PARA QUE EL RUMOR DE DIOS NO SE APAGUE volver al menú
 

     Hace seis meses, cuando supe que emigraba al Bronx neoyorquino, le pedí escribiera y me enviara 7 días desde aquellas latitudes. Larga ha sido la espera, pero -como titulaba él mismo aquella evocación-monologo de Domingo de Guzmán, de vuelta a Caleruega, de incógnito- «no sólo mereció la pena, sino que ha merecido la alegría» [hoja 220-221]. Aquí van no 7 sino 8 días: cuatro sábados, dos viernes, un miércoles y un domingo. ¿Qué le pasara al emigrado los lunes, los martes y los jueves? Queda emplazado a que nos lo cuente para que el rumor de Dios no se apague.

J.S.V.



     He de confesar que mis años volaron bastante de prisa. Si Frantisek Halas apretaba, estrechaba las palabras de sus poemas como si les quisiera retorcer el cuello para que le dieran más de lo que había dentro de ellas a simple vista, yo hacía todo lo contrario. Las palabras que tal vez trajo el viento por la ventana abierta, las guardaba cuidadosamente entre las dos palmas de las manos para que no se escapase el polen virgen de la primavera. ¡Creedme, ha sido un tiempo bellísimo (Jaroslav Seifert)


viernes, 27 de junio

     Hoy hace cinco años que fui ordenado sacerdote.
     No son muchos, pero sí suficientes para repasar y repensar el camino emprendido. ¡Cuántas vivencias buenas en estos cinco años! También algún rato amargo y alguna noche de sin sentido. Pero por encima, o por debajo, como sosteniéndolo todo, aquella decisión primera de querer prolongar el sacerdocio de Cristo.
     Dentro de diez minutos celebraré la eucaristía. Será «más acción de gracias». Y en ella estarán bien presentes los que me apoyaron, los que creyeron en mí; también los que con sus actitudes menos favorables hicieron de acicate. Y en el centro, Jesucristo.
     No he de negarlo: algunas veces, en estos cinco años, hubiera preferido ser religioso a secas, que no un seco religioso. Vivo el sacerdocio como soporte complementario de la decisión inicial: la vida religiosa.
     Y lo vivo como un eslabón más que prolonga las palabras, los gestos, los símbolos y las acciones salvíficas desde Cristo hasta mí para seguir más allá. Mi garantía está basada en la repetición. Me gusta saber que reitero, revivo, renuevo, repito, resucito y saboreo palabras, ritos y misterios que innumerables sacerdotes, desde Jesús, han actualizado a través de la historia.
     En muchos anuncios laborales se dice «Se busca persona con experiencia». Gusto de decir que mi sacerdocio —que no es mío— tiene la garantía de casi dos mil años de experiencia.
     Hace unos minutos me han llamado para que diese una charla sobre la penitencia y la eucaristía. Después habrá confesiones el resto de la mañana. Es un buen regalo. Me hace sentir bien: es casi lo único que puedo ofrecerles: el perdón para caminar más ligeros y el alimento para no desfallecer.
     «Tú me sedujiste y yo me dejé seducir»
     «¿Quién nos separará del amor de Dios?»
     «Ya no os llamo siervos, sino amigos»
     Fueron los textos de hace cinco años, para mi primera misa. ¡Creedme, ha sido un tiempo bellísimo!
     Son las 10 de la noche.



sábado, 28 de junio

     Estoy cansado.
     Ha sido un día sacerdotal intenso.
     A las 9 fui al Centro Carismático del Bronx.
Había 58 personas, algunos jóvenes y la mayoría adultos. Intenté ser ameno en la charla. El esfuerzo se duplica: hay que hacérselo muy claro, muy elemental, con vocabulario sencillo, con cierto humor y repitiendo la misma idea desde perspectivas distintas,
     Después, confesiones hasta las 2,30 pm con un breve descanso para el almuerzo ligero, como aquí se estila.
     Volví rápidamente a la parroquia.
     Había agitación.
     A las 3 pm comenzamos una procesión por todo el área, en unión de varias parroquias y asociaciones, para orar por el tremendo problema de la droga, el «crack», que está azotando con fuerza a muchas familias y jóvenes en esta selva de asfalto.
     Caminamos durante 3 horas, lentamente, cantando, rezando. Me correspondió cargar con un cartel en plan «sandwichman».
     Creo que esto hubiera sido impensable en España. Aquí era una procesión; allá, una manifestación. ¡Si me viera allá!, pensaba yo. Las gentes contemplaban respetuosamente el paso procesional, bajo un calor sofocante, de unas 500 personas. Muchos se unían.
     A las 7.30 pm eucaristía.
     Víspera de san Pedro y san Pablo.
     Les hablé de la curiosa antinomia -no usé la palabra, claro- entre la Iglesia petrina y la paulina. Me fue inevitable hablarles de esta dualidad, tema muy querido para mí, desde el inicio de la Iglesia y cómo la visión sencilla de Pedro y la más teológica de Pablo se aúnan, o más bien se complementan, para crear el cuerpo vivo de la Iglesia.
     Calor insoportable. Asentían y parecían ver claramente la necesidad de ambas posturas. La Sra. Rosa dormía, como casi siempre, y al final me dijo: «Fue muy lindo lo que nos platicó, Padre».
     Al terminar la misa, más confesiones, más tragedias, más consuelo encontrado en Dios.
     Pequeñas cosas. Charla. Perdón. Procesión. Eucaristía y más reconciliación.
     Sudor. El cansancio hoy tiene más sabor.


