ÁNGEL ORRADRE FERNÁNDEZ volver al menú
 



     El 24 de diciembre fui a una gran librería buscando un libro. No lo encontré. Pero sí descubrí en la última balda de una estantería altísima un superpolvoriento ejemplar de «San Josecho a lápiz». ¡Cuántos recuerdos, Dios mío! El librero, supongo que agradecido por librarle de tanto polvo concentrado, me lo traspasó por sólo 40 céntimos.
    
Al no poder regalar a cada uno de los lectores de esta publicación vocacional un ejemplar de aquellas treinta láminas de una parroquia rural, debidas a la pluma del orfebre José María Cabodevilla, se me ocurre transcribirles la XIV, la de Ángel Orradre Fernández. Porque ángeles como éste hay muchos en este nuestro mundo. Tiene que haberlos.

J.S.V.


     He estado hoy en Pamplona y me he ido, después de comer, al seminario.
     En la, portería he preguntado por Ángel Orradre Fernández. Y en seguida Angelico, mi monaguillo ya seminarista, doce años sin cumplir, ha venido a la sala de visitas. No me lo podía figurar tan grave y contento a la vez. Tenía mi miedo de que la conversación se hiciera formularia, porque ni él ni yo estábamos preparados, después de las batidas que juntos dimos a los gorriones, para este tipo de entrevista. Pero todo ha sido cordial y sencillo. Un debate de preguntas mutuas. Yo le preguntaba si habían tenido ya algún ejercicio escrito, si le parecía muy serio el P. Espiritual, si se acordaba mucho de Sylba, la perra pequeña que tanto quería Angelico. Y él, en contrapartida, me pedía exacta información sobre tantas cosas de común interés: si los carabineros seguían vigilando el recodo de las truchas, si se había curado Santitos, si habían comenzado muchos hombres los nueve primeros viernes. Andábamos empatados.
     —Oye, Angelote, ¿ya tienes suficiente ropa en la cama?
     —¿Ya han arreglado la barandilla del coro?
     Acabamos empatados, pero a muchos tantos. Me iba venciendo, sin remedio, una ola de inefable ternura, de gratitud al Señor. Sobre la trama de aquellas preguntas de Angelote iba recomponiendo yo mi propia historia, tan reciente, tan lejana. Yo era, la verdad, el cura de San Josecho que visitaba a su seminarista, que le llevaba un paquete de caramelos, que se interesaba por su salud, por sus penas pequeñitas, que venía a decirle sin palabras cómo le recordábamos todos y le queríamos... Y en inevitable sucesión de planos, al momento siguiente, era yo el seminarista, el que esperaba con ilusión las pastillas de café con leche, el que sabía que, detrás de los dos timbrazos, estaba la gran sala de estudio, y los neutros de la segunda declinación, y un papel-secante con propaganda de neumáticos, y el ping-pong... ¡Dios mío, qué poca cosa, qué inmensa cosa esta vida! Una gran ternura me envolvía cuando aconsejaba a mi antiguo monaguillo que fuera dócil y noble, que no se saliera de las filas, que no emborronase los márgenes de los libros...
     Al salir, llovía levemente.

* * *

     Ángel Orradre, primer premio en el concurso catequístico parroquial, primer premio en la carrera de obstáculos del festival del Corpus, espejo de monaguillos.
     El otro día tuve que enviarle un certificado que necesitaba para ultimar la concesión de la beca, y casi no podía contener la risa cuando le llamaba «Don Ángel», siquiera fuese en el encabezamiento protocolario de la cuartilla. Pero no, tenemos que acostumbrarnos a considerarle ya un don Ángel en potencia, «in nuce» que dicen ellos, los que saben latín. Don Ángel, sí, don Ángel. Me acuerdo de la colosal alegría que me produjo ver su nombre en el periódico, incluido en la lista de los que fueron aprobados en el cursillo de selección de agosto. Estaba aquel día en Beitia y corrí al teléfono para concederme el honor de ser yo el primero en anunciarle la grata noticia, ya que el correo no llega a San Josecho hasta mediada la tarde. Ángel Orradre Fernández había conquistado su título de ingreso en el seminario conciliar de Pamplona. Era la primera etapa de una marcha larga, penosa y gloriosa. Acaso todo se frustre, porque al chico le entre la murria o no le entre la segunda declinación. Quizá suceda eso. Pero puede acontecer también que Angélico sea bueno, aplicado y resuelto, y llegue con bien a celebrar su primera misa en la iglesia parroquial de San Josecho. Señor, yo te pido que ocurran las cosas de esta bella manera, y no de la otra. Entre la alondra y el pájaro negro, yo apuesto por la alondra, doble contra sencillo. Señor, yo te pido que aquel día brille el sol.

