DE RODILLAS volver al menú
 


      Tenía que dar unas conferencias sobre la vocación.
     Al enterarse Luis, un amigo mío, me preguntó:
     —¿Y no tienes miedo?
     Claro que lo tenía. Y mucho. Porque aquel auditorio era de «sabios», y los sabios casi no tienen remedio.

     El sabio-ignorante, escribió Ortega, es un señor que se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de a quien en su cuestión especial es un sabio. Quien quiera puede observar la estupidez con que piensan, juzgan y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los problemas generales de la vida y el e mundo los «hombres de ciencia», y claro es, tras ellos, médicos, ingenieros, financieros, profesores, etc. Esa condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados.

      Me distraje pensando esto. Cuando aterricé de mis reflexiones vi a Luis preocupado, esperando una respuesta.
      — No, Luis no tengo miedo, porque estoy dispuesto a ponerles de rodillas.
      Me miró extrañado. ¿Cómo era posible que todo un profe pedagogía estuviese dispuesto a recurrir a un método tan poco pedagógico?
      No, no se trataba de castigarles. Con lo de «ponerles de rodillas» quería decir que me esforzaría en crear un clima previo de oración. ¿Cómo hablar de la llamada de Dios sin verle con ojos de fe, sin recordar que «todo, aquí abajo, se sostiene por Arriba»?

      El hombre de hoy, oficialmente o sin oficializar, piensa «a lo sabio». Con otras palabras, piensa desde él y para él. No es que niegue que Dios sea Dios. Pero afirma sobre todo que él es él. Tiene que «autorrealizarse». Y piensa que todo lo que se oponga a ese «yo mismo» p va contra su ser.
      Las palabras del coro de Antígona: «Existen cosas grandiosas, pero no hay n nada más grandioso que el hombre», las encuentra sencillamente exactas. Y se las aplica sin el más mínimo descuento.
      (No hace mucho me sugirió un amigo que publicase una postal, y hasta un póster, con esta frase de Sófocles.
      No caí en la tentación, porque fuera de su contexto es totalmente falsa.
      En la tragedia griega el coro va comentando la acción. Tras el diálogo entre Creonte y el guardián que le comunica la desobediencia a sus órdenes, vienen las estrofas del coro en torno a la grandeza del hombre, dominador del mar, la tierra, las aves casquivanas, las criaturas del ponto, el corcel de cuello melenudo, el toro infatigable, las lluvias inclementes... Pero para el trágico griego era impensable no suponer y acatar el poder sobrehumano de los dioses, a los que explícitamente alude inmediatamente. Para él imaginar lo contrario hubiese sido blasfemo).

      En una tertulia pedagógica invité a un grupo de universitarios a comentar aquellos doloridos versos de A. Machado ante la muerte de su joven esposa: «Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar».
     Sólo uno se extrañó del tercer verso. Y sugirió, más feliz en la idea que en la expresión, modificarlo así: «Mi voluntad, Señor, no debe ir contra la tuya».
     
     
      Nuestra manera corriente de entender la vocación es antropocéntrica. La de los apóstoles era teocéntrica.
      Nuestra manera de sentir la vocación es individual. La suya, comunitaria. La vivían como pueblo de Dios. No era mérito personal. La habían heredado, porque su pueblo había caminado cuarenta años por el desierto, había avanzado trabajosamente siglos y siglos para que, por fin, pudiese florecer en él el Enviado, el Esperado. Reales, proféticas o sacerdotales, las vocaciones del Antiguo Testamento, todas están completamente al servicio de Dios y sólo por Él tienen su razón de ser. De todas podrá decir Yahvé, como de la de Ciro: Por amor de mi siervo Jacob, por amor de Israel, mi elegido, te he llamado por tu nombre.
      En el Nuevo Testamento, el matiz comunitario continúa idéntico: «Cada persona no constituye por sí sola un fin último. No es un pequeño mundo absoluto e independiente. Y Dios no nos ama a cada uno como otros tantos seres separados» (Lubac).
     Dimensión comunitaria de toda vocación y dimensión comunitaria en el descubrimiento de toda vocación. «La vocación aparece en el momento en que el individuo reconoce que no puede ser para sí su propio fin, que sólo puede ser el mensajero, el instrumento y el agente de una obra con la que coopera y en la que el destino del universo entero se halla interesado» (Lavelle).

     Entonces, ¿la vocación es una imposición de Dios contra mis gustos, contra mis tendencias, contra mis anhelos más profundos? Pero ¿por qué pensar que mis gustos, mis tendencias, mis anhelos profundos, si son auténticos, tienen que ir contra Dios? ¿Es que el Creador de no nos hizo a su imagen y semejanza, por fuera y por dentro?
      La vocación, la llamada del Padre a sus hijos que peregrinan, se parece a un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que una intervención brutal del Eterno en el tiempo, más que un aerolito caído del cielo, es una correspondencia amorosa, es una amistad.
      De la vocación de los apóstoles sólo nos fijamos en el momento en que Jesús a los llama formalmente (Mt 10, 1-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 13-16). Pero sería lamentable confundir árbol con sólo la rama más alta, amor con sólo el instante en que después de muchos ensayos previos se pronuncia el «sí», trigo con la tarde de la cosecha, vocación con la llamada solemne y formal. Antes han existido semanas y semanas de «labor oscura y tenaz, obra de la palabra viva vertida un día y otro día en la intimidad del afecto que crea el trato, mirándose maestro y discípulo a los ojos, sintiéndose mutuamente la respiración cálida» (Unamuno).
      Para Juan, por ejemplo, empezó mucho antes. La tarde en que, al pasar Jesús, el Bautista le llamó «Cordero de Dios». Juan y otro le siguen. —«¿Qué buscáis?» —«Maestro, ¿dónde moras?» —«Venid y ved». Fueron, y vieron dónde moraba, y permanecieron con Él. Eran como las cuatro de la tarde (Jn 1, 35-39). En una época en que no usaban cronómetros es significativo este detalle señalado por Juan muchísimos años después. Es el recuerdo amoroso de una intimidad nunca olvidada.

     Ser apóstol (enviado), ser cooperador de los apóstoles (sacerdote), es un oficio, un servicio, un ministerio, una diaconía, una actividad personal realizada en orden a la comunidad con un fin trascendente, por parte de quienes ya no son siervos, sino amigos, porque conocen ya al Padre (Jn 15, 14-15).
      Porque había murmuraciones de los helenistas contra los hebreos de que, en el servicio diario, sus viudas eran dejadas a un lado, buscaron siete hombres — siete diáconos— a quienes pusieron a cargo de este servicio, mientras los apóstoles se dedicaban al servicio de la Palabra.
      Ser sacerdote es servir. Se sirve cuando es necesario un servicio. Se sirve no porque guste o deje de gustar, sino porque el Señor, que siendo Dios no vino a ser servido, sino a servir, fundó un gremio, un pueblo, una Iglesia de servidores.
      El sacerdote es el cocinero de los cristianos. Los cristianos tienen que alimentarse en su peregrinar hacia la casa del Padre con el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. Por esto los sacerdotes se lo preparan y se lo sirven.
      Servir: un verbo que sólo se aprende a conjugar de rodillas
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     Jorge Sans Vila


172 Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones los apóstoles, desfallecidos por la fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. Las familias cristianas valoren bien su responsabilidad y entreguen sus hijos con alegría y gratitud para el servicio de la Iglesia. — JUAN XXIII