NO SÓLO MERECIÓ LA PENA, SINO QUE MERECIÓ LA ALEGRÍA volver al menú
 

     Las pirámides de Egipto, el gran templo de Borobudur, Venecia... no son sólo de Egipto, Indonesia o Italia. Son del mundo.
     El Quijote, la Odisea, Los hermanos Karamazov... aunque escritos en castellano, griego o ruso, pertenecen a la humanidad.
     Benito de Nursia, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán... fundaron a los benedictinos, los franciscanos, los dominicos, pero no son sólo de ellos. Son de todos los creyentes, de todos los hombres.
     Seguir sus huellas nos hace más nosotros mismos. Nos ayuda a descubrir nuestra vocación de peregrinos.
     Evocación-monólogo de Domingo de Guzmán, de vuelta a Caleruega, ahora de incógnito.

J. S V.


Castilla. Burgos. Caleruega.
Domingo avanzando por la carretera.
La mirada puesta en su Torreón, en su Peña de San Jorge, en su Caleruega ocre y gris.
Domingo otea el horizonte.
Se deja imbuir de esa disciplina del páramo.

     Había que volver alguna vez. Así, de incógnito. Para ellos soy un extraño. El llano sigue igual. Los adobes tienen el mismo color y se estrechan como para apoyarse unos en otros. Esta peña está poco cambiada. Antes me parecía enorme. ¡Cuántas tardes subía hasta aquí para divisar el horizonte con la esperanza de ver a lo lejos una polvareda levantada por los cascos de los caballos y bajar corriendo para ser el primero en dar la noticia a madre que ya padre estaba de vuelta!
     Este horizonte me hizo. Me marcó. Siempre me preguntaba qué habría allá lejos, por qué el sol se ponía rojo de vergüenza cada tarde.

Chimenea. Armaduras brillantes. Hachones encendidos.
Niños corriendo por la plaza.
Otros mozalbetes suben a la Peña.
Vides. Trigales. Sonido de esquilas. Pastor rebaño y mastín salen de Caleruega.

     Y las noches largas de invierno. Los cuentos de mamá Juana, las luchas de los árabes contra los cristianos de papá Félix. El fuego del lar, las crujientes maderas del castillo.
     Los juegos con los niños del pueblo, las peleas con Antonio y Manés, las carreras hasta la cumbre, el perro que siguió a las mesnadas y se quedó a vivir con nosotros, las vidas de santos, las primeras oraciones, la vid, el trigo, las cosechas, los caballos, las armas...
     Los sueños... ¡aquellos sueños de niño! Y el horizonte, la lejanía, la distancia, el misterio; visiones que quemaban mi mente y hacían desear el mañana..
.

Sol naciendo. La cabalgadura avanza lentamente por el llano.
Juana sujeta a su hijo por la cintura. El muchacho va pensativo.

     Todo comenzó a ser distinto la mañana en que me despertaron temprano y marchamos para ver al tío de Gumiel.
     Mamá Juana, por el camino, fue preparándome. Yo sólo miraba el horizonte, ¿qué había detrás?, y ella que tenía que estudiar, que no era lo mejor para mí ser guerrero, que los tiempos eran difíciles y había que saber muchas cosas. Y yo, «pero, ¡dime madre!, ¿qué hay más allá? Se juntan o no el cielo y la tierra». «El tío te lo explicará mejor que yo».

Gumiel de Hizán. Callejuelas. Soportales. Iglesia.

     Allí quedé. El pueblo era parecido. No había Peña de San Jorge, pero había más horizonte, más grande y más variado. Había niños.

Un estante con legajos, pergaminos, incunables.
Un velón deja caer su cera sobre la gruesa mesa de roble castellano.
     Y libros. El tío era bueno y a mí me gustaba aprender. Había que dar otras batallas más importantes que las que padre sostenía en las márgenes del Duero. El tío me enseñó que había que dar batalla a la incultura, a la ignorancia de las gentes, que la verdad era cada día más oscura y la fe de las gentes se agostaba como los campos, y la mies del Señor se perdía por falta de brazos.

