MONÓLOGO DE LA CARMELITA volver al menú
 

 

     Todos los conventos de monjas de la antigua observancia huelen a convento de monjas de la antigua observancia. Pero los del Carmen descalzo tienen su olor propio, que se debe sin duda a las sombras.

     —En la celda, sólo tenemos un jergón, una palangana y un botijo, una estera para sentarse en el suelo, una bombilla, un poyo. Y una cruz desnuda. La celda es una maravilla. Pasamos en ella mucho tiempo, somos ermitaños. Los únicos «bosques y espesuras del Amado» que se divisan son dos chopos. Andamos mal de sueño.

     La monja monologaba tras las rejas.

     —La noche del primer día sentí una sacudida. Siempre me acordaré. Estaban arrodilladas todas sobre el suelo, sólo una leve luz en el altar, todas quietas. Únicamente se oía algún crujido de la madera, la ronca respiración de una anciana. Aquello parecía un calabozo de la Inquisición. Las miraba de lejos, absurdas, de otro mundo. Pensé que tendría que huir, que no lo aguantaría.

     Era una monja joven, con la edad indefinible de las monjas del Carmen descalzo.

     —Me quedé. Me quieren, me quieren de manera indecible. Y entre ellas se quieren. Están encerradas aquí juntas dos mujeres que si fuesen vecinas en una calle cualquiera se pasarían el día arañándose. Se sientan la una junto a la otra y no es poco lo que se hacen sufrir. Pero se quieren. Nunca creí que fuese posible un amor tan voluntarioso, tan acrisolado, tan limpio como el de estas dos mujeres.

     La joven ingresó tras estudiar en la universidad, después de alguna tormenta.

     —No, con la ayuda de Dios no me marcharé. Nunca me ha costado amar. Para mí, amar era un sentimiento tan natural como respirar. Después amar consistió en vivir a lo loco. Como un pajarillo que pasa sin detenerse en ninguna parte. Todavía soy un pajarillo que pasa. Es lo que estas buenas mujeres nunca entenderán de mí. Ellas son de nido, yo soy de paso. Soy una mendiga con ansia de huir, encerrada sólo porque Dios lo quiere.

     Llevaba el hábito del Carmen descalzo, tan hermoso como el peplo de las panateneas.

     —No, no me marcharé. Quiero a estas mujeres. Me siento atada a ellas alma a alma. Mi carne. Los de fuera no podéis saber cómo se puede llegar a encontrar gusto en el olor de los garbanzos o el frío de la niebla, qué ternura dan las estampitas o las canciones dulzonas, cuando te das cuenta que a pesar tuyo son tu propia carne. Cuando son la señal de la hermana de al lado en el coro, y de las otras.

     Había levantado un poco la cabeza.

     —Tengo paz. Fuera de aquí todo el mundo quiere ser feliz, todo el mundo quiere dejarse llevar por el torbellino de la vida. Lo dicen todos. Nunca he visto a nadie feliz sin Dios. Sólo Dios da paz.

     Volvía a doblar la cabeza levemente.

     —Las más hermosas palabras de la Biblia son: «Hijo mío, tú siempre estás conmigo». El muchacho había sido fiel. Mientras el pródigo huía de casa, él trabajaba en el campo, ayudaba a su padre, no se alejaba de los suyos. Sin una fiesta, sin un cabrito para una merienda con los amigos. No se daba cuenta que la verdadera fiesta estaba en tener al padre a su lado. Así, como suena. Nosotros quisiéramos comernos felices todos los cabritos que la vida nos ofrece. No los tenemos y nos quejamos. No los tenemos y dejamos de creer en Dios.

     Ahora miraba hacia dentro.

     —Dios sólo dice: «Hijo mío, tú siempre estás conmigo», Dios es nuestro galardón. Ay, no me sé explicar. Sólo sé que Dios te llena las entrañas hasta sentir que estás a punto de estallar. Poco importan las debilidades, si Dios está contigo. Dios te llena de silencio y te conviertes en un saco de semillas.

     Miraba lejos.

     —A veces tengo vergüenza de gozar de paz mientras los otros no la tienen. Si pensase que aquí dentro había de tenerla para mí sola, saldría a esparcirla.

     Las manos se le echaron a volar.

     —Me quedaré aquí. Somos el granero de la paz de Dios porque vivimos en el silencio. Dios pasa por esta casa, recoge unos cuantos sacos de paz y los esparce por el mundo. Pasa y vuelve a pasar. Cada vez sale cargado con sacos de semillas. Somos el granero de la paz.

     Se quedó muy quieta.

     —En la tristeza del ruido somos la paz del silencio. Somos la promesa del paraíso.

     Parecía una espiga de trigo.

Josep M. Ballarín


169 Estaba atado. Tenía que escoger galeras hallándose atado a galeras. Una paradójica libertad. Puede que exista una libertad mayor que la de escoger lo que nos dé la gana. La libertad de vivir, y caminar, y buscar, y encontrar. El roble es libre cuando tiene tierra y aire para crecer y vivir. El caballo es libre cuando tiene la pampa para galopar. El hombre tal vez sea libre de veras cuando tiene la inmensidad del amor de Dios para vivir, correr, buscar y encontrar.— J. M. BALLARIN