CARTA A MI ABUELA volver al menú
 



      Con la obra «Como a través del fuego», J. Montaurier (Edmond Fleury) ganó hace años el Gran Premio Católico de Literatura.
      La noche de Navidad, el autor escribe una carta a su abuela en la que no le cuenta teologías abstrusas sino los detalles «teológicos» que a ella le encantarían.
      La buena mujer ya no está en este mundo. Pero igual da. Las cartas escritas con el corazón llegan siempre a su destino. No hay distancias, no cuenta el tiempo para el amor.
     Hoy, cuando todo va tan aprisa, conviene no segar las raíces. Las abuelas son nuestras raíces, el pretérito amontonado de los que no aspiramos a descender ni plagiar al orangután.

J.S.V.



      Las dos de la mañana. El tiempo es suave. Como si el viento se hubiese calmado adrede. Brillan las estrellas con una luz clara y no parecen ni demasiado cerca ni lejos.
      Acabo de vivir unas horas maravillosas. La vieja iglesia estaba abarrotada de feligreses. Llevaban años sin cura y temía hubiesen olvidado el tierno sabor de la misa del gallo.
      No tengo ganas de dormir, pese a la hora y el cansancio de todo el día.
      La buena gente ha ido a acostarse. Poco a poco han apagado las luces de las casas.
      Acabo de comer un poco de queso con medio vaso de vino.
      Me gustaría en este momento escribir una carta a un ser querido. Pienso en mi abuela.
      Si estuviera aún en este mundo, podría escribirle esta noche. Pondría cuidado en la letra para que pudiera leerla sin dificultad. Sería para ella como una visita, como un regalo, como una bendición. Se instalaría en el usado butacón de su pequeña alcoba e iría leyendo despacio mis palabras, acariciándolas. Seguro que intercalaría exclamaciones constantes.
      Le diría:


      Querida abuela:
      Es muy tarde, pero en esta noche de Navidad no puedo acostarme sin escribirte antes unas líneas.
      Te he echado de menos. Hubiera querido verte, como te veía siempre, ante la balaustrada de coro, con tu sombrero encañonado y aquella hermosa cinta que sujetabas en tu pelo con alfileres y llevabas siempre con tanto orgullo. Con tu chal, el libro de misa de grandes letras negras, tus lentes de pobre, los dedos hinchados, los ojos enrojecidos, con aquella sonrisa tan tuya, que no he vuelto a verla igual en otros labios.
      Te he echado de menos también porque esta noche no he bebido aquel chocolate ardiendo que preparabas para nosotros cada víspera de Navidad. No era chocolate en polvo como ahora. Tú rompías las onzas. Las hacías fundir. Dabas vueltas y más vueltas —lo recuerdo— con una cuchara de madera. Echabas «nuestro chocolate» en un gran tarro de barro. Sonreías. Lo colocabas en tu cama, igual que si acostaras a un niño en la cuna. Decías: «Dejadme hacer... Así, ahí. Va bien...». Te preguntábamos: «¿Crees que se mantendrá caliente, abuela?» Y respondías: «No temáis, pequeños». Era nuestra cena de Nochebuena. Tu cena de Nochebuena, tu alegría, tu océano de alegría.
      Volvíamos de la iglesia corriendo —¿te acuerdas?—. Y ya las tazas estaban llenas, la casa caliente, el chocolate espumoso, los pedazos de pan blanco, de «miga» decíamos.
      Te he echado de menos, abuela. Pero ya que puedo escribirte estoy contento de poderte contar que los críos de mi parroquia han estado magníficos. Hemos hecho la procesión desde la sacristía al pesebre dando dos vueltas a la iglesia. Los más pequeños dando tropiezos. El que llevaba el Niño Jesús iba más serio que un Papa. Por supuesto, había tenido mucho cuidado de atar bien al Niño en el cojín. Sus padres ni me veían, sólo tenían ojos para ellos. Los niños eran la Navidad.
      Cinco niñas iban vestidas de ángeles con sus alas doradas. Otras llevaban una estrella de papel de plata en la frente. Encontramos en la sacristía dos incensarios enmohecidos, los limpiamos y dos muchachos abrían la marcha balanceándolos. Las jóvenes cantaban: «Ha nacido el Niño Dios...». También tú lo cantabas, abuela, con tu timbrada voz, agradable y dulce. Era tu voz la que estaba oyendo.
      Cuando llegamos ante el pesebre, tomé el Niño y lo deposité sobre la paja. Toda la iglesia era una enorme emoción silenciosa. Al incensar al Niño le dije: «Protégenos, Jesús. Consérvanos sencillos. Haz que en esta parroquia nadie tenga miedo de ti... Lleva a mi abuela, más allá de los montes y las estrellas, un poco de alegría. Y si se le escapa alguna lágrima que sea de felicidad...»
      Si hubieses visto cómo ha quedado el pesebre, seguro que me habrías dicho «Muy bien, pequeño. Has trabajado de maravilla».
      Dije la misa con unos ornamentos viejos pero sin agujeros. Estaba tan bien vestido como cuando me mandabas a la escuela con la bata planchada, el cinturón reluciente y las botas, que limpiabas con grasa, pero que brillaban tanto. Prediqué. Sabes que me gusta predicar. Me escuchaban con atención. Quizá porque repetía las palabras que tú me enseñaste. ¡Los veo peor ahora que llevo gafas para verlos mejor, según dicen! Pero los siento y esto basta. No han comulgado muchos, pero te aseguro que hubiesen podido comulgar todos, porque sus corazones estaban al rojo vivo.
      Termino, abuela. No pases pena por mí. Cuando reces tu rosario no te olvides de mis gentes y de mí. Ahora voy a acostarme.
      Tu «pequeño» que te quiere y te besa
                                                                J. M.