Altos chopos. Horizonte diáfano. Riachuelo serpeante.

     Estaban los largos paseos, el silencio castellano, la soledad, el cielo y el horizonte y una voz irresistible que me impelía. Era la fuerza de la primavera que estallaba fuera y, sobre todo, dentro.

Ausencia y ensimismamiento juvenil.

     Soñaba, era joven. Siempre me mantuvo el sueño. Hasta mamá Juana me decía que no le extrañaba que fuese tan soñador e imaginativo, pues yo me había alimentado de sueño antes de ser.

Al fondo: Palencia. Primer Estudio General de España: Trivium, Quadrivium, Teología. Trasiego estudiantil. Feria vocinglera de trueque medieval.

     Después vino Palencia. Era la Universidad. Era la filosofía y la teología. Junto al río me hice hombre. Hubo un momento difícil cuando aquella peste. Vendí los libros. Aquellas gentes me podían: su miseria, su dolor, sus ojos hambrientos. Yo no podía estudiar en pieles muertas mientras los hombres, mis hermanos, morían de hambre.
Un coro catedralicio. Oímos unas ráfagas de canto gregoriano. Una columna gótica se abre en sus nervaduras. Transición: del románico íntimo al gótico luminoso. Un altar. Un cáliz.

     Tras Palencia: Osma. Más horizonte. Podía haber vuelto al pueblo, con el tío, pero preferí seguir buscando la verdad y la fe en compañía. Osma me ofrecía la posibilidad de vida en común. Allí me hice sacerdote. Una nueva aventura y un nuevo horizonte se me abría. Se trataba de seguir dilatando el espacio interior y exterior. Viajar, ir más allá, siempre más allá, fue uno de mis sueños.
     Diego de Acevedo, obispo y sobre todo amigo, me llamó una mañana. El rey Alfonso VIII nos enviaba a Dinamarca. Mi imaginación se puso en ebullición. ¡Dinamarca! ¡Fronteras nuevas, posadas extrañas, gentes variopintas, vida eclesial distinta!

Calles con mucho trasiego. Mercados con intensa vida comercial.
     Comencé a sentirme apóstol, como aquellos doce, que se lanzaron tierra adelante. Cuatro viajes por aquellas tierras. Diego y yo quisimos quedarnos para predicar el Evangelio. El Papa Honorio III no nos dejó.

Mapa de Europa. Francia. Languedoc. Campos en sazón. Escarpadas rocas. Un castillo cátaro domina el paisaje abrupto.

     Al pasar por el Mediodía francés tuvimos ocasión de conocer de cerca los estragos que la herejía estaba haciendo entre las gentes más sencillas. Los albigenses y los cátaros eran admirados por su pureza de vida, pero su doctrina era bien distinta a la Buena Nueva de Jesús. Allí conocí a tres monjes del Císter: Arnaldo, Raúl y Pedro, que venían a predicar el Evangelio. No era tarea fácil. Narbona, Montpellier, Toulouse, Carcasone... Años difíciles aquellos de 1206-1213. Guerras, ataques, soledad. Sólo la esperanza me mantenía.

Rejas de clausura. Tras ellas unas monjas rezan en el coro. Se respira serenidad.

     Y ellas, las primeras mujeres, le dieron forma. Algunas dejaron la herejía y deseaban vivir en común la exigencia evangélica. Así nació Pruille. Se trataba de orar, de hablarle a Dios de tú a tú para que cada vez se hiciese más cercano a los hombres.

Una hogaza de pan blanco. Unos libros.

     Después vinieron ellos. Algunos se unieron en el deseo de vida en común. Queríamos vivir como testigos del pan y la palabra.

Domingo contempla junto a un ventanal. El reloj de sol marca el esplendor de la mañana.