* * *

     Una Misa Nueva con sol tiene un brillo doble. ¿Alguien de ustedes estuvo el día de la Asunción, este año, en San Josecho? Celebraba su Primera Misa un hijo del pueblo. Desde el año 1872 no se había visto cosa semejante, desde que fue ordenado un agustino de casa Lezcairu, que luego había de ser obispo en Indias y morir condecorado con todos los nobles metales y metaloides de Sudamérica. Ochenta años más tarde, otro neosacerdote repitió, con la misma emoción inefable, la suntuosa y caliente ltiurgia de la Misa Nueva.
     ¿Te acuerdas, José Ramón?
      Tú y yo éramos amigos del seminario, sólo un curso de diferencia nos llevábamos y, en el único verano en que fuiste mi seminarista, prolongamos por las orillas del Aitzgorri, tuteándonos como siempre, los paseos y tuve un apuro enorme al escribir, para la rectoral del seminario, el informe de tu conducta, porque tú eras más ejemplar que yo, eras mucho mejor que yo. Unos meses más, y ya eras cura y podías discutir cualquier cosa con tu párroco. ¿Te acuerdas de todo? ¿Te acuerdas de tu primera misa? ¿Te acuerdas cómo sonaban las campanas aquel día? ¿Te acuerdas cómo estaba de relimpio todo, y qué bonitos los floreros que entonces se estrenaron? Un mes antes todas las chicas de San Josecho —y en esta juvenil brigada participaron también varias de las que hace tiempo rebasaron los cuarenta— empezaron a ponerlo todo patas arriba, a frotarlo todo, a dar guerra al sacristán, a dar cera a todo, a dar sidol incluso al asta de la bandera vieja de San Isidro, que ya no se usa. ¿Te acuerdas del Te Deum que cantó el pueblo en masa? A todos les proporcionamos una copia en ciclostil, y lo ensayábamos por las noches, y era hermoso después, mientras te besábamos las manos, pensar que la vieja de Loyzu y el secretario y Blanquita y los carabineros, sin saber bien lo que decían, estaban proclamando la realeza del Señor, al cual rinden homenaje los serafines, querubines, tronos y potestades. ¿Te acuerdas cuántas bombillas estaban encendidas? ¿Te acuerdas del Memento que preparamos juntos de víspera? Me dijiste que te ayudara a hacer una lista de intenciones; perdóname si abusé un poco y casi acaparé todo tu Memento, en favor de mis almas de San Josecho. ¿Te acuerdas, amigo José Ramón? «Señor, por todas tus criaturas; por el papa y el obispo; por las almas que me vas a confiar; por mi madre, que todo se lo merece; por mis hermanos, que a Maruja se le arregle el bollo ese de la boda; por la Iglesia perseguida; por mi párroco, que sea bueno y lo demuestre; por las misiones de China; por los moribundos de esta hora; por los pecadores empedernidos; por los gobernantes; por los navegantes y peregrinos; por don Leoncio, por el boticario de San Josecho... —y aquí todo San Josecho, con sus peculiares necesidades y quebrantos—; por los buenos y los malos; por este humilde servidor Tuyo, que me enamore de Ti hasta la locura y viva siempre a Tu lado». Y el Memento de difuntos fue casi íntegro para tu padre, que por entonces hacía dieciocho años que fue fusilado, y para don Pachi, que tres meses antes había muerto en el Hospital, en olor de humildad. ¿Te acuerdas de todo? ¿Te acuerdas de los sollozos de tu madre, del traje nuevo de tus cuatro hermanos? Todo pasó. Queda, sin embargo, la fragancia inmarcesible de aquello.
     Nos queda también la posibilidad y esperanza de repetirlo todo dentro de doce años, cuando Ángel Orradre se nos venga a San Josecho con las manos recién ungidas, cuando ya nadie le regatee el Don, cuando yo tenga que volver a recaudar fondos y comprar otros floreros bonitos para el altar mayor.

