DOS TEXOS DE UNA CARPETA volver al menú
 



     Desde hace unos meses de vez en cuando se me escapa de los labios, en plan de interjección impaciente, un «¡lástima!» que va del grave al agudo.
     Para no quedarme con el lamento enquistado en el alma, mis amigos cercanos disfrutan con lo que les envío. Porque se trata de textos que me hubiese gustado incluir en la «Antología vocacional» publicada en mayo de 1987
     He abierto una carpeta. Cuando la carpeta de los lamentos (= de los textos recogidos) abulte suficientemente, si Dios me da vida, publicaré otra antología. Palabra.
     Para que los lectores de esta publicación, algunos bastante lejanos geográficamente y notablemente impacientes, gusten ya de los «tesoros» de la carpeta, aquí van dos. De Agustín Altisent, el primero. De Gérard Bessière, el segundo.

J. S. V.


I

     Entré en el monasterio hace cuarenta años. Les juro que hasta entonces no había tocado una escoba como no fuera para ponerla del revés a fin de ahuyentar de casa algún visitante pelmazo. Una vez en Poblet, durante el noviciado, barríamos bastante, la verdad. Luego de la profesión y hasta el presente (salvo breves estados de excepción en vísperas de grandes fiestas, que piden un mayor heroísmo) limpiamos cada sábado distribuyéndonos el monasterio por partes: poca cosa.

     Nunca he sido un entusiasta de la escoba, pero ha habido épocas en que este ejercicio me ha resultado especialmente ingrato: ahora voy aprendiendo a tomarlo como ejercicio de ascética mezclado de yoga mental.

     Cuando uno es novicio tiene mucha «marcha»: barre lo que sea, porque no tiene ocupaciones humanamente gratificantes, vive exclusivamente en el mundo elevado, profundo y sencillo de la vida espiritual y tiene siempre presente aquello de «si te alquilan para una milla haz con ellos tres» del evangelio. Luego vienen los estudios eclesiásticos y uno descubre campos apasionantes y lee con fruición: yo, además, volví a mis antiguas lecturas literarias; después vino el dar clase, hacer nuevos estudios y emprender trabajos de investigación histórica. En estas circunstancias, la barrienda semanal se me hizo francamente desagradable: era una actividad negativa, pura transición, un ejercicio-puente nada más. Había que pasar deprisa el puente para volver a la tierra firme. Consecuencia: barría nerviosamente para quitarme aquello de delante.

     Pero poco a poco ciertas lecturas formaron en mí un sistema coherente de ideas. San Agustín había dicho: «Haz lo que haces» (mi madre le citaba sin saberlo: «Estigues pel que fas!»). Teresita de Lisieux dejo escrito: «Yo solo sufro de instante en instante. Es porque uno piensa en el pasado y en el futuro por lo que se desanima y se desespera». Y, en sus «Carnets intimes», Maurice Blondel anotó: «Es preciso que el pensamiento de lo que tendremos que hacer no nos estorbe de hacer lo que hacemos en el momento presente, en la hora que nos ha sido dada. Esta es la ultima conquista de la pobreza espiritual: calmar la imaginación hasta el punto de no tener ninguna inquietud, ninguna precipitación, ninguna turbación: hacer lo que podemos en cada minuto y nada más, pero también nada menos; residir ya como en la eternidad poseída. Si hiciéramos esto ¡cuánto tiempo ganaríamos y cuántas fatigas esterilizantes nos ahorraríamos!». Y el doctor Chauchard dice: «Es la anticipación lo que mata».

     La regla de oro, pues, podría ser esta: «Hay que dar a cada cosa que se hace, por ínfima que sea, un valor de infinito, y hacerlas todas tan atenta y relajadamente que uno se posea en cada momento y tenga la calma de lo eterno». En la práctica, supongo que hay que prestar tan amorosa atención al hecho de barrer o de lavarse los dientes como al de dar una conferencia, recibir una distinción honorífica o fundar una empresa multinacional. No todo es igual, claro, pero todo es igualmente maravilloso si se hace con cariño, si se le presta amorosa atención, si se hace algo nerviosamente es porque lo despreciamos y pensamos sólo en lo siguiente; y por el desprecio alejarnos de nosotros muchas maravillosas cosas. No todo es igual, pero sí lo es en lo que a posesión de nosotros mismos se refiere. Decirlo es fácil; hacerlo...

     Yo tengo que estar frecuentemente recobrándome para recomponer mi unidad, porque, cuando lo que hago no es absorbente, mi imaginación salta a cada paso por la ventana y se da un paseo por los espacios interplanetarios. Y, con todo, persiste la norma: vivirlo todo con calma contemplativa, con la atención cuidadosa y amorosamente puesta en lo que se hace; entre otras muchas., esto tiene la ventaja de que uno no descansa solamente cuando deja su actividad, sino que, en cierto grado, descansa siempre; no se agota y, al dosificarse, lo hace todo con gozo y lucidez.

