LA PARTE DE DIOS volver al menú
 

                    El 2 de marzo de 1942, Pío XII habló a un numeroso grupo de jóvenes esposos.
                    A pesar de los años transcurridos desde entonces, sus palabras siguen siendo actuales, urgentes.

J.S.V.



      Queremos, amados nuevos esposos, deciros hoy, o mejor recordaros, una palabra que siempre ha exaltado a la familia y a los esposos cristianos, y que deseamos llegue también a todos los que desde hace ya tiempo están unidos por el sacramento del matrimonio.
      Esta palabra es «la parte de Dios», la parte que le toca en el banquete familiar, que algunas veces Él quiere reservarse, como amigo, o como si tuviese necesidad de ayuda.
      En el libro de Tobías, inspirado por Dios para enseñar a los hombres las virtudes de la vida doméstica, se cuenta que un día de fiesta, habiéndose preparado en su casa un gran convite, le dijo Tobías a su hijo: «Anda, y trae a alguno de nuestra tribu, temeroso de Dios, para que coma con nosotros».
     
En otros tiempos se tuvo la grata y piadosa costumbre en muchas familias cristianas, especialmente en el campo, de reservar en las fiestas solemnes una parte de la comida para el pobre que la Providencia enviara y que así tendría parte en la alegría común. Es lo que en algunos sitios se llama «la parte de Dios».


EL SEÑOR PASA

      Un día —¿quién sabe— podría el Señor venir a pedir a vuestro hogar una parte semejante, cuando se alegre ya vuestra mesa con las florecientes joyas de vuestros hijos y de vuestras hijas.
      Jesús, que ha bendecido vuestra unión, que hará fecundo vuestro hogar, que hará crecer al pie de vuestro olivo los alegres retoños de vuestras esperanzas, pasará acaso en aquella hora que Él sólo sabe, para llamar a la puerta de alguna de vuestras casas, como un día, junto a la orilla del lago de Tiberíades llamaba, para que le siguiesen, a los dos hijos de Zebedeo; como en Betania dejaba a Marta ocupada en las faenas domésticas y acogía a María a sus pies para que oyese y gustase su palabra, que el mundo ignoraba.
      Él es quien dijo a los Apóstoles: «La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su heredad». Él, el redentor, cuyas miradas contemplan el inmenso campo de las almas rescatadas con su sangre, no deja de pasar y volverse hacia los elegidos, repitiéndoles, con las secretas inspiraciones de su gracia, el «ven, sígueme» del Evangelio, llamándoles, unas veces a roturar y trabajar tierras todavía incultas, otras a recoger el grano que ya amarillea.


DOS PREGUNTAS

      Al ver abrirse constantemente nuevas vías de predicación del Evangelio, una de las grandes tristezas que invade Nuestro corazón es el saber cuán insuficiente es, para lo que hace falta, el número de las almas generosas que Nuestro deseo puede enviar para ayudarles.
      ¿Quién sabe, si alguno de los elegidos para el cielo, perdido entre el pueblo cristiano o errante por las regiones infieles, no está ligado, en los designios divinos, a la palabra o al ministerio de uno de los hijos que el Señor os querrá conceder? ¿Quién podrá investigar las profundidades del consejo de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»?


CRISTO PENDIENTE DE LA FAMILIA

      Considerad, amados hijos e hijas, que de la familia, fundada según el querer divino por la legítima unión del hombre y de la mujer, Cristo y la Iglesia sacan sus ministros y apóstoles del Evangelio, los sacerdotes y los heraldos que apacientan al pueblo cristiano, y atraviesan los mares para iluminar y salvar las almas.
      ¿Qué haríais vosotros, si el Maestro Divino viniese a pediros «la parte de Dios», es decir, alguno de vuestros hijos o hijas, qué Él os ha concedido, para formar de ellos su sacerdote, su religioso, su religiosa? ¿Qué responderíais cuando, recibiendo sus confidencias filiales, os manifestasen santas aspiraciones, despertadas en su alma por la voz de Aquel que amorosamente les murmura «si quieres...»?
       En nombre de Dios os lo pedimos; no, no cerréis entonces en su alma, con gesto brutal y egoísta, la puerta y el oído al divino llamamiento.
      Claro está que, ante un deseo de vida sacerdotal o religiosa, los padres tienen el derecho —y en ciertos casos aun el deber— de asegurarse que no se trata de una simple imaginación o un sentimiento que anhela un hermoso sueño fuera de casa, sino de una deliberación seria, ponderada, sobrenatural, examinada y probada por un sabio y prudente confesor o director espiritual.
      Pero, si a la realización de semejante deseo se quisiesen imponer retrasos arbitrarios, injustificados, irracionales, sería luchar contra los designios de Dios; y peor aún si se tratase de tentar, experimentar y comprometer su solidez y firmeza con pruebas inútiles, peligrosas, atrevidas, que correrían el peligro no sólo de disuadir y desanimar una vocación, sino aun de hacer dudosa la salvación del alma.


