El poncho de Ovidio

     
     Aquí mismo, junto a esta mesa, un mes antes de morir, Ovidio me insistía para que le escribiera un artículo para la revista de la parroquia de su pueblo. Podía ser un artículo sobre la Virgen.
     El tema en sí no parecía lo importante. Lo importante parecía ser un mensaje que Ovidio intuía como fundamental, y que quería a toda costa que yo le pusiera por escrito.

     ¿Cómo me iba a imaginar que sería él mismo quien en ese momento me estaba dando el tema profundo para lo que quería comunicarles a ustedes los muchachos?
     Antes de venir me había mandado una carta. Una de esas típicas cartas de muchacho medio alocado e idealista donde los deseos se expresan como afirmaciones, y sus ideales te son aplicados sin apelación a tu persona. Hablaba de mí sin habernos visto nunca. Y sin embargo fue cierto que desde nuestro primer encuentro la relación humana fue clara y franca, como si hubiera sido algo de siempre.

     Fue en julio del 80. Y hacía frío. Para atenderlo, al día siguiente de su llegada al monasterio, tuve que sacrificar la siesta. Reconozco con lealtad que me costó bastante hacerlo. Caminamos media hora a pleno sol.
     Me comentó lo que traía por dentro. Llevaba encima un lindo poncho rojo. Y por dentro llevaba un corazón ansioso y apasionado. Estaba más o menos en la curva peligrosa, en esa edad en que todo el ser tira violentamente hacia la vida, mientras el Señor invita obstinadamente hacia la renuncia.
     Amaba. Sí, amaba y sufría por amar. Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir. Su vida había llegado a esa frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que no a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que sí a todo lo demás. Mientras que decir a algo que sí, nos compromete a decirle que no a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».
     En fin, de todo esto hablamos en aquella siesta de invierno, bordeando un grupo de frutales sin hojas pero con toda su savia debajo de la corteza. Caminábamos bajo un sol tibio, arropados, él en su poncho rojo y yo en mi sotana negra.

     Ovidio se sentía pobre. Pobre y generoso. El Señor Dios le había cantado el falta envido, y él ni siquiera tenía dos cartas del mismo palo. Y sin embargo tanto el cura amigo que me lo había mandado, como yo, veíamos que lo único razonable en el juego con el Señor es decirle siempre: «Quiero».
     Luchó el flaco. Lo he visto levantarse los tres días a las cuatro y media de la mañana para compartir nuestra primera hora de oración diaria. Hacía frío, y el poncho rojo le entibiaba la ristra de salmos del amanecer. Lo he visto en la capilla, peleándolo al Señor en la oración. Lo dejé un poco solo. Es la vieja treta de los monjes: poner al joven en un frente a frente con Dios y después dejarlo solo. Uno lo apadrina de lejos, con la oración y un ojo atento al oleaje de la tormenta interior. Habré hablado con él apenas una media hora. Mejor sería decir que fue él quien habló conmigo, porque casi no hice más que escucharlo.

     La tarde en que regresaba me pidió de nuevo cinco minutos. En realidad fue otra media hora, porque trajo un grabador y quiso llevarse como recuerdo lo charlado. Al terminar, y antes de despedirse, me pidió que lo esperara porque tenía que ir hasta su celda a buscar algo. Volvió en seguida muy excitado, con el poncho rojo doblado bajo su brazo. En la otra mano traía el pullover. Hacía frío. Entró directamente en tema:

     —Mirá: dinero no tengo para dejarte (tampoco se lo hubiera aceptado); pero Dios me está pidiendo que algo deje. Por eso te entrego mi pullover para que se lo des a algún pobre.

     Me extrañó el gesto, aunque en los jóvenes es frecuente ver esas corazonadas lindas. Pero la cosa siguió. Le tembló la voz, como si tuviera que hacerse violencia y fuera el resultado de una lucha interior:

     —Mirá: falta lo principal. Te dejo mi poncho. Ah, no. Eso no. No me parecía razonable. Sabía que ese poncho lo había acompañado en muchos campamentos, y que aún lo seguía necesitando mucho. ¡Por experiencia sé qué poco vale un seminarista sin equipo de mate y sin poncho! Le dije que no me parecía razonable. Pero en su mirada ansiosa había algo que me impresionó. Había algo así como una decisión dolorosamente asumida e irrevocable. El gesto de dejar su poncho era simplemente la manifestación de una decisión más profunda y total que había tomado en su vida. Era la manifestación de una renuncia que tenía poco de razonable y mucho de auténtico. En estos últimos años he visto brillar esa mirada en los ojos de muchos jóvenes. Es una mirada que casi implora, desde su inquebrantable impotencia, que se tenga fe en su misterio.
     Y le acepté el poncho rojo. Pero lo vi tan desguarnecido que le regalé como recuerdo una mantilla nueva que recién me habían dado. Nos dimos un abrazo, me pidió la bendición y partió.

     Esa misma tarde entregué el poncho a un par de monjitas contemplativas brasileñas para que lo llevaran como mantel del altar de su monasterio construido en medio de un barrio pobre de la ciudad de Curitiba.
     Sabía que todo esto tenía carozo por dentro. Pero nunca hubiera creído que antes de un mes se me revelaría el misterio oculto en estos gestos. El 6 de agosto, a la misma hora en que yo era bendecido como abad de mi monasterio, Ovidio partía hacia el cielo allá en mi provincia natal, de donde él también era. Dejaba aquí abajo su cascarón de barro para la ternura de los suyos; rastrojo fecundo de un fruto maduro. Sus compañeros de seminario le consiguieron prestada un alba para amortajarlo.

      ¡Cómo es cierto que sólo llegan a ser plenamente nuestras las cosas que entregamos! Cuando nos morimos, dejamos aquí todo lo que tenemos, y nos llevamos lo que dimos.

      Algún día espero también yo llegar al cielo. Me va a ser fácil encontrarlo a Ovidio para darle nuevamente un abrazo. Se lo distinguirá por su magnífico poncho rojo que cubre el altar donde cada día se celebra la eucaristía en una comunidad contemplativa aquerenciada entre los pobres de Curitiba.

     Ha muerto un seminarista. Ha quedado libre un puesto de combate en el frente de nuestro pueblo en su lucha por el Reino. El que tenga un corazón apasionado por la vida... y un poncho rojo: ¡que se anime!

Mamerto Menapace

Texto: Mamerto Menapace - Dibujos: José María de la Torre / José María Altés
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Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir que «no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras que decir a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».- M. Menapace