DIARIO DE UN MISIONERO II volver al menú
 

     El diario de este misionero se está convirtiendo para muchos en necesidad vital: leer sus andanzas alarga la vista, ensancha el corazón y obliga a descubrir que muchísimos importantes quehaceres nuestros sólo son intrascendentes e insignificantes pequeñeces.
     Sí, bienaventurados los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia, que pregona la salvación lejos y cerca.

J.S.V.



CAVANDO Y SEMBRANDO

     Hace un mes que llegué de vacaciones.
     Al principio quedé un poco desconcertado. La Misión casi invisible por la hierba que la cubría (el jardinero Ruben se había «fugado» hacía tiempo). En la iglesia, la lámpara del Santísimo apagada (el Cristo «ahumado» invisible). La casa sin barrer. La cochera amenazada por las ratas, intranquilas por mi pronta llegada. El motor de la luz estropeado y el del agua. La radio sin baterías (no se encuentran en el país desde hace meses). Muchas cartas sobre la mesa, sin humor para leerlas. Las cuitas de Fabiano: su motocicleta tampoco funciona, dos monos que le había encargado cuidar se le escaparon (aunque después me enteré de otras versiones peores), le robaron 35 gallinas el día de Navidad...
     Hoy lo he pasado con mi pueblo, los agricultores. Tocaba trabajar aquí y con mi azadón les acompañé. Acercarse al pueblo y convivir con ellos, creo es el mejor método de edificar comunidades cristianas. Nos conocemos más. Hay más confianza. Se habla de todo sin «cátedra». Se enseña de todo: biblia, catecismo, y se aprende a escuchar.
     Uno de ellos se «reveló» a los demás mientras cavaba la tierra: «No tengo arreglado mi matrimonio». Yo lo oí. A mí me lo había dicho en el despacho parroquial, pero ¡qué «hermoso» es confesarlo en pleno campo! ¿No estaba ya este hombre en camino de salvación?
     Seguimos con lo nuestro: cavando y sembrando. Suse declara que hay muchas tentaciones en su vida y Satanás anda por ahí, sobre todo por las cervecerías, «como un león rugiente» añado yo. Carcajadas.
     Toda la mañana en contacto con el pueblo. Pendientes quedaban cartas que contestar, programas que planear, preparar la homilía...
     En mi habitación seguían los niños jugando con el «diablotin» y los rompecabezas.
     Otro día más en África con noticias de 7 misioneros asesinados en Rhodesia... ¿Acaso no es éste el camino que todos deberíamos seguir? Morir así, por testimoniar la verdad y el amor a los hermanos... El martirio como sueño y la vida como martirio. En puente.
     Al terminar la faena, Mulenga daba gritos de alegría por unas hierbas comestibles que le di. «Hoy puedo comer». Me quedé sorprendido. Este pobre hombre puede satisfacer su hambre con lo que hemos plantado en el huerto.
     «¿Por qué no plantar más —dije al consejo parroquial— para hacer más visible (comestible) nuestro amor fraternal a los pobres?»


SILVIA

     Venía tiritando. Con el vestido mojado. Y encima se reía.
     Al acercarse a mí noté su temblor indefenso. La llamé por su nombre: «Silvia, por favor, cámbiate de vestido, que si no vas a coger una pulmonía que te llevará al otro mundo». Ella seguía riendo. «Coger una pulmonía», ¡qué frase! «Cambiarse de vestido», pero ¿cómo?
     Miré en el armario y por fortuna había un vestido —el justo— para Silvia, niña de unos 9 años.
     Se lo puso. Y me miró. No hubo palabras. Sólo la pequeña Mary repetía: «¿Y ahora este vestido es suyo?».
     Cada vez que se acercan los niños a mi habitación —todos los días— descubro que a través de sus vestidos, de sus miradas, de sus silencios, les falta algo. Me miran. Ya lo sé. No puedo quedarme insensible, pero tampoco puedo «remediarles» sus situaciones.
     Sí, juego con ellos. Les trato de comprender. Pero al final ellos se van por la «vía estrecha». ¿Comerán hoy? Quién lo sabe. Se vestirán mañana para ir a la escuela. Y si llueve, ¿encontrarán en el «armario» otro vestido?
     Cierro la puerta y hago la cena, que aun siendo una tortilla la mayor parte de los días me sabe «amarga». La comparto conmigo mismo. Nadie se va a adelantar para «arrebatarme» mi porción. En sus mesas habrá un plato solo y muchas manos que se encontrarán unidas en el «vacío». Quizá mañana habrá más fortuna.
     Silvia pasa por mi puerta todos los días para ir a la escuela con su uniforme azul, sabiendo que ahora le queda otro vestido de color rosa en casa, por si acaso llueve. Sin embargo «sus casos» no están solucionados. Les falta algo que a nosotros nos sobra.