     Fue en primavera, allá por abril de 1215 cuando comenzamos a dar vida y forma a la obediencia, a la pobreza y al amor. Era primavera. Tenía que ser, claro. Recuerdo que era un día de luz, de mucha luz de mediodía en el Mediodía francés.
     Siempre quise que las comunidades tuvieran luz, que fueran abiertas, diáfanas.
     Lo que vino después fue más fácil. Nos animaba el entusiasmo de los que dan los primeros pasos.

Frailes rezando. Llama de un velón pascual.

     Nos impulsaban los balbuceos de los que inician una andadura. Nos seducía la atracción irresistible del amplio horizonte de la predicación. Había que orar, orar siempre. Y un 22 de diciembre, próxima ya la Navidad, de 1216... nacíamos como Orden de Predicadores.

Frailes caminando en pequeños grupos. Campos sembrados. Chopos mecidos. Alcores y altozanos. A lo lejos, silueta de una ciudad amurallada sobresalen las agujas de la catedral y de algunos palacios góticos.
     ¿Qué fuego nos quemaba? ¿Qué Pentecostés se prolongaba? ¿No era repetir lo iniciado por el grupo apostólico? Volvimos a cuestionarnos muchas cosas y decidimos partir, separarnos para hacer realidad nuestro trabajo. Había que ampliar horizontes. No podíamos permanecer apiñados. Se trataba de salir, de testimoniar, de comenzar a ser faros horizontales y verticales...
      Algunos protestaban por la inmediatez de la dispersión. Recuerdo que fue un día Pascua. ¿No se trataba, acaso, de estar de «paso»? Era mayo de 1217. Los campos te llamaban a gritos. Yo se guía soñando y eso que ya tenía 45 años.
     A unos los mandé a París. ¡París, siempre tan cosmopolita, tan universal! Siete hermanos fueron para allá. Cuatro a mis tierras castellanas, a Madrid. Algunos a Toulouse. Luego yo mismo marcharía a Roma.
Volvemos a Castilla. Domingo, solitario y meditabundo por los campos familiares. Caleruega. Desde las almenas del torreón de los Guzmanes vemos el jardín conventual antaño patio de armas.

     Me costó despedirme. Volvía a estar solo. Quería regresar a España. Ver Caleruega, Osma; retornar a las raíces, llenarme de aquella luz que me vio partir, de aquella sequedad, de aquella geometría lineal que apunta al infinito.
     Necesitaba reposar de nuevo en el misterio, repensar el largo camino iniciado aquella mañana con mamá Juana. Necesitaba volver a sentirme hombre, o lo que es lo mismo, como diría pronto el hermano Tomás de Aquino: «Horizonte entre la materia y el espíritu». Por eso estoy aquí, Caleruega. He vuelto a ti para sopesar desde el principio, analizar la obra iniciada, preguntarme y preguntarte: ¿qué queda de todo aquello?, ¿dónde permanecen las esencias primeras?, ¿por qué se desdibujan y difuminan los ímpetus iniciales?, ¿qué permanece de la fidelidad entusiasta del inicio?

Un grupo de novicios charlan animadamente.

¿Qué les mueve a mis frailes a continuar la anda dura? Y a estos jóvenes, Señor, ¿qué les trajo, qué les sedujo, qué movió a su corazón a ser generosos y entregarse a la luz y la palabra?

Domingo pasea por las estancias conventuales. Se encuentra con los viejos arcones que contienen los restos de sus familiares. No hay tristeza en su rostro. Sólo quietud.

     No sé, debe ser el peso de los años lo que me lleva a dudar. Tantos años de brega, tanto impuso callado, tanta presencia escondida de mi espíritu en ellos... Y ahora soy yo el que duda, se pregunta y cuestiona. Casi 800 años, Señor, ¿no será tiempo de dar por finalizada y cubierta la parcela de Iglesia que nos designaste? ¿Será que me falta aquella confianza, aquella fe y esperanza .que me impulsó en los años ardientes de mi quehacer apostólico?

