ESCRIBE EL PADRE LLORENTE volver al menú
 

      «Pese a la habitual puntualidad de KLM, no acababan de llamarnos para embarcar en el 642 New York-Amsterdam.
      Cansados de esperar nos pusimos a hablar. Bueno, el que hablaba era él. Me contó que venía de Alaska.
      Al preguntarle si había estado en Kotzebue, en Akulurak, en Bethel, si había navegado por el Kushawim..., abrió unos ojos como platos. Se imaginó que tenía delante a un geógrafo al servicio de la Unesco o algo así.
      Me dio pereza darle una aclaración explicativa. Le dije simplemente: Llevo Alaska en el corazón desde hace muchos años.
      Y era verdad. Somos muchos los que la llevamos en el corazón, por obra y gracia del padre Segundo Llorente».

      Esto lo escribí en enero de 1982. Bien lejos estaba yo de imaginar entonces que tardaría poco en recibir carta del P. Segundo Llorente. Carta-carta. ¿Cómo? Porque el mundo es pequeño. Y porque los hay con suerte.
      El P. Llorente conoce esta publicación vocacional y envía una historia-historia. «Si le gusta el relato, publíquelo».
      Y la suerte no termina aquí. Dice la carta del 3 de mayo: «Yo podría mandarle a usted de vez en cuando dos paginitas como éstas relacionadas con los temas de la vocación». Amén, amén, amén. ¡Aleluya!

      J. S. V.


      Siempre que me desplazaba yo a la ciudad de San Francisco de California a dar los Ejercicios a unas monjas de clausura, el monaguillo que me ayudaba la Misa era el mismo: un señor alto, aparentemente serio, pero de modales muy amables. Al principio mantuvimos las distancias. Poco a poco nos fuimos acercando hasta que terminamos en la mayor intimidad.
      Se trataba nada menos que del Decano de Ciencias de la Universidad donde era profesor de Biología con horas extra para alumnos que se especializaban en el laboratorio montado a la moderna. Estaba casado y era padre de cinco hijos y abuelo de unos cuantos nietos. Alguna vez me invitaba a cenar en casa con la familia que se reunía para festejarme y escuchar las historias interminables que me bullían en la cabeza.
      Le estimaba mucho el Sr. Arzobispo; tanto que le llamaba de vez en cuando para consultar con él temas relacionados con la moralidad en la familia, el estado espiritual de la juventud estudiantil, lo que se ventilaba en las cátedras, las drogas y hasta la vida espiritual en las parroquias de la gran ciudad. Evidentemente su opinión pesaba mucho en el despacho del arzobispado.

      Un día cualquiera me escribió para darme la triste noticia de que acababa de quedarse viudo. Agachamos los dos la cabeza y encajamos el golpe con resignación cristiana. Cuando volví a la ciudad a dar otros Ejercicios, nos encontramos en la sacristía. No fue menester decir mucho, porque los ojos lo decían todo.
      Tenía por costumbre llevarme en su coche al campo para hablar de Dios. Se notaba que tenía hambre y sed de Dios. Pasaba ratos largos en la iglesia sentado en un banco. Leía libros espirituales. Pero caminaba un poco a ciegas por las vías del espíritu y buscaba un ayo que le diera la mano. Era una verdadera delicia conversar con él y descorrer ante sus ojos los panoramas de la vida espiritual: vivir en la presencia de Dios, sobrenatural izar las acciones por pequeñas que parezcan, métodos de oración y finalmente llegar a un verdadero enamoramiento con Jesucristo. También la acción de la Virgen María en la vida del alma. Le di los escritos de san Juan de la Cruz con directrices previas sobre la doctrina espiritual del Santo castellano. Todo esto mientras vivía aún su esposa.
      Ahora, ya viudo, al terminar los Ejercicios con las monjas me sacó a dar una vuelta en su coche, porque sentía necesidad de desahogarse.
      Aparcamos a la orilla del mar, pero nos quedamos sentados en el coche, porque corría una brisa fría, demasiado fría. Él me hablaba de su esposa y de vez en cuando se limpiaba una lágrima. En el rompeolas se estrellaban las aguas saladas que se deshacían en espuma. A la derecha se balanceaban barcos pesqueros anclados en el muelle. Chirriaban las gaviotas que se peleaban por restos de pescados muertos que para ellas eran bocados suculentos. Aprovechando un momento de silencio en la conversación, le espeté a bocajarro: «Usted tiene que ser sacerdote. Hoy es día de Cristo Rey. Cristo le quiere a usted sacerdote, no lo dude. Mañana mismo va usted a entrevistarse con el Arzobispo y le pide que le ordene lo antes posible. Por ejemplo el año que viene».