* * *

     La verdad es que no hay en la parroquia suceso comparable a una Misa Nueva. Ahora que he comprobado, después de la misa de José Ramón, desde mi posición responsable de párroco, la grave repercusión saludable que un acontecimiento así tiene para un pueblo, me pesa no haber preparado el ambiente mejor.
      Sinceramente, concedo a una Misa Nueva la importancia, desde el punto de vista de regeneración parroquial, que pueden tener unas misiones populares. Dios elige ciertos momentos para hacer Su presencia más sensible, y nosotros tenemos que desviviros por aprovecharlos. Tal vez la muerte del marido; acaso una larga enfermedad; quizás un sermón; seguramente una Misa Nueva. He aquí una modesta aportación, un apéndice que me gustaría ver añadido en las futuras ediciones del catecismo, en la pregunta de las «gracias actuales».
     Si todo esto lo hubiera sabido yo antes, de otra manera nos hubiésemos comportado. Otra vez será. Doce años pasan rápidamente, aunque Angelico se empeñe en ponerle muchas objeciones a esta apreciación.
     Es posible que en otros climas la ceremonia de una Primera Misa no revista la importancia que yo le atribuyo. En San Josecho, sí.
     En San Josecho, gracias a Dios, a pesar de los males concretos que a esta parroquia en concreto aquejan, existe un respeto grande, una adhesión respetuosa a lo sacerdotal. Cierto, no es todo una múltiple edición del Angelus rechupado y campesino de Millet, cierto, pero el respeto y afecto al cura, en el fondo -y en la forma muchísimas veces-, persiste. Las primicias de la huerta para el párroco, el intentar descubrirse al entablar con él una conversación, el puesto central que a él se reserva en las asambleas aldeanas, entre el alcalde y el jefe de carabineros, todo eso que yo afirmo ser rigurosa verdad en San Josecho, todo eso serán anécdotas, pero debajo late, de verdad, la categoría. Y sería un peligro evidente y grave pronunciarse despectivamente acerca de esas manifestaciones. Facilitar el paso de la religión heredada a las convicciones personales, conservando y vivificando las mil deliciosas fórmulas antiguas, es la más seria empresa en que los sacerdotes de hoy están comprometidos. Los ángeles nos amparen.

* * *

     Y que con ellos colabore, mano a mano, en la regeneración espiritual de San Josecho, este otro ángel no tan celeste, que en vez de alas tiene un diccionario latino en dos tomos, porque su entendimiento no acaba de ser del todo angélico sino más bien discursivo: este Ángel Orradre Fernández que, en la tarde de hoy, en sillón de peluche rojo, ha sostenido con su párroco un solemne parlamento. Este Angélico mío sigue siendo todo lo que ha sido porque no tiene que arrepentirse de nada: monaguillo, capitán de monaguillos de mi parroquia continuará siéndolo siempre, porque esa categoría de «honorario» soluciona muchas situaciones y hace honrosas todas las cesantías. Que Nuestra Señora me lo conserve, que Ella me lo traiga este verano gordo y contento para que me ponga en orden el archivo y les enseñe a mis monaguillos, a su patrulla, a ayudar a misa de esa exquisita manera que ahora aprenden, de pequeños, en el seminario.

José María Cabodevilla


229 Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermanos». Al principio con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en los cielos), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!- J.S.V.