Domingo sonríe ante el pozo que recuerda el lugar de su nacimiento. Bebe un poco de agua como tantos peregrinos que formulan allí un deseo. Se apoya en el brocal del pozo.


     Ya sé, Señor, que por sus frutos los conoceréis. Mis frutos —que son los tuyos, porque tú eres quien llamas, eliges y seduces; yo sólo puse un medio para dar respuesta a tu eterna llamada—, sabes que son muchas vidas de hombres y mujeres que se adhirieron a la pasión de la verdad, de tu Verdad...
     Pero en todos estos siglos ¿qué hicieron con la luz y la palabra?, ¿qué hicieron con la Verdad?, ¿cómo recorrieron el camino? No, no te extrañes, Señor, que yo ahora me cuestione. Todo estaba cuestionándose en París, en Colonia, en Oxford. Yo quise dar una respuesta, la tuya, en medio de tanta bruma. Ellos, mis frailes, también quisieron salir al paso y buscar la difícil comunión entre esa fe que nos das cada día y esa razón que nos quitas cada noche.

Coro de Caleruega. La luz atraviesa las vidrieras que tamizan la claridad de la tarde. Domingo contempla el Cristo gótico.

     Y cayó sobre nosotros el cometido, con gusto lo aceptamos, de ser los que dieran vida a esa síntesis, nunca fácil, de la acción y la contemplación, de la fe y la duda, de la palabra y el silencio, del apostolado y el estudio, de la oración y el trabajo, de la ortodoxia y la heterodoxia, de tanto enfrentamiento y dialéctica.

En este continuo fluir de conciencia, Domingo ve a un fraile atravesando una calle, se para, saluda, habla con un grupo animadamente. Se mezclan imágenes en su mente: dos frailes cruzan por un puente romano, otros dialogan en una logia, algunos discuten en una plaza, aparecen unos pocos en la cubierta de un barco...
Costas, playas, selva enmarañada que desvanece el marasmo...

     Y ahí están tantos «puentes de doble dirección», como Tú has querido que nos convirtiéramos en estos ocho siglos: Jordán en Sajonia, Raimundo en Cataluña, Jacinto en Polonia, Tomás en París, Alberto en Colonia, Pedro en Verona, Bartolomé en Guatemala, Martín en Perú, Luis Beltrán en Valencia, Diego de Deza, Melchor Cano, Vitoria en Salamanca, Torquemada en Castilla, Savonarola y Fray Angélico en Florencia. Universidades, plazas, libros, conventos, descubrimientos, concilios, pueblos, cortes, misiones, diócesis... Y lo que es más importante: esos miles de frailes que han hecho posible que muchos se convirtiesen, en cabeza de ese blanco iceberg que ha sido y es mi obra —tu obra—, los frailes predicadores.
     Después dirás que me quejo, si es que hasta quisiste que fuésemos síntesis de contrarios en nuestro peculiar modo de vestir: blanco-negro. Tú bien sabes lo difícil que es jugar el papel histórico de signos de contradicción, de puentes, entre los hombres y Tú. Y lo sabes bien, porque fue la difícil tarea que encomendaste a tu hijo: que se mostrase como hombre y le aceptasen a la vez como Dios.

Vuelve Domingo en sí. En un escorzo María parece sonreírle. Postrado de rodillas deja que la oración le brote, pero se pierde en sus propios interrogantes y respuestas.

     ¿Todo ha sido diáfano? ¿No tergiversaron la Buena Noticia? ¿No hubo otros intereses?, ¿perdura aún la pasión por la Verdad?, ¿qué fue de la unidad? Todo ha sido tenso como la vida humana. Quizá por ello se han mantenido como familia eclesial. Sin tensión, sin lucha, sin aciertos ni errores, sin luz y tinieblas, sin adhesiones y huidas, sin santos y pecadores, sin esa amalgama blanquinegra, curiosa... hace tiempo que el olvido sabría de nosotros.
     Sí, creo que es por eso por lo que aún hay jóvenes dispuestos a ser signo y símbolo de unidad.