viernes, 18 de julio

     Ningún día se parece a otro, a pesar de que los ritos sean necesarios.
     Hay días sacerdotales sin brillo, sin notas distintivas. Todos conocemos días anodinos, monótonos, sin más virtualidad que la de ser: se es sacerdote y nada más.
     Hoy, sin excesivo brillo, ha sido un día vocacional.
     Después de tres horas y media de inglés, cansados y hambrientos, fuimos Diego, Ali y yo a tomar un refresco con papas fritas. Diego es argentino, dice no creer en nada. Ali es una muchacha dominicana, simpática, parlanchina y sincera. Cuando menos lo esperábamos nos dijo: «La verdad es que estoy hecha un lío, no acabo de superar la educación de las monjas. No sé si os parecerá raro lo que voy a decir: estoy pensando ser monja». Diego y yo reímos sonoramente. Ella no sabía mi condición frailuna. Quedó gratamente sorprendida. Sus ojazos expresaban todo su gozo. La conversación discurrió por el tema religioso. Diego no entendía. Eso de la castidad es mucho para él.
     A las 7.30 pm eucaristía. Cuando iba a salir de la sacristía, me llamó Roberto. Había que posponer la llamada, pues prometía ser larga. Después de la misa, extensa conversación, cargada de miserias, con un muchacho de 26 años, al que enterré una hija a los tres días de llegar aquí. Escuchar, escuchar... impotencia de las palabras.
     A las 10.30 pm hablé con Roberto. Nos conocimos hace un año. Yo predicaba el 25 de julio en la catedral de Bilbao. Al final, pasó a la sacristía para saludar y asentir en lo oído.
     Claro acento no nacional. Hablamos un rato; me dijo que estudiaba psicología en Washington DC y que deseaba ser jesuita. Sorpresa.
     Ha pasado un año. Esta noche ha vuelto a reiterar su deseo vocacional. Roberto tiene 28 años. Nacido en Cuba, padres españoles. Hablamos de la necesidad de no posponer excesivamente la decisión. De la importancia que tiene que con su vida, también la de ahora, demuestre que por Dios se puede hacer o dejar de hacer cualquier cosa, pues lo que importa es qué responderle y no el cómo responderle.
     Vendrá un fin de semana por New York.
     Buen día vocacional.
     Hay «microbios» que a uno le persiguen.
     Dios sabrá. Hay que dejarle hacer.


sábado, 4 de octubre

     Día de san Francisco, santo muy querido y conocido por estas latitudes. Nadie sabe nada de santo Domingo, es una lastima; pero consuela que conocen y aman a san Martín de Porres. Todo padre ansia ver crecer a sus hijos.
     A las 8 am, misa con un pequeño grupo de incondicionales matinales; personas buenas y fieles. Doce en total. Clima cálido y sencillo. Para terminar rezamos despacio, todos juntos, la oración de la paz, sabiéndonos instrumentos.
     A las 10, confesiones. He estado hasta las 9 de la noche. 11 horas confesando, con veinte minutos de descanso. Decir que estoy agotado, es poco. Ha sido un buen día de penitencia para mí y de reconciliación para ellos. ¡Y algunos se atreven a decir que la confesión está devaluada! He pasado mis apuros en algunos momentos; por dentro, pedía ayuda. Con estas buenas gentes, con su sensibilidad y emotividad a flor de piel, es difícil distinguir (o que es apoyo psicológico o perdón de sus faltas. Da lo mismo. Lo que importa es que sigan viviendo sabiéndose escuchados, perdonados, amados por Dios y por la Iglesia.
     Hoy me siento bien utilizado. Es bueno y gratificante experimentar a fondo el sentirse instrumento de Alguien. Uno se siente más libre y entusiasta por la exigencia y aceptación de un deber. Dios no puede ser indiferente a tanto dolor de estas gentes hispanas.
     Creo que ha sido un día franciscano, aunque él no fuera sacerdote. Yo acepté el sacerdocio con la idea de ser, entre otras cosas, aunque no siempre lo viva, instrumento de paz. ¿Acaso hay mayor paz que la de perdonar y vivirse perdonado?
Estas gentes, con su fe sencilla, le evangelizan a uno.
     ¡Cuánto alambique y orgullo en la fe personal!


