QUÉ ES LA VOCACIÓN volver al menú
 



     Las altas montañas nos distraen la mirada de las colinas. Los grandes santos no nos dejan ver las vidas luminosas de legiones de cristianos que casi de puntillas sirvieron a Dios y a los hombres esforzadamente.
     Desde hace tiempo siento predilección por los Beatos. Estudio sus vidas. Y, ¡qué queréis que os diga!, «me van». Me encuentro corto más retratado. Más convencido de que mis pasos pueden acomodarse a sus huellas. Y descubrir así las coordenadas de mi vida.
     He aquí dos rápidas siluetas de dos beatos: el beato Tomás de Biville y el beato Ángelo de Acri. Sus vidas nos ayudan a entender qué es la vocación. La nuestra.


Tomás de Biville

      En Biville, minúsculo pueblecito de Normandía, diócesis de Coutances, nace allá por 1257 un mozuelo al que le ponen por nombre Tomás; Tomás de Biville, le llamarán un día (el «de» suena a aristocracia hoy, pero en realidad la única aristocracia de Tomás es la del espíritu).
     Buen muchacho; mejor dicho, muchacho normal. Las letras son su fuerte, tanto que su padre quiere enviarle a la ciudad para que curse la carrera de derecho y pueda un día ser magistrado o abogado, jurista o gobernante. Pero Tomás prefiere quedarse en Biville como maestro de escuela.
     Al poco tiempo Biville está de enhorabuena: nunca habían tenido un maestro tan esforzado, tan dinámico, tan puntual. Rebosante de simpatía. Tan rezador, además. Los muchachos del pueblo son un encanto. A los padres se les cae la baba viendo cómo leen, cómo escriben, cómo representan obras teatrales, cómo cantan sus retoños.
     La fama del joven maestro corre de boca en boca, de pueblo en pueblo. Y llega a Cherbourg. El consistorio envía a una comisión de notables para «fichar» al ya famoso pedagogo.
     Tomás no se atreve a negarse y acepta con sencillez. Ya en Cherbourg reforma la escuela ciudadana introduciendo su método de Biville: estudio de las ciencias humanas y formación cristiana de cada alumno. Pero paga el esfuerzo y cae enfermo, teniendo que regresar a casa de su padre.
     La convalecencia es larga y providencial: Tomás la aprovecha para profundizar en el estudio de las cosas de Dios y para dedicarse a la oración, tanto que el párroco le confía la llave de la iglesia.
     Enterado el obispo de Coutances, le insinúa la posibilidad de abrazar el estado eclesiástico. A Tomás aquello le suena a música... demasiado celestial. Aceptaría las órdenes menores, pero no más. Y de ninguna manera el presbiterado.
     Extrañado el obispo (hay que recordar que en aquellos tiempos la posibilidad del sacerdocio era considerada como una oportunidad muy apetecible divina y humanamente) le insiste que cuando menos acepte el diaconado para bautizar y predicar. Tomás se muestra irreductible.
     Meses después, para no desairar al obispo con un no definitivo y tratar de descubrir la voluntad de Dios, emprende una larga peregrinación a Roma y Santiago de Compostela, y de regreso se detiene en París donde cursa estudios de teología.
      Ante la insistencia del obispo y de los cristianos, es ordenado sacerdote. Trabaja de párroco en un lugarejo. Sin ruido. Pero ¿se puede esconder la luz bajo el celemín?
     El rey san Luis pide al obispo un capellán para la corte. La corte de san Luis era una corte modélica por el ejemplo del rey santo. Trasplantan al normando, pero los aires palaciegos no le prueban. Nadie lo entiende. ¿Cómo es capaz de renunciar Tomás a un cargo tan honroso?
     Regresa al pueblo, respira a gusto en la parroquia, su parroquia. Pero poco desués se lanza por los caminos de Normandía como misionero diocesano predicando por pueblos y aldeas. Y así años y años.

