para ellos y que, una vez más, la madre debía quedarse en un rincón.
     Mas sentí una especie de envidia. Y junto a ella una gran alegría: ahora ya todos sabían lo que era tenerle dentro, como yo hace treinta y tres años le tuve. Su cuerpecito caliente pateaba suave en mí, si me reconcentraba podía oír latir su corazón. Era como si la vida se te doblase.
     Pero ellos apenas parecieron darse cuenta, arrugaban el entrecejo, intentando comprender sin lograrlo. Pedro miraba el pan y las manos, las manos y el pan, y no lograba descifrar el enigma. Vi que comía su parte como entrando en la cueva del misterio.
     «Ahora —pensé— están unidos a él como los sarmientos a la vid, ahora no tengo miedo».
     Pero de pronto algo me estremeció. Alguien había abierto la puerta y un golpe de aire helado había herido la casa. Vi a Judas en el dintel y al fondo la noche negra y cerrada. Luego se hundió en la noche y otra vez el silencio se ciñó en torno a mi hijo en un abrazo maternal. Me di cuenta entonces de que las luces del cenáculo eran rojas y el rostro de Jesús estaba iluminado como nunca lo había estado.

viernes

     Hijo, perdona hoy a tu madre que no sabe decirte nada, que no sabe orar, que no sabe ni estar contigo, que únicamente conoce este pobre oficio de estar cansada y decirte: Hijo, hijo, hijo...
     ¿Quizá te he desilusionado esta tarde? Me hubiera gustado haberte defendido mejor, haber sabido. Pero, allí, a tus pies, ¿qué podía ofrecerte sino mi esfuerzo por contener las lágrimas? Tú estabas muriendo y yo seguía viva. Ah, y hubiera necesitado gritar al ver tu sangre —¡la mía!— resbalar carne abajo hasta los pies, y luego gotear sonando silenciosa en el silencio de la tarde.
     Si al menos hubieras vuelto con frecuencia n hacia mí tus ojos... Pero entendí que no debías preocuparte entonces de tu madre. Estabas redimiendo. ¿Qué derecho tenían mis sentimientos a robarles un minuto a nuestros hijos, los hombres? Sí, hasta entendí que cuando te dirigiste hacia mí fuese para hablarme de ellos. De ellos... cuando eras tú quien moría, cuando mi corazón sólo tenía tiempo para estar en ti.
     Perdóname también que ahora te hable como su estuvieras lejos. Sé que me oyes, que vas a venir de un momento a otro, pero aún tengo tan cerca tus ojos muertos, tu cuerpo muerto, tus manos muertas, que, en este momento, es como si el desierto de la muerte nublase la esperanza. ¿Sufriste mucho? ¿Te ha dolido mucho, mi pequeño? Pero ya está, niño mío, ya está hecho. El Padre estará contento, estoy segura. Tu madre también lo está, orgullosa, orgullosa de ti, que has sido un valiente, digno de ser lo que eres, mi Dios.
     Descansa ahora, duerme, reposa en los brazos del Padre tu cabeza. O en estos míos, hijo.

sábado

     Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba. Sí, ayer cuando la losa cayó tras de su cuerpo, nada de ángeles, nada de voces del Padre. Sólo la noche y el sonar de los latigazos en los oídos, y las carcajadas, y las blasfemias y las risas, el golpe final de la piedra cerrándose.
     ¡Qué lejos ahora lo de Belén y aun las pequeñas angustias de Nazaret cuando él se alejaba! Entonces ¿es esto ser una madre? En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol está al fondo y volverá mañana.
     Pero, ¿por qué se ha de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del hombre que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? No, no le hubierais reconocido ayer si le hubieseis visto subir por la pendiente. Las madres sí; olemos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es verdad que salgan nunca de nosotros. Está fuera, caminan, lloran, triunfan, viven, pero no es verdad; siguen estando dentro. Ayer el calvario estaba más en mi seno que en Jerusalén, clavaban dentro, martilleaban dentro.
     Por eso no hubo nadie junto a él. Juan, Magdalena... todos estaban sin estar. Y hasta el Padre se fue y nos dejó solos.
     Pero hubo algo más horrible todavía, algo que no le logrado entender, que acepto a ciegas, sólo porque él lo hizo: ¿Por qué no me miró?, ¿por qué en los últimos minutos no se volvió hacia mí? Estábamos unidos, sí, pero los dos entramos solitarios en la muerte. Creédmelo: esperé hasta el último minuto su mirada. Y no me la dio. Vi doblarse su cabeza y supe que pensaba en quienes le habían abandonado: el Padre y los hombres. Fue entonces, y no cuando los martillazos, cuando yo di mi vida.
     Después de muerto volvió a pertenecerme. Quitando sangre, espinas, barro, fui reconquistando su cuerpo, y, si cerraba los ojos, podía pensar que le estaba lavando otra vez como cuando era niño. Le hablé como entre sueños-. Y me pareció como si me entendiera.
     Ahora ha vuelto la calma. La calma nocturna, pero calma al cabo. Ya sólo queda esperar y ver la puerta que se abre y sus ojos que brillan. Me gustaría que viniera con las heridas. Serían un buen recuerdo de este segundo parto en que le he dado a luz mucho más que la primera vez.

domingo

No sabemos si aquella mañana del domingo visitaste a tu madre,
pero estamos seguros de que resucitaste en ella y para ella,
que ella bebió a grandes sorbos el agua de tu resurrección,
que nadie como ella se alegró con tu gozo, y
que tu dulce presencia fue quitando uno a uno los cuchillos
que traspasaban su alma de mujer.

No sabemos si te vio con sus ojos,
mas sí que te abrazó con los brazos del alma,
que te vio con los cinco sentidos de la fe.

Ah, si nosotros supiéramos gustar una centésima de su gozo.
Ah, si aprendiésemos a resucitar en ti como ella.
Ah, si nuestro corazón estuviera tan abierto
como estuvo el de María aquella mañana del domingo.

José Luis Martín Descalzo


253-254 La vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevamos dentro encendida una estrella. Y «la estrella es tan clara que mucha gente no la ve». Muchos la confunden con las tenues estrellas del capricho. Y ninguna búsqueda es más importante que ésta. Unamuno decía que la verdadera cuestión social no es un problema de mejor reparto de riquezas, sino un asunto de reparto de vocaciones. – J. L. Martín Descalzo