sábado, 25 de octubre

     Todo un día de retiro. 70 personas.
     Hablarles de Dios, Jesucristo, la eucaristía, la oración, les queda grande, es decir, que tiene en ellos una capacidad enorme de acogida. Lo que a uno le parece fundamental como aproximación al mantenimiento de la fe, a ellos no les causa problema; esas realidades las tienen claras y las viven con intensidad. Les preocupa más lo que puede parecernos accesorio: «¿podemos comulgar en la iglesia episcopal?; ¿qué opina de la santería?; ¿hay que adorar a los santos?; ¿por qué hay santos en la iglesia?; oiga, a mi me dijeron...; la Biblia dice...».
     Son aquí tantas las sectas, iglesias, confesiones, mezcla de negocio y búsqueda del sentido, que el confusionismo de los católicos sencillos es enorme. Viven trabajan rodeados de gentes que, profesando la fe cristiana, hacen interpretaciones dispares o literales. Un católico sencillo no sabe qué responder. Su vivencia de la fe es más litúrgica y de prácticas que de conocimientos bíblicos o conceptos cristianos elementales.
     No sé si esto les preocupa a los sacerdotes. Parece que sigue habiendo más interés sacramental que de cierta formación y evangelización. Me parece a mí —que apenas sé nada de pastoral más alta del sentido común— que hay que poner más empeño en la formación de los catequistas. Se cuenta simplemente con su buena voluntad y el deseo de trabajar y se dan por supuestas muchas cosas. Creo que de una buena formación de los catequistas, sin necesidad de caer en teologías disquisitivas y de escuela, podrían salir algunos «llamados y llamadas» a continuar la labor de siembra. En algunas partes, por suerte, ya ocurre.
     Y cuando pienso que estas gentes vienen de países «evangelizados» por nosotros, yo dudo de la relativa hondura de la evangelización española. Creo que confluyeron su naturaleza psicológica profundamente religiosa y los elementos sagrados y rituales que ofrecía el misionero; pero cuando se escarba un poco hay ignorancia, mezcolanza y sincretismo.
¡Y son de una bondad natural que a uno le pueden!
     Trabajar con ellos, además de paciencia, exige dominar un poco los recursos narrativos, el arte de contar historias o leerlas, ser claro en los ejemplos y vivenciárselo con mucho énfasis. Todo ello, simplemente, para comenzar a «despejar»; después vendrá «evangelizar».
     Qué cansado se termina de avanzar entre el marasmo, entre la vorágine de su mundo imaginativo, soñador, rico en imágenes, fantástico, realista y humano, profundamente humano.
     Y qué gratificante resulta su sonrisa de satisfacción cuando entienden más allá de las torpes palabras de uno.


miércoles, 5 de noviembre

     Son las 9.30 pm. Un día de lluvia, frío, otoñal e íntimo.
     Bach al fondo.
     Las tres de la tarde es aquí la hora en que los escolares regresan a sus casas. El «metro» se llena de colores, ruidos, risas, jóvenes.
     Hoy venía revisando mis deberes de inglés con sus tachaduras y correcciones. Frente a mí dormitaba un muchacho con su pequeña mochila de escolar. En una parada, el viajero de mi izquierda salió del tren. El mozo de enfrente se levantó de un golpe —me sobresalté, pues aquí nunca se sabe— y se sentó a mi lado: «Usted es Padre, ¿verdad?» «Sí, lo soy». «Mire, quiero confesarme; llevo...», «Tranquilo, muchacho, este sitio, aunque cualquier lugar es válido, no ofrece las mejores condiciones acústicas para la palabra «perdón». ¿Qué te parece si nos vemos?».
     Otro caso. Hace unos días conocí a León Felipe, mexicano, 20 años. Venía en plan penitente. Le pregunté si sabia algo acerca de su nombre. Me dijo que sí, que su padre había sido amigo íntimo del poeta —yo quedé sorprendido— y que él había estado sentado muchas veces en su regazo. Conocía algunos de sus poemas y despertamos la memoria. Hablamos de «ser romero» y de «esas nubes tan negras que han borrado las estrellas» y de «qué pena» que nos ocurran las mismas cosas y de que «no es lo que importa llegar solo ni pronto sino llegar con todos y a tiempo», y cómo aún «nos queda la Palabra». Fue una confesión mutua de nuestras debilidades poéticas y de las infidelidades al único Poeta.
     La espontaneidad del muchacho en el metro; la coincidencia poética y otras, muchas veces, con sorpresa, me ayudan a sentirme sacerdote y un poco profeta.