DON DEL CIELO

     Cuando Dios os hiciese un día el honor de pedir uno de vuestros hijos o de vuestras hijas para su servicio, sabed apreciar el valor y el privilegio de una gracia tan grande para el hijo o para la hija escogidos, para vosotros y para vuestra familia. Es un gran don del cielo que se os mete en casa.
     No creáis que estos corazones, entregados enteramente al Señor y a su servicio, os amen con un amor menos fuerte o menos tierno; el amor de Dios no niega ni destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva a una esfera superior, en donde la caridad de Cristo coincide con los latidos del corazón humano, en donde la caridad satisface esos mismos latidos y juntos se abrazan.
      Y, si la dignidad y austeridad de la vida sacerdotal o religiosa exigen alguna renuncia a ciertas manifestaciones del afecto filial, no lo dudéis: ese mismo afecto ni disminuirá ni se entibiará, sino que de la renuncia sacará un ardor más intenso y más profundo, y será más libre de todo egoísmo y de toda humana división, porque Dios sólo se repartirá con vosotros aquellos corazones.


NO TEMÁIS

      Elevaos en el amor de Dios y en el verdadero espíritu de fe, amados esposos, y no temáis el don de una santa vocación que desciende en medio de vuestros hijos.
      Para quien cree y se eleva en la caridad, para quien entra en un sagrado templo o en una casa religiosa, ¿no es acaso un consuelo, un honor, una felicidad el ver en el altar al propio hijo que ofrece el incruento sacrificio y pide a Dios que se acuerde de su padre y de su madre? ¿No hace vibrar con íntimos latidos el seno maternal, al ver a una hija, esposa de Cristo, que le sirve y le ama en los tugurios de los pobres, en los hospitales, en los asilos, en las escuelas, en las misiones y aun en los campos de batalla, en los refugios de los heridos y de los moribundos?
      Dad gloria a Dios y agradecedle que de vuestra sangre escoja, para servirle, sus héroes y heroínas predilectos; y no tengáis menos valor que muchos padres cristianos que piden a Dios se digne tomar su parte en la hermosa corona de su hogar, y están dispuestos incluso a ofrecerle el único retoño de sus esperanzas.


AYUDAD A CRISTO

      Vivís en un país de vieja fe católica, en donde el celo de los ministros de Dios vela sobre vosotros y os conforta en los trabajos y en las penas, en donde las iglesias y oratorios os ofrecen, para vuestra piedad y devoción, el pasto de los sacramentos, los oficios, las misas, la predicación, las obras santas, con todos los socorros que para bien de vuestras almas la solicitud maternal de la Iglesia multiplica en todas las circunstancias, alegres o tristes, de la vida.
      ¿De qué familia procede aquel sacerdote? ¿Por qué razón está entre vosotros? ¿Quién lo envía? ¿Quién le ha infundido un amor paternal para con vosotros y le ha dado palabras y consejos de amigo? Lo envía la Iglesia, lo manda Cristo.
      Y ¿han de ser solamente los otros quienes, dando a Dios sus hijos y sus hijas, os procuren y aseguren continuamente la recepción de tan gran copia de bienes espirituales? ¿Vuestra altivez patriótica se contentaría dejando enteramente a los demás el peso del sacrificio en favor de la prosperidad y de la grandeza del país?
      Ayudad a la esposa de Cristo, amados esposos, ayudad a Cristo, Salvador de los hombres, aun con los hijos de vuestra sangre; ayudadnos a Nos, indigno Vicario suyo, pero que llevamos en el corazón a todos los hombres como hijos Nuestros, ovejuelas reunidas en el único ovil o dispersas por áridos pastos; a todos somos deudores del Camino, la Verdad y la Vida, que es Cristo.
      Haced crecer a vuestros hijos e hijas en la fe, la cual nos hace alcanzar victoria sobre el mundo; no ahoguéis en su alma el espíritu que viene del Cielo; plantad en ella la fe no fingida, sino sincera, que el apóstol Pablo veía en su amado discípulo Timoteo y que antes había arraigado en su abuela Loida y en su madre Eunice.
No os resulte, pues, inoportuno, amados esposos, si a la Bendición Apostólica, que os damos con toda efusión de nuestro corazón de Padre para vosotros, y desde ahora también para los hijos que vinieren a rodearos, Nos añadimos la plegaria de que entre ellos el Divino Maestro, si así le agrada, os conceda el honor y la gracia de escoger «su parte» y os dé fe y amor para no rehusársela, sino para darle gracias no sólo como del mejor de sus beneficios, sino también como de la señal más segura de sus predilecciones para con vosotros y del premio que os prepara en el cielo
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Pío XII


194 Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo, que quiere corazones valientes y decididos. Vale la pena consagrarse al hombre por Cristo, para llevarle a Él, para elevarlo, para ayudarle en el camino hacia la eternidad. Vale la pena hacer una opción por un ideal que os procurará grandes alegrías. Vale la pena vivir por el Reino el celibato sacerdotal, vivirlo responsablemente, aunque os exija no pocos sacrificios. El Señor no abandona a los suyos. — JUAN PABLO II