COMO UNA LLAMA ENCIENDE OTRA LLAMA volver al menú
 

 

      Dos textos que merecen figurar en una antología vocacional. Diagnóstico certero de la realidad juvenil el del cardenal, pronunciado el 17 de junio de 1978, en el IV simposio de obispos europeos.
      Meta indiscutiblemente cautivadora, el de Mons. Riobé.
      Porque los jóvenes —y ya es hora de que los que se dedican a las estadísticas midan algo más que periferias— creen, y con toda el alma, cuando se les presenta un credo creíble.
      Creen, y se comprometen partiendo el Pan y la Palabra, porque «nos toca a nosotros, de nosotros depende el que la Palabra de Dios no se pierda».

J. S. V.


      ¿Cuándo nos será dado, libres de fórmulas exangües y abstracciones, confesar nuestra fe en el Espíritu Santo por medio de una palabra capaz de pasar de un corazón a otro, como una llama enciende otra llama?
      Creer en el Espíritu es creer en la vida, creer que toda nuestra vida tendrá en Él, definitiva, victoriosamente, la última palabra frente a todas las fatalidades de disgregación, de inmovilismo y de muerte.
      Creer en el Espíritu es creer en la historia como historia de salvación, como historia de la liberación del hombre, de todos los hombres.
      Creo en el Espíritu Santo no como «salida de incendios», sino como la única esperanza que, en definitiva, puede animar la historia de los hombres.
      Creo en el Espíritu que anima hoy los grandes movimientos de liberación que buscan una universalidad humana concreta, diversa, capaz, por tanto, de comunión a nivel de la dignidad igual y del libre encuentro del hombre y de la mujer, de las etnias, de las culturas.
      Creo en el Espíritu que vibra en los gritos del tercer mundo como una llamada a compartir los bienes de la tierra, el respeto a los pueblos durante tanto tiempo menospreciados, el diálogo con las civilizaciones acogidas en sus diferencias y en su originalidad.
      Todo hombre es mi hermano porque somos hijos de un mismo amor. Todo hombre es sagrado porque todo hombre es hijo de Dios.
      Y creo en el Espíritu que simultáneamente hace crecer en nuestros países, de una manera a veces salvaje, desconcertante, una gran búsqueda de sentido.

      Fuera de nuestra Iglesia, me consta, muchos hombres buscan al Dios de amor que sólo el Espíritu puede concedernos conocer y amar. Lo lamento, pero les comprendo. Todas las instituciones, todos los signos, aun los más sagrados, se degradan si no aceptan cambiar de piel cada primavera, por grande y profundo que sea el desgarramiento y el sufrimiento que supone. Nuestras comunidades, como todas las instituciones, no pueden verse libres del tiempo y su desgaste.
      La Iglesia, en diversos momentos de su historia, ha tenido miedo del Espíritu, ha dejado de ser mística y creativa para convertirse en jurídica y moralizante. Entonces el viento del Espíritu ha soplado en la periferia y a veces contra ella con una gran exigencia de vida creativa, de justicia y de belleza. «Hay ateos que chorrean palabra de Dios», decía Péguy. Lo cual sigue siendo verdad.
     Creo que Dios nos acompaña a todos en nuestra aventura humana y que sólo su presencia es eterna, y no las estructuras, las palabras, las imágenes que, poco a poco, al paso de los siglos, hemos adoptado para señalarnos a nosotros mismos su compañía. Nuestra Iglesia no tiene nada que temer de las críticas que le vienen de fuera cuando sabe escucharlas como una llamada de Dios.
      No tiene por qué echar el cerrojo para disponer con más seguridad de sí misma. Ella se recibe, a cada instante, de Dios para ser constantemente enviada, para su inmersión en el mundo, pobre, modesta, fraterna, mensajera de alegría, dando su voz a los pobres, a los hombres a los que se tortura o se mata, a todos los que nos gritan silenciosamente el evangelio.
      Ésta es para la iglesia, y para todo cristiano, la necesidad, a veces la urgencia, de discernir y de fundamentar la razón de sus actitudes, de sus juicios, de sus reacciones ante todos los grandes movimientos de la historia.
      Discernir sin apagar o entorpecer el libre florecer del Espíritu y de la vida que suscita.
      Así es como podremos encontrar la actualidad de los grandes sueños humanos, brotados del corazón del hombre como sucesivos pentecostés. Es Dios quien, por medio de todo el movimiento llamado profético, defiende su obra, e impide que se la mutile y se la paralice. Hay, en lo más ordinario de la vida, un verdadero don del Espíritu en tantos seres vivos que no cesan de reinventar el amor y la alegría profunda de ser. Aflora a veces en la superficie de la historia con un dom Helder Câmara, por ejemplo. La Iglesia debe de nuevo dejar que la palabra de Dios fecunde la historia.