     ¿Qué enseñanzas se desprenden de la vida de Tomás, por otra parte tan poco extraordinaria?
     —Vive constantemente preocupado por descubrir la voluntad de Dios.
     —No le gusta la invitación del obispo que le ofrece el sacerdocio, pero cede, por fin, ante la llamada de la Iglesia manifestada por boca del obispo y del pueblo.
     —Permanece en la corte de san Luis por obediencia, hasta que le permiten regresar a su añorada parroquia.
     —Descubre que ser sacerdote es partir y repartir la palabra de Dios y el cuerpo de Cristo entre los hambrientos y se hace misionero ambulante.
     —Y para colmo de sorpresas, fulminado por la enfermedad, le sorprende la muerte no en camino sino en el castillo de Vauville.

     «La vocación es como un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que un conocimiento del futuro es una correspondencia amorosa. Es una amistad».


Angelo de Acri

     Acri, en Calabria, al sur de Italia. 1669. Angelo, un crío emprendedor, forzudo, voz armoniosa, morenillo él. Padres cristianos, económicamente modestos. El primero a la hora de armarlas.
     A los 18 años, se mete fraile. Todo normal. No es el primero. Que por algo san Francisco fue italiano.
     Pocos días después, lo deja. No aguanta.
     Avergonzado, hace acopio de fuerzas y pide entrar de nuevo. Promete no volver a las andadas, seguro de sí mismo.
     Pocas semanas después, lo deja de nuevo. No aguanta más.
     Confundido, descontento de sí mismo, no se atreve a regresar a su casa. Y llama a la puerta de un tío suyo, sacerdote. El buen cura no le recrimina nada. Le dice: «No te preocupes, Angelo. Que no es necesario ser fraile para ser un buen cristiano. Anda, quédate, y no seas cabezota, hombre».
     Y se queda.
     Pasan las semanas y los meses. La gracia trabaja aquel corazón algo orgullosillo que, convencido de su valía, quiere ser santo a toda costa. Poco a poco se le bajan los humos. Hasta que un buen día llama por tercera vez a la puerta de los capuchinos, los ojos bajos.
     El padre guardián le mira en silencio. Se da cuenta que no es el mismo. Antes quería ser fraile, estaba empeñado en serlo. Ahora... suplica con humildad le permitan estar con ellos para pedir al Señor la gracia de la vocación. Y la puerta se abre por tercera vez.
     Fray Angelo se encuentra de nuevo con la austera celda, las viejas tentaciones, la desgana, pero vive «día a día», y día a día suplica: «Ten piedad de mí, déjame que te sirva, no lo merezco, pero dame fuerzas, Señor».
     Los superiores, para asegurarse, no le ahorran pruebas. Hay que pulir aquella piedra preciosa.
     Fray Angelo profesa. Es ordenado sacerdote tras brillantes estudios. Su palabra es ardiente, por algo es del sur. En el convento se dan cuenta que será un gran orador. Sus prédicas en el comedor, en vez de la lectura, ponen de manifiesto su gran valía. Y le encargan predique la cuaresma de aquel año. Fray Angelo prepara unos sermones estupendos, maravillosos.
     Sube al púlpito y... es incapaz de acordarse de nada. Saca los papeles y ni leer puede. Regresa al convento y dice al superior: «Padre, póngame en la cocina, envíeme al corral, a la lavandería... Pero nunca más me encargue un sermón».
     Ora al Señor con humildad y le parece oír la respuesta: «Ibas a predicarte a ti y tienes que predicarme a mí. Medita la pasión y predica sencillamente».
     Durante 38 años Fray Angelo fue el apóstol de Calabria, que recorrió incansablemente. Hablaba para que todos le entendieran de tal manera que incluso los menos inteligentes comprendían la pasión de Jesús.
     Las conversiones fueron innumerables porque la palabra de Dios les llegaba sin artificio, como salida de la boca de Jesús.
     Beato Ángel de Acri, patrono de los fracasados, de los que descubren que la santidad no consiste en no caer sino en levantarse.

     «Para penetrar definitivamente en nosotros Dios necesita antes vaciarnos, ahondarnos».

Jorge Sans Vila


205 Las vocaciones sacerdotales y consagradas existen en la Iglesia y para la Iglesia según el designio de Dios, que Él, en su amor, se ha dignado revelarnos. Apuntan, por tanto, a una misión específica que no se confunde con ningún otro ideal humano, por muy noble que sea. El Señor Jesús otorgue la gracia de conocer, de creer y de acoger, por la fuerza de su Palabra, estas llamadas, que pertenecen al misterio de su amor misericordioso.- JUAN PABLO II