domingo, 16 de noviembre

     Vuelvo de un retiro de 3 días. 105 mujeres hispanas. Más de 105 problemas. Horas de escucha, de perdón, de impotencia, de ánimo. Cualquier técnica de grupo causa risa con 105 mujeres de edades dispares. Buenas, sufridas, creyentes. Todo tiene como soporte tus palabras, tus charlas, tus anécdotas, tus chascarillos. Aquí la palabra es clave, y la palabra transmitida con énfasis, con fuerza e ímpetu, que te deja agotado. Ellas escuchan, ríen, asienten, descansan; alguna, dormita y cabecea.
     Era Ortega, creo, quien decía que «la palabra es un sacramento de muy delicada administración». Es verdad, pero aquí menos. La clave personal es sentirse eco sonoro de la única Palabra. Están ávidos del bálsamo de la Palabra. El silencio lo conocen menos. Les cuesta estar en silencio. Es comprensible. Les da cierto vértigo el silencio prolongado, porque entonces les afloran sus dramas vitales y doloridos sentimientos. Aún así, hemos tenido largos ratos de silencio calmoso para remansar la torrentera de Palabra-palabras.
     Al final han sabido valorar la paz sentida, la quietud atrapada.

     Regreso con un gozoso agotamiento.
     Dios sonríe y calla. Lo noto.
     En el casillero, tres cartas.
     Una me duele más. Es de un amigo sacerdote: «Estoy extraño, apático, desfondado. El mal que más me atormenta es ver que la Iglesia no me dice nada; creo que estoy perdiendo el tiempo. A veces pienso en dejar todo una temporada, ponerme a trabajar en cualquier cosa, hacer mi vida normal, no sé... Por otro lado, valoro el sacerdocio entrañablemente y me resisto a creer que todo lo pasado no tenga valor; me agarro a la fe y pienso que también es muy positiva».
     Sí, creo que nuestro cansancio, gozoso o dolorido, tiene sentido. Alguien vendrá después de nosotros.
     Alguien recogerá lo sembrado.
     Resuena en mí la oración de un sacerdote el domingo por la tarde, de Quoist.


sábado, 29 de noviembre


     Los siete días anteriores no son gran cosa. Lo sé.
     Muchos sacerdotes los viven más intensamente. Y no lo cuentan. Yo tampoco quería, pero lo hice porque quien manda, manda.
     Recibo muchas cartas. Demasiadas, quizá. Más importantes las que vienen que las que van. Las mías son repetición. Presumo de ser rico, muy rico en amigos.
     Una carta era de Sergio. Después de algunos años sin vernos —yo le di clase cuando tenía 11 años—, entre otros agradecimientos, por el «amor a los libros» suscitado en él; por el «apoyo silencioso a sus cuentos policíacos», termina diciendo: «y, sencillamente, gracias por estar ahí. Que no es poco».
     Creo que de eso se trata: saber estar ahí religiosa y sacerdotalmente.
     Muchos religiosos y sacerdotes que conozco «están ahí», día a día, y nadie se lo agradece.
     Para ellos estos días, los míos, por estar ahí. Quizá porque ellos están ahí, yo puedo estar aquí.
     A Elías, Dios le habló en el susurro cadencioso del viento. Estos días son arrastres de ese viento.
     No creo que susciten vocaciones. Eso lo hace Dios.
     Yo sólo pretendo, como tantos sacerdotes y religiosos, que el rumor de Dios no se apague.
     Que no es poco.

José Antonio Solórzano Pérez


240-241 Tú me tienes que dar / la respuesta final / a tanto silencio, / a tanta soledad. / Tú me tienes que dar / la honda señal. / Los días de agobio, / el bronco final. / Tú solo, Señor, / me darás el remanso, / el oasis, la paz. / ¿O quizá soñaré?, / no lo sé. / El miedo, las dudas, / el amor, la fe. / Las noches oscuras. / Dejarme querer. / Sólo Tú me darás / el abrazo, el beso, / el impulso. / ¿Y después? / Sólo en ti perderé, / ¿o quizá ganaré?