LA VERDADERA LIBERTAD volver al menú
 



LA VERDADERA LIBERTAD
NO CONSISTE EN HACER
LO QUE NOS DA LA GANA,
SINO EN HACER
LO QUE DEBEMOS HACER
PORQUE NOS DA LA GANA

AGUSTÍN DE HIPONA


     Agustín de Hipona, Benito de Nursia, Francisco de Asís... no son sólo de los agustinos, los benedictinos, los franciscanos. Son de todos los creyentes y de toda la humanidad.
     Por esto, teniendo presente que «la verdadera libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana, sino en hacer lo que debemos hacer porque nos da la gana» vienen muy a punto estas cinco reflexiones. Para imitarle en lo de la conversión, que buena falta nos hace. Y... para vivir gritando.

J.S V.


1. Pilar y Coco regresaron hoy de clase riéndose en el autobús. La antología del disparate cuenta con una perla más. Resulta que al profesor de Filosofía del Derecho, un universitario le ha escrito en un examen que san Agustín recomendaba a sus alumnos el uso de la informática. Que el magisterio y las intuiciones del santo hayan traspasado los límites de su tiempo, pase, pero ¡tanto...! La anécdota vale para subrayar la actualidad de este hombre universal.
     Con san Agustín, sin embargo, se ha cometido una injusticia. Unos pocos intelectuales se lo han apropiado en exclusiva y a los demás sólo nos ha llegado sesgada su figura. O la imagen de un santo que antes de ser cristiano fue un pecador de campeonato, o la de un obispo gigante —él, que era más bien mermado de carnes— enfrascado en sus libros, retorciéndose los sesos, empeñado en descifrar el misterio de la Trinidad.
     Porque siempre se sintió hombre y nada humano le resultó ajeno, porque no se puede olvidar su condición de pastor, por eso hay que colocar a san Agustín en la calle y junto al pueblo. Lo demás, es traicionar a un padre de la Iglesia verdaderamente popular.

2. Hay santos que chorrean cera y otros, mermelada. Santos elevadísimos, casi en éxtasis permanente, y santos dulzones. También hay santos transparentes que dejan ver tras la piel sus dudas y sus luchas.
      Manuel Machado definió a san Agustín como «el amigo santo y el santo amigo». Que nadie vea aquí un juego poético de palabras. Un amigo santo, nos obliga a la certeza de que Dios y el amor son, al fin, más fuertes que todos los oscuros poderes y todas las mezquindades humanas. Un santo amigo, es alguien cercano -de carne roja y huesos blancos como los nuestros que se ha tomado en serio el gozoso y dramático oficio de ser hombre siguiendo a Jesús de Nazaret.
      Hay que darle la razón a Machado y colocar a san Agustín en la agenda junto a los nombres queridos. ¿Quién no se ve reflejado en alguna página de las Confesiones? También en nuestra historia personal, por vulgar que sea, hay días de inmensa soledad sedienta, de búsqueda sin sosiego, de pobreza casi infinita.

3. Agustín sintió el tirón de la verdad, de la mujer, de los amigos, de la belleza, de Dios. Y esto viene a explicarnos que la vocación no consiste en tener ante la vista un solo camino. La vocación es una llamada más fuerte que otras llamadas. «Dios señala a cada uno de los hombres su lugar. Tú, todo lo que tienes que hace es escoger lo que quieres ser, y conforme a lo que escogieres, el Artífice sabe dónde ponerte», escribe san Agustín.
     ¿Puede uno, entonces, sentir varias llamadas? Pues claro. Por eso el vértigo de toda decisión, esa herida abierta al dejar tantas cosas y las tardes doradas y melancólicas en que se escucha en el fondo del alma el murmullo de los hijos.
     «Nadie puede amar perfectamente aquello para lo que ha sido llamado, si no rechaza las llamadas que intenten desviarle del camino», dijo también san Agustín. Dejar algo, tomar una decisión, no significa acallar de una vez para siempre otras llamadas ni sepultar todas las preguntas. Cuando cada tres de enero alguien tararea a mi lado eso de «Cumpleaños feliz», me asalta, puntual, una pregunta: ¿Podré mantener fresca la alegría de vivir, o, por el contrario, me volveré un solitario con cara de vinagre? Y así un largo cuestionario, un tropel de dudas y de gozos que hacen de mi vida un Aleluya de Händel y un Requiem de Mozart casi ininterumpidos.
     Total, que la vocación es una pregunta y una respuesta en pie. La iniciativa la lleva Dios que llama. Lo nuestro es decir mil veces gracias, temblando de plenitud. Otro texto sugerente de san Agustín: «Aunque alguno se atribuya a sí mismo el responder a Dios que llama, nadie puede atribuirse el ser llamado».