SYLVESTER

     Kabwata. Tocaba trabajar en el campo de la iglesia local y plantar «patata dulce». A las 8 ya estábamos allí haciendo «comunidad de base».
     11.30, sudamos. Hace un sol de tormenta... Cerca hay un «cililo» (funeral). Los familiares y vecinos llevan esperando tres días por el cadáver. Lo han traído hoy. Era un niño de tercer grado, todavía catecúmeno. Le llamaban Sylvester aunque todavía era «mabisa». Murió atropellado por un camión el domingo.
     Me siento cansado, pero voy. Es la gran ocasión de proclamar la palabra de Dios. Celebro la misa al abierto, debajo de un árbol. La gente, pueblo de Dios, ahora más que nunca, se va sentando alrededor de mi altar: un bidón.
     Y allí en el silencio del bosque se hace otra vez presente el Misterio.
     Ellos lo «ven». ¿Lo creen? Aquel catecúmeno (mabisa) en su bautismo de deseo habrá percibido ya los frutos de la Resurrección.
     La homilía se alarga. No hay prisa. Además, por «error» la caja del difunto era pequeña. Se ha tenido que alargar, sin prisas, con los materiales del bosque disponibles. La gente no se impacienta. Yo esta vez tampoco.
     No cabían raciocinios. «Si la caja es pequeña, hay que agrandarla»... Pero «¿por qué no la midieron antes?» Otro raciocinio. El pasado ya no existe. Casi ni el presente. «Alargar el tiempo», ¡qué maravilla, ¡qué «privilegio»!
     Y ahora al «cementerio» que es todo el bosque, con un trozo reservado para las sepulturas.
     Está a unos 4 km. Me piden que lleve yo al difunto en mi coche. Así lo hago.
     Vamos despacio. Improvisando el camino, hasta que ya no se puede «improvisar» más. Todavía queda otro km. a pie y salvando la hierba.
     Bendigo la sepultura y rezamos por unos momentos. Adiós, mabisa, tú eras catecúmeno pero Dios anticipó tu nombre que sería Sylvester.
     Volvimos cansados. Yo un poco mareado. Sin comer nada. A pleno sol. Consciente, una vez más, que para hacer comunidad has de trabajar con tu gente, llorar con ellos, esperar con ellos la total liberación... y «volver por otro camino» a una vida más sencilla, compartida, comprometida.


TWAPENGA

     Increíble. Mejor dicho, impasable. Sólo Dios sabe cómo pude pasar, porque fue Él quien me llamó y me «obligó» a buscar a aquel enfermo.
     Yo me negaba a ir. Me parecía atentar contra la realidad de un camino hecho laguna a lo largo de 8 km.
     Miré al que trajo la razón... Observé cómo unas nubes negras estaban a punto de desatarse precisamente en la dirección que íbamos. Miré el reloj (tiempo perdido). Una hora impropicia para cualquier desplazamiento con la oscuridad ya encima... Me miré a mí mismo (a la sartén vacía: necesitaba comer algo). Y sin más consideraciones nos precipitamos en la aventura de encontrar al enfermo a través de 8 km. impasables.
     Llegamos, por fin. Yo estaba «tenso». Casi ni saludé al personal. El camino me había como «amordazado» el corazón. Y faltaba la vuelta. ¿Volveríamos?
     En el poblado de Mushito dije cosas al sultán y a los demás. Sin enfadarme. «A ver si arreglamos el camino, es por vuestro bien».
     Después pensé que son ellos los que sufren, los olvidados, los que viven en la otra ribera, mientras nosotros seguimos «rellenando» documentos y preparando nuevo material antropológico, con citas de autores contemporáneos...
     «Twapenga» (sufrimos) en el dialecto lamba es otra versión más directa, más dolorosa, del «twacula» (sufrimos) en cibemba. Hay que saber cómo los dolores son más agudos cuando se expresan en la lengua coloquial. «Soy yo y mi hijo —decía aquella mujer— los que twapenga». ¿Yo? Yo sufría por otros conceptos... ¿Volver? El coche parecía una barca navegando en la oscuridad, con la luna como espejo prolongado. Más de una vez noté cómo el agua nos arrastraba. ¿A dónde íbamos? ¿Por dónde?: «twapenga».
     Los dejé en Miengwe, sin saber si dormirían aquella noche y en qué condiciones, ya que este pequeño dispensario sólo tiene dos camas y estaban ya ocupadas.
     Yo me vine porque tenía prisa (¿prisa?) y porque el coche andaba como a tirones... y porque mañana tenía una reunión importante con el consejo parroquial y debía prepararla. ¿Prisa para cenar?
     Analizando mi experiencia de hoy, ante Jesús Sacramentado, no creo que este safari dejara ver el rostro de Jesucristo compasivo. Fui duro. Tenso. (Los caminos así me duelen, me hieren). El miedo a quedarse encharcado durante toda la noche... crea una psicología que impide aceptar y «colaborar» con la realidad tal como es.
     Hay que aprender a ser siempre de otra manera: creativa, constructiva... allí donde sólo se hace camino... nadando.