Mar brava estrellándose contra unos acantilados. Olas suaves que se acercan a unas playas. Unas praderas floridas y una bandada de palomas...

     Y a nuestro quehacer fuerte, impetuoso, agresivo a veces, estaba como contrapunto esa presencia cálida y reconfortante de tantas mujeres buenas con coraje y pasión por la misma verdad: Diana de Andaló, Catalina de Siena, Rosa de Lima, la joven Imelda y tantas hermanas dominicas que y con su oración y trabajo, con su fidelidad y constancia han cargado de sentido humano y cristiano aquellas parcelas de la Iglesia que nosotros no pudimos sembrar.

... que nos llevan hacia un amplio ventanal adornado con tiestos florecidos. Se respira una calma esencial. En el interior de la estancia, sobre la mesa hay revistas, cartas, periódicos... todo ello un poco revuelto.

     Leyendo los periódicos, esa biblia diaria, he visto sorprendido, claro, que a uno de mis frailes le han prohibido un libro. Otro era asesinado en Centroamérica. Un dominico ha sido nombrado obispo en misiones. Un grupo de jóvenes han tomado el hábito en África. Dos dominicos presos en la Europa del Este. Otro ha descubierto una tribu en el Amazonas. Otro grupo de frailes han sido ordenados en Extremo Oriente. Cinco jóvenes profesaban en Francia. Algunas fundaciones en zonas conflictivas... Compruebo cómo aún pervive mi insistente idea de ir al encuentro de los cumanos», o lo que es lo mismo: allí donde los hombres sufren y luchan, en los lugares de vanguardia, en las zonas fronterizas ideológicamente; allí donde se pone a prueba el coraje de futuro.

Domingo hojea, constata, sonríe, frunce el ceño, quita importancia, mira unas fotografías, acaricia el lomo de unos libros.

     Ellos siguen, Señor, queriendo desterrar la oscuridad. Quizá sea un ingenuo al preguntarme si mereció la pena iniciar la andadura. Los frailes y las monjas me dicen que sí, que no sólo mereció la pena, sino que mereció la alegría. La inmensa alegría que proporciona el saberse parte de una familia común, de una búsqueda común, de un encuentro diáfano en torno al pan y la palabra.

Llevados por su mirada, vemos Caleruela toda entera, arrebujada, en su lento trajinar diario.

     Me siento mejor. Este volver a las raíces me ha hecho respirar hondo, oxigenarme y darme cuenta que hay que continuar, que nada se pierde en el universo. Que el futuro nos pertenece porque el pasado fue tenso, porque el presente apasiona.

Subimos, por última vez, a la Peña de San Jorge. Domingo se apoya en la Cruz. Hay en su respirar el jadeo de la ascensión, de los años, de los siglos, del tiempo clarificador.

     ¡No importa, Señor, cómo digan quién eres! ¡Sólo importa que lo digan! Y lo digan con la oración y el estudio; la vida en común y la acción, la fábrica y la escuela; el laboratorio y la cátedra; el libro o la escoba...
Sentado al pie de la Cruz, contempla el inmenso llano castellano. El horizonte rebosa de luz vespertina.
     De unificar se trata, de ser tierra de paso, de ser puente que sé utiliza y luego se olvida... Sí, ya sé que es largo el camino, que es densa la andadura, que está saturado el paisaje... Tú déjanos ser raíces para que tu árbol continúe floreciendo...

José Antonio Solórzano


220-221 De Caleruega puede salir algo bueno? Salió un canónigo de Osma, obsesionado por los horizontes infinitos y por una familia con muchos hermanos. Creía en la Palabra y logró que ellos la predicaran sobre todo con la elocuencia del ejemplo. Ansioso de ver la Verdad cara a cara, murió en Bolonia, a los 51 años. Dominicos y dominicas hoy nos lo hacen presente. - J. S. V.