OTRA ABUELA


      «Aquí hay una vieja que no sé qué piden, me ha dicho el portero.
      He bajado. Una abuela viene a mi encuentro:

      —Quiero una insignia encarnada de esas que llevan las madres de los sacerdotes. No de botón, sino de imperdible.

      —Es que mi nieto estudia el décimo curso y pronto será sacerdote. ¿Le conoce usted?

      —Yo quiero que me amortajen con la insignia. ¿Verdad que no está prohibido?

      —Es que es distinto llegar allá y poder decir: «Mi nieto, el Alberto, dice misa, señor san Pedro». ¿Cuánto cuesta?

      He ido por la insignia. Pensé regalársela, pero lo hubiera tomado a mal. Contó las pocas monedas como un niño que ilusionado alcanza por fin su codiciado y largamente soñado juguete. La besó dos veces. Se la prendí en el pecho.

      —¿No me dirán nada de llevarla ya ahora? Mire que faltan todavía dos años...

      «Todavía dos años.» Y luego dirán que el tiempo pasa veloz. Para la abuela de Alberto esos 24 meses cuánto costarán de pasar. Pero ella resistirá. Estoy seguro.
      Mientras se alejaba pequeña, arrugada, esperanzada, me acordé del comienzo de la segunda carta que san Pablo escribió al joven Timoteo:
      «Doy gracias a Dios, a quien sirvo, a ejemplo de mis mayores, con pura conciencia, y sin cesar hago memoria de ti en mis oraciones noche y día, deseoso de verte, acordándome de tus lágrimas, para llenarme de gozo con la memoria de tu sincera fe, que fue también la de tu abuela Loida, y la de tu madre Eunice, y que no dudo es la tuya» (2 Tim 1, 3-5).
      La historia se repite: «Tu sincera fe, que fue también la de tu abuela». Tu sincera vocación, que fue también la de tu abuela...

      P. D. La abuela murió 4 semanas antes de la primera misa de Alberto. Estaba ya muy achacosa y, como es muy posible que los médicos no la hubiesen dejado salir de casa, pienso que ella se las arregló así para ver la misa desde allá arriba, desde «preferencia».

    J. S. V.
 


179 Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo, que quiere corazones valientes y decididos. Vale la pena consagrarse al hombre por Cristo, para llevarle a Él, para elevarlo, para ayudarle en el camino hacia la eternidad. Vale la pena hacer una opción por un ideal que os procurará grandes alegrías. Vale la pena vivir por el Reino el celibato sacerdotal, vivirlo responsablemente, aunque os exija no pocos sacrificios. El Señor no abandona a los suyos. — JUAN PABLO II