LA SEÑORA RANKENS

     Cerca de la misión vive la señora Rankens, viuda, zambiana (y blanca de color). Pasa de los 60 años.
     Hoy por la tarde he ido a visitarla.
     Su marido se murió de cáncer hace 12 años. Vive sola en una granja de 1.000 hectáreas de terreno.
     Un pequeño río atraviesa la granja: «Mi marido y yo descubrimos este manantial y lo hemos hecho río».
     Camina con una cacha, y se para de vez en cuando. «No se extrañe, Padre, padezco reuma». «Dos de mis hijos viven en Rodesia y los otros, uno en Chipata y otro en Kitwe. Si estuvieran aquí ¡esto sería un paraíso!».
     Hay un silencio impresionante alrededor nuestro.
     Dos chicos cargan el abono en mi coche.
     Su casa —grande y vieja— está habitada por la soledad y un cocinero ennegrecido por los años.
     —Y usted, señora Rankens, ¿cómo es que vive sola en esta pequeña selva, ya 12 años? ¿No sería mejor para usted vender la granja y marcharse a vivir con sus hijos?
     —Padre, excúseme, ¿por qué no deja usted a Zambia y se marcha a su tierra? ¿Acaso no tiene allí trabajo?
     La pregunta me hiere. No sé qué responder. Me excuso diciendo:
     —Es que nosotros somos misioneros y estamos aquí por vocación...
     —Pues eso es precisamente lo que nos pasa a nosotros. Ésta es mi casa, ésta es mi granja. Mi marido está enterrado «ahí».
     Unas cañas de bambú ocultan la sepultura... «ahí».
     Nos quedamos en silencio. Una lágrima resbala por sus ojos.
     —Venga a tomar una taza de té, Padre.
     —Sigo pensando que usted podría estar «tan bien» con sus hijos...
     —Padre, hay cosas que no se entienden si no se viven. Mi vocación es estar «aquí», vivir «aquí, morir «aquí» por el bien y progreso de Zambia.«Aquí» me siento feliz.
     Los chicos han acabado de cargar el abono. Me llaman.
     La señora Rankens tiene más de 100 vacas y una gran plantación de naranjos.
     Cada mañana va a la ciudad para vender sus productos.
     Durante 3 meses que yo no disponía de coche ella me llevó a la ciudad de Ndola para hacer las compras y recoger el correo.
     Yo estoy confuso... vocación de granja permanente, pienso.
     La vocación misionera ¿no sería algo parecido (y más allá) a la vida de esta señora siempre en su granja? (Su marido estaba «allí», sus hijos habían nacido «allí», las vacas... los naranjos... el manantial que era río, ¡yo lo vi!).
     ¿Me podía quejar yo —sin estar todavía 12 años en África— que también vivía solo? ¿Acaso mi vocación no debería ser: vivir «aquí»? (Mi gente estaba aquí, había empezado una misión nueva, iglesia, pozo, ¡también yo había plantado naranjos!).
     —Señora Rankens, venga a ver la misión. Quizá nos pueda echar una mano en el curso de labores domésticas.
     —Iré un día, no se preocupe. Y, ya sabe, si necesita más abono venga cuando quiera a por ello.

     Cada vez que leo, o veo, partidas definitivas de misioneros se me abren grietas en el alma y me acuerdo de esta señora sencilla que con su cacha recorre todos los días los campos de su granja y llega hasta al manantial que ella y su marido convirtieron en río.

Sinesio Rodríguez Santamaría


160 Para mí y para muchos de mi generación las misiones se hicieron inteligibles, amables, y sobre todo amadas, a través de las crónicas que el P. Segundo Llorente escribía desde Alaska. / Para muchísimos jóvenes de hoy las misiones se harán inteligibles y amables, amadas y vocantes, a través de los escritos del Padre Sinesio.— J.S.V.