      En medio de las necesarias contingencias, mi fe siempre va más allá.
      Deseo que entre cristianos, de nuevo divididos, seamos capaces de celebrar juntos, en la fe más pura, nuestro amor a Jesucristo que supera nuestras querellas momentáneas.
      Deseo que entre creyentes, a la búsqueda de nuestro único Dios de amor, sea posible reunirnos a veces, aunque sea en el silencio de nuestras oraciones diferentes, en la unidad del mismo y único Espíritu que nos hace clamar «Abba», Padre.
      Deseo que entre los hombres pongamos en común toda nuestra fuerza de amar para que los hijos de mañana conozcan el fin de la injusticia y del odio.
      Comulgo así con la esperanza de todos los que están convencidos que un mundo de respeto, de justicia, de igualdad y de amistad es posible.
      Me siento solidario con los que luchan con su vida.
      Y me alegra que actualmente muchos jóvenes estén empeñados en rehacer nuestro mundo.
      Todos tenemos cita con este amor desconocido que no podemos ni nos atrevemos a nombrar por miedo a encerrarlo en los límites de nuestro tiempo.
      A lo largo de las etapas distintas de su vida cada uno lo acoge y lo proclama a su manera.
      A lo largo de los distintos instantes del despertar espiritual del hombre, cada civilización lo recibe y lo expresa en su cultura.
      Porque es la humanidad toda la que tiene cita con Dios: ¿en su nacimiento? ¿en ciertos momentos de su historia?, ¿en el apogeo de su evolución? No lo sé. Es el secreto de Dios y no el mío, pero creo que está y estará ahí, de manera inesperada, en los encuentros de la historia humana, como lo está y lo estará en los encuentros de cada una de nuestras historias personales.
      Me basta con encontrar en esa inmensa esperanza una gran parte del evangelio.

      Y aquí viene el recuerdo de Jesús de Nazaret. Yo lo encuentro hoy en el corazón del pueblo de buscadores de Dios. Sí, creo que Jesucristo está vivo, resucitado, manantial del Espíritu, que es una persona presente, que puede ser amigo de los hombres, y que esta amistad es la meta de toda la vida. Ser cristiano, después de todo, ¿no consiste en saberse continuamente regalo de Cristo igual que se es fruto de una mirada de amor? Cada día tengo la impresión de encontrar a Cristo por primera vez.
      Me basta con creer que al volver a su Padre, después de la resurrección, Cristo nos ha hecho libres por el don de su Espíritu y que ha abierto a nuestra responsabilidad, hasta que venga y para que venga, el horizonte de la historia.
      Nunca terminaremos de avanzar por este sendero de libertad creadora, responsables ante Dios, de aprender a vivir y a morir.

G. M. Riobé


      El 1 de noviembre, a las 4 de la tarde, hablé a un buen grupo de vocacioneros —unos seiscientos— sobre «El compromiso de la juventud hoy».
      Pese a la hora, notablemente digestiva, me consta que no se durmieron.
     No se durmieron porque de entrada les vacuné contra toda posible dormición leyendo (en realidad creo que fue rezando: única manera de comprenderla) la profesión de fe de Mons. Riobé «Como una llama enciende otra llama», y comentando estas palabras del Card. Etchegaray:

      Nos resulta difícil hablar de los jóvenes, tan inestables, tan variados, herederos sin herencia, viajeros sin equipaje y sin billete. Les miramos como un etnólogo que describe una tribu lejana y feroz.
      Nos resulta difícil hablar de los jóvenes, porque no les tratamos casi o sólo conocemos a los «bien catalogados». Según la especie encontrada, podemos ser o excesivamente optimistas o excesivamente pesimistas.
      Con demasiada frecuencia, les juzgamos antes de haberles escuchado, o nos cuesta prestar atención a sus preguntas nuevas y frecuentemente desconcertantes, porque a nadie le gusta que le zarandeen en su tranquilidad.
      Los jóvenes ¿no muestran con su conducta, a veces extraña, las contradicciones del mundo en que vivimos y que ellos rechazan? Lúcidos hasta ser feroces, exigentes hasta ser injustos, vuelven la espalda a lo que creen encontrar en nosotros de formalismo, de rutina, de hipocresía. Se comprende que a punto de asfixiarse, luchen como pueden y profieran gritos que tienen más de «¡socorro!» que de rebelión.

Roger Etchegaray

171 Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones los apóstoles, desfallecidos por la fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. Las familias cristianas valoren bien su responsabilidad y entreguen sus hijos con alegría y gratitud para el servicio de la Iglesia. — JUAN XXIII