4. Lo tenía claro san Agustín: su proyecto era vivir en comunidad con los amigos, dedicados a la oración y al estudio. Pero un buen día que el obispo Valerio hablaba a los fieles sobre la conveniencia de ordenar un sacerdote idóneo para aquella ciudad de Hipona, el pueblo aclamó a Agustín unánimemente. Los ojos de Agustín se llenaron de lágrimas. No es que fuera un sentimental, es que veía sobre sus espaldas el gobierno de la Iglesia.
     No terminó aquí todo. El anciano Valerio disfrutaba escuchando a Agustín predicar el evangelio. Aquel obispo que se las sabía todas, pensó que Agustín era un buen candidato para cualquier iglesia africana. Por eso, acudió con letras secretas al primado de Cartago, rogándole nombrase obispo auxiliar de Hipona a Agustín. Valerio consiguió su propósito y ya tenemos a Agustín con una mitra en la cabeza. Esta vez, fue nombrado obispo quien no lo deseaba.
     La vocación cristiana, sobre todo la religiosa o sacerdotal, supone firmar un talón en blanco. El corazón del mundo está cansado, envejecido. Hay un déficit evidente de solidaridad y de ternura; alguien tiene que encargarse del mantenimiento para que el mundo no sea un glaciar. Pues bien, el servicio permanente las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año, es cosa de los que se sienten llamados. Voluntarios llamados, aunque parezca paradójico. La Iglesia se encarga, después, de decirte a qué lugar tienes que ir con tu hatillo de esperanza. Auscultas el mundo y descubres que Dios llama desde tantos seres humanos que no saben para qué vivir y por qué morir. El Dios cristiano no es un Dios desnudo, es un Dios vestido de hombre.
     Eso de colocarte delante del mapa del mundo —con cinco mil millones de hombres— y saber que les perteneces, que tu tiempo y tu vida son suyos, estremece a cualquiera. Cuesta convencerse que no hay otra tarea que amar, vaciarse, ignorar, por norma, la gratitud. Uno va haciendo el camino de Abraham —que es el camino de la fe— dejando atrás rostros entrañables. El corazón aparece cada día más repleto de nombres, como esos viejos troncos de árbol que rayan y pintarrajean los enamorados. Así, desarmados y felices, van por la vida no sé cuántos hombres y mujeres. A primera vista, sólo se ve que ocupan el tiempo llenando de tiza kilómetros de pizarra, desgranando horas en la parroquia o repartiendo sonrisas y calmantes en la sala blanca de un hospital. Detrás -lo que más vale siempre es invisible- esos hombres y mujeres intentan revivir en gestos y palabras el evangelio. ¿O es que creíamos que el evangelio de Jesús iba a ir borrándose como las huellas de las gaviotas en la playa?

5. ¿Cómo se pueden tener tantas cosas y no ser feliz? Me lo pregunto al palpar un clima espeso de insatisfacción. En el libro íntimo de las Confesiones, san Agustín nos explica el porqué del hambre insaciable que experimentamos: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
     Ni las motos, ni los ordenadores, ni el éxito clamoroso pueden llenar ningún vacío humano. Agustín, que confiesa las preguntas que le queman dentro, abre su autobiografía espiritual con esta incomparable oración: «Nos hiciste, Señor, para ti». Rubén Darío lo diría siglos después: «Contáis con todo, falta una cosa: ¡DIOS!»
     Dios y el hombre. El uno nacido para el otro como el sol para la rosa. Los judíos caminaron por el desierto con el aire hecho llamas, para llegar a la tierra prometida. El hombre actual, ¿hacia dónde camina? Dios es la tierra prometida al hombre, el descanso del hombre. Hace falta que esta noticia se anuncie desde el centro de las plazas, en los telediarios de todos los canales. ¿Quién va a prestar su voz? ¿Quién quiere vivir gritando?

Santiago M. Insunza


246 Amigo mío: Alguna vez habrás oído hablar de mí, ése que ahora llaman «San Agustín». Ten cuidado con lo que te dicen, porque ni tenía la piel muy blanca (era de raza bereber), ni usaba esas túnicas tan limpitas, ni me pasaba el día diciendo frases para la posteridad. Aunque la gente de hace más de mil años teníamos un idioma, costumbres y formas de pensar bastante diferentes de los tuyos, el corazón del hombre no ha cambiado tanto. Es ahí donde mi experiencia humana está a tu disposición por si te puede servir de ayuda.