      Se quedó como petrificado con la vista perdida allá en el horizonte donde el cielo y el Pacífico se juntaban borrosamente. Le saqué de su ensimismamiento con esta pregunta: «¿No es verdad que a usted le gustaría ser sacerdote?» Casi mecánicamente respondió: «Sí, claro, desde luego, no faltaba más, pero ¿cómo va a quererme Dios a mí en el altar a estas alturas? Ya cumplí 55 años».
      Le hablé de san Francisco de Borja, viudo y padre de ocho hijos y cómo se ordenó y llegó a santo canonizado, y traje a colación otros casos que me son conocidos.
      El sol empezaba a declinar. Arrancamos y fuimos a una iglesia donde estaba expuesto el Santísimo y allí nos hincamos media hora para pedir luz al que es Padre de las luces.
      ¡Qué cosas hace Dios! Al salir de la iglesia me dijo muy contento y con aire de triunfo: «Trato hecho». Con esa sencillez increíble se zanjó una cuestión de tamañas consecuencias.
El arzobispo le dijo que sí. Ahora sólo quedaba el golpe a la familia y ¡menudo golpe! Pero Cristo Rey lo iba llevando todo de calle. En una reunión familiar preñada de emoción, el buen señor les expuso el caso y todos quedaron espantados (como diría santa Teresa) pero resignados y altamente edificados. Les repartió cuanto tenía hasta quedarse poco menos que con lo puesto. Quería empezar a vivir la pobreza evangélica en cuanto le fuera posible.
      El Arzobispo le mandó seis meses al Seminario y le ordenó de diácono. Pasados otros meses de repaso a la Teología Moral y a la Liturgia le ordenó de sacerdote en la catedral delante de 150 sacerdotes vestidos de alba y estola blanca.

      Yo no estuve presente a la ordenación porque me encontraba a más de mil kilómetros. Pero mi próxima visita coincidió con el aniversario de su primera Misa. Concelebramos los dos en la capilla de las monjas delante de sus hijos y nietos que acudieron al festejo.
      Al terminar la Misa y ya en la sacristía se me acercó la hija mayor con el puño en alto en actitud de amenaza y me dijo riéndose: «Con que usted es el que nos robó a papá. ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante cosa?». Aparentando solemnidad respondí gravemente: «Desde que le vi la primera vez aquí en la sacristía vestido de sotana y sobrepelliz listo para ayudarme la Misa, dije para mis adentros: éste haría un sacerdote fantástico. Y ya ven que tuve razón». Todos nos reímos y así quedó la cosa.
      El nuevo sacerdote fue destinado a una parroquia como asistente del párroco. Por más que quiso hallar modo y manera de hacer un mes entero de Ejercicios, nunca lo pudo conseguir. Le metieron en seguida en el trajín diario de la parroquia donde su experiencia de la vida y su visible espiritualidad le hacían poco menos que indispensable.
      Para que sus buenos deseos no quedasen del todo frustrados, le mandé escritos a máquina 35 esquemas de meditaciones sacadas del famoso mes ignaciano. Cada meditación estaba compendiada en una hoja. Cada día debía tomar una hoja. Meditaría una hora entera y sobre ella al levantarse y seguiría rumiando la materia durante el día entre ocupaciones y visitas al Santísimo. Por la noche otra hora entera sobre la misma hoja.
      Me escribió que había gastado 38 días en terminar el «mes» y que estaba contentísimo y muy agradecido.
      Añadió que se había encontrado con cosas en las que no había reflexionado con anterioridad. Entre otras mencionó el que la Misa sea ni más ni menos que la Pasión y muerte del Señor; que gracias a la Misa el sacrificio de Cristo en la cruz no se convirtió en un acontecimiento histórico de la antigüedad olvidado y sin sustancia; algo así como el hecho de que Alejandro Magno murió en Babilonia, que hoy nos tiene a todos sin cuidado.
      Como hoy día se vive hasta los 75 años como la cosa más natural, es consolador pensar que el nuevo sacerdote puede muy bien fungir como tal unos veinte años. Dios lo haga.

      Segundo Llorente


196 Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo, que quiere corazones valientes y decididos. Vale la pena consagrarse al hombre por Cristo, para llevarle a Él, para elevarlo, para ayudarle en el camino hacia la eternidad. Vale la pena hacer una opción por un ideal que os procurará grandes alegrías. Vale la pena vivir por el Reino el celibato sacerdotal, vivirlo responsablemente, aunque os exija no pocos sacrificios. El Señor no abandona a los suyos. — JUAN PABLO II