     Escribo esto en sábado. He colaborado a la barrienda del gran dormitorio, el sobreclaustro y la pequeña sala situada sobre el atrio; a quitar el polvo de éstas y otras salas más y a distribuir las bolsas de ropa limpia. Al barrer, he procurado fijarme bien en las baldosas, en cómo mover la escoba; al quitar el polvo he ido atendiendo a cómo debían limpiarse los muebles y los cuadros, y lo he hecho todo lentamente. Este esfuerzo nada tenso para salir de mí mismo y estar en las cosas me ha privado de viajar con la imaginación y me ha adherido a estas cosas sencillas, pero ¡cuán bellas! Ha sido como si hubiera sido poeta de todo. Este ejercicio,, acompañado del sudor (esto está escrito en verano) y con la ducha final, me ha resultado sumamente desengrasante; una especie de golf monástico, porque me ha distraído a base de hacerme presente en las cosas, tal como un ejecutivo que juega al golf unas horas por semana se distrae y renueva sus fuerzas físicas y psíquicas porque anda y porque tiene que pensar ¡y mirar!, cuidadosamente, dónde está el próximo hoyo, qué palo debe escoger, cómo afianza los pies, cómo le da a la bola., dónde están los peligros posibles...

     Para los monjes, como para el jugador de golf, quizá la autoposesión y, a la vez, estar en Dios, reside en estar siempre en lo que tenemos que hacer y hacemos en el momento presente; sólo esto y nada menos que esto. Dios reside siempre en el presente: Dios es un presente más ancho y relajado. Por eso, el presente, que es lo único que nos es dado, es lo que más se parece a la eternidad: por eso hay que dar al presente un valor de infinito. Cuando, monjes o no, nos desprendemos de nuestro apasionamiento (es decir, de la prisa, la ambición de hacer «lo de después» u «otra cosa mejor que ésta»), nos empobrecemos de nosotros mismos y, a la vez, residimos en Dios, y tanto más nos poseemos en Dios, presente en nosotros y en todo, cuanto menos nos impulsa la pasión.

Agustín Altisent


II

     «¿Cómo te las arreglas para estar siempre contento?». Al oírme silbar en las escaleras de la editorial o del periódico en los que trabajo, mis colegas y amigos me preguntan a veces por el secreto de mi constante alegría Sonrío sin decir nada. Alguna que otra vez, pocas, digo: «Arrimo el hombro». A la pregunta: «¿Como estamos?», respondo simplemente: «Tirando». Evidentemente, el tono, la mirada, el gesto de la mano, pueden matizar de mil maneras la respuesta y la sonrisa.

     Si se pudiera hacer un fondo de alma como el médico hace un fondo de ojo, ¿aparecería en mí un color dominante? Variaría según los días. Con frecuencia seria nítido y luminoso. Pero también tengo mis horas de tristeza, de cansancio, de inquietud y de malestar. Conozco el remedio sin que sepa siempre utilizarlo: «salir de uno mismo». Las oportunidades son múltiples, una simple conversación, interesarse por la vida de los otros, un gesto de ayuda. Una mirada a un niño, a un pájaro. a una flor.

     Hace un par de años, para preparar una reunión con un grupo de jóvenes sobre «la felicidad», pedí a varias personas que me escribieran su experiencia En la respuesta de mi amiga Jeannette encontré esta perla: «La felicidad es lo único en el mundo que se puede dar sin tener». En las horas difíciles, a veces, consigo hacer nacer o renacer en alguien la paz que momentáneamente he perdido y ver cómo, de rebote, vuelve a mí. ¿Habrá realidades a las que sólo podemos acercarnos, dándolas? ¿Será uno de los significados de la frase de Jesús: «Quien pierde su vida la gana»?

     Habitualmente mi fondo de alma está sereno. Duermo bien, tengo buen humor, gozo de paz. ¿Soy feliz? Este adjetivo parece designar un estado constante y colmado. Si se toma en este sentido, preferirla no aplicármelo. Vivo, me parece, muy visitado por la alegría. Si busco de dónde viene esta alegría, siempre renacida, descubro en mí rostros. Los rostros de quienes me dan vida Porque nunca se termina de nacer del amor, de nacer dolorosa, gozosamente. Alumbramiento recíproco de los seres... Es la alegría profunda.

     ¿Más alegría? Escribir lo que llevo en mí, recoger los fulgores de vida que recibo de los otros, dar expresión original a las pequeñas nadas con las que se hace la existencia. Revelar y transfigurar. Ser a veces para algunos la ocasión de liberarse de su ganga, de tomarse la medida, de poner por obra su fecundidad. «Dar a luz en la belleza», que decía Platón. Ser poeta de lo humano, torpe, obstinadamente. Algo que nunca tendrá fin.

     Pero existe una alegría más elemental y hay que explicarla. Existe la alegría pobre a la que accedo a veces en la desnudez, el desamparo, el vértigo de la soledad. Una mujer, a la que la desgracia había aplastado, me contó que una mañana en la que caminaba desesperada por las calles de París, descubrió en la acera, en una grieta del cemento, una brizna de hierba. ¿Quién, entre los transeúntes, podía prestar atención a aquella brizna? Se sintió emocionada y vuelta a la vida. ¿El punto cero, el instante fructífero, la palpitación imperceptible? Vivo, acojo la vida, se me da la vida. Me ha sucedido en épocas de prolongado invierno interior alimentarme diariamente de este pobre descubrimiento: se me ha dado la vida y tengo que darla. Era una especie de muerte, era la entrada en una libertad más desnuda, era el acceso a la existencia, una nueva acogida. La alegría también está ahí, en la pureza del manantial helado. Y en la escucha, la espera, la disponibilidad. ¿Quién se esconde tras la oscuridad del manantial?

     ¿El secreto de la felicidad, mi secreto? Es un anhelo de vivir. Frágil. No lo poseo. Hay que recibirlo y darlo diariamente, como el amor. Creo que es en nosotros la presencia gratuita, sutil, de... —a veces se habla de él con palabras demasiado vulgares— del Amor, de Quien es el Rostro de los rostros, del Innombrable, de...

Gérard Bessière


251 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI