EL SEMBRADOR DE ÁRBOLES volver al menú
 

     Me invitaron para la clausura de unas jornadas de estudio sobre pedagogía de la vocación. Cuando, tras el brillante informe de los trabajos y los días llevados a cabo por los reunidos, me cedieron la palabra, me limité a contarles esta historia, publicada por el ecologista Jean Giono en 1950.
     Pienso que es una buena historia.
     Señor, suscita hombre silenciosos que des-deserticen a tu Iglesia. Amén.

J.S.V.


    

     En 1919 me lancé a recorrer una zona situada a más de mil doscientos metros. Llevaba ya tres días de camino en medio de malezas salvajes, sin un árbol, sin ver a nadie, cuando se me terminó el agua.
     Pasé la noche entre las ruinas de una casa abandonada.
     A la mañana siguiente, cuando llevaba ya cinco horas de camino, me pareció descubrir a los lejos una silueta negra. ¿Un árbol solitario? Afortunadamente era un pastor.

     Me dio agua, y me llevó a su casa. Una verdadera casa de piedra. Dado que el caserío más cercano estaba a día y medio de camino, me invitó a que me quedara con él para reponer mis fuerzas.
     Era un hombre silencioso, que rebosaba paz.
     Después de cenar, sacó una bolsa y vertió sobre un paño un montoncito de semillas de roble. Con suma atención se puso a examinarlas, separando las buenas. Cuando consiguió unas cien, recogió sus cosas y se fue a acostar.
Le pedí al día siguiente, me dejara permanecer con él. Quería conocer su vida en aquel paraje solitario. Y me intrigaba lo de las semillas.
     Aceptó gustoso.
     Antes de salir con su rebaño —unas treinta ovejas—, mojó repetidas veces las semillas en un caldero de agua. Cogió una varilla y nos pusimos en marcha.
     En un momento dado, dejó el rebaño al cuidado de su perro y con un gesto me invitó a seguirle.
     Con la varilla hacía hoyos, y depositaba en ellos en ellos una semilla. Estaba sembrado robles
     Le pregunté si la tierra era suya. Me dijo que no. No sabía a quién pertenecía ni se preocupaba por averiguarlo.

     Ya en casa quise saber por qué se dedicaba a sembrar robles si la tierra no era suya. Y por qué vivía solo.
     Me contó que tenía 55 años. Que antes se había dedicado a la agricultura, cuando vivían su mujer y su hijo. Que al perderlos, se retiró a aquella soledad. Que necesitaba poco para vivir, pero le ilusionaba que la zona recuperara la vida.
Ya hacía tres años que estaba allí. Calculaba que había sembrado alrededor de cien mil robles. De los que habían germinado unos veinte mil. Suponía que pese a los roedores, la sequía y las inclemencias, unos diez mil seguirían adelante.      Diez mil árboles en aquel paraje desértico.
     Su voz era calmosa, pero le brillaban los ojos al decírmelo.
     Cuando nos despedimos al día siguiente, me dijo que mientras tuviera fuerzas no cejaría en su empeño. Y confiaba que dentro de treinta años aquella zona sería de nuevo un vergel. Le agradecía la hospitalidad y le deseé lo mejor.
Cuatro años después estalló la primera guerra mundial (1914-1918). Me movilizaron y naturalmente nunca más volví a pensar en aquel hombre silencioso.

     El 1918, para olvidar los horrores de la guerra, decidí pasar un tiempo de descanso en un ambiente tranquilo. Y casi sin darme cuenta me encontré recorriendo los parajes por donde había andado ocho años antes.
     El lugar no había cambiado mucho. Pensaba que aquel hombre probablemente habría muerto. Pero según iba avanzando divisé una especie de neblina gris, como una alfombra, que recubría el horizonte.
     El solitario no había muerto, aunque ahora el antiguo pastor de ovejas se dedicaba a las abejas. Tenía más de cien colmenas. Porque las ovejas ponían en peligro los árboles. Algunos tenían ya diez años. Y el espectáculo que ofrecía era impresionante.
     No había envejecido mucho. Seguía tan silencioso, o más. Y no había perdido el brillo de sus ojos.
     Recorrí con él el bosque. Tenía 11 km. de largo por 3 de ancho en la parte más extensa.
     Sin medios técnicos, las manos y el corazón de aquel hombre habían obrado un verdadero milagro. Un milagro que crecía en cadena. Porque el viento contribuía dispersando las semillas de las flores y los arbustos ahora surgían por todas partes. Incluso se veían arroyuelos que años atrás habían estado secos.
     Pero la transformación sólo me llamaba la atención a mí, porque los cazadores que a veces venían y los que vivían cerca no se extrañaban de los arbolillos, creyendo que se trataba de una casualidad, pura astucia natural de la naturaleza.

     A partir de 1920 me acostumbré a visitarle todos los años por las mismas fechas. Aunque no siempre las cosas le salieran bien, nunca le vi desanimado. Hubo años en lo que se le murieron todas las semillas. Pero nadie le detenía. Continuaba con la tenacidad y la paciencia que sólo se adquieren en la soledad. Cada vez hablaba menos. Pero ante los hechos, ¿tenía necesidad de pronunciar palabras?

     En 1933 apareció un ingeniero forestal, que quedó extrañadamente sorprendido por al belleza y el desarrollo de aquel bosque inmenso. Comentó que era la primera vez que veía crecer un bosque por sí solo.
     El silencioso sembrador de árboles seguía plantando árboles a más de 12 km. de distancia. Tenía 75 años y para no tener que regresar diariamente a su casa construyó una cabaña en aquel extremo.

     En 1935 se presentó un rebaño de burócratas que tras examinar la vegetación decretaron que todo aquello había crecido accidentalmente.
     Al enterarme de la visita de los leguleyos comprendí que no debía seguir callando, que no debía guardar silencio ante la verdad del trabajo del solitario que no buscaba ni fama ni dinero. Se lo dije a un amigo, persona influyente en la administración. Sus diligencias consiguieron el nombramiento de tres guardias forestales, que se encargaron de cuidar y vigilar los árboles.

     Cuando comenzó la segunda guerra mundial (1939) el gobierno quiso talar una parte de los robles sembrados desde 1910 para proveer de combustible a los coches que funcionaban con gasógeno. Afortunadamente, la distancia y el poco rendimiento previsto hizo que no se llevase a cabo el lamentable proyecto. Mientras, el sembrador de árboles seguía pacientemente su labor.

     En 1945, terminada la segunda guerra mundial, volví a verle. Al recorrer el trayecto casi no reconocí el paisaje.

     Murió a los 99 años el sembrador de árboles. Aquel hombre silencioso que sólo con su empeño fue capaz de devolver la vida a una zona desértica.

Jean Giono


247 Sembrador, para seguir sembrando tu palabra, hoy y aquí, cerca o lejos, donde sea, si necesitas mis manos, aquí las tienes, Señor, aquí me tienes, Dios mío. / Sembrador, para seguir sembrando tu palabra, hoy y aquí, cerca o lejos, donde sea, si necesitas mis manos, aquí las tienes, Señor, aquí me tienes, Dios mío. / Sembrador, para seguir sembrando tu palabra, hoy y aquí, cerca o lejos, donde sea, si necesitas mis manos, aquí las tienes, Señor, aquí me tienes, Dios mío.