POR QUÉ ME HICE SACERDOTE volver al menú
 

 

     Supongo que ningún sacerdote habla de sí mismo, de su vida íntima, y sobre todo de esa gracia excepcional que fue su vocación, sin sentir inquietud y malestar. Inquietud, porque aunque intente la más completa objetividad, no está seguro de comprender el encadenamiento de las causas naturales y sobrenaturales que le han llevado al sacerdocio; malestar, porque por grandes que hayan sido las gracias que ha recibido, de todas maneras es él quien ha dado su asentimiento, y confesarlo públicamente puede parecer una falta de humildad.
     Así, pues, escribo estas páginas con cierta aprensión; ha hecho falta la insistencia de quien dirige esta encuesta para que me decidiera a hacerlo. ¿Qué decía para convencerme? Ante todo, que esos recuerdos íntimos harían algún bien a los jóvenes que los leyeran. Para un sacerdote, el bien que se puede hacer, sobre todo a la juventud y en materia moral y religiosa, es un argumento al cual se resiste difícilmente. En segundo lugar, decía que muchos padres, al leer estas páginas, quizá vacilarían menos en dar sus hijos a la Iglesia, bien sea como sacerdotes o como religiosos. En fin, decía también que hay una manera de escribir, a la vez leal y humilde, que no prejuzga nada sobre la virtud personal.
     ¿Me han convencido estos argumentos? Los dos primeros, sí; el tercero me ha hecho vacilar mucho tiempo; pero nada impide que yo escriba aquí de una manera bastante impersonal, poniendo ante los ojos de mis lectores cuadros más bien que análisis psicológicos, hojeando el álbum de familia en que estoy yo, ciertamente, pero donde Dios, mis padres, mis hermanos y hermanas, mis educadores e, incluso, ciertos hechos, tienen una parte mayor que yo mismo.

     Pues el misterio de toda vocación está ahí: uno está formado mucho antes de responder «sí» o «no» a la llamada de Dios y de su Iglesia. Por lejos que se retroceda en el pasado, se nota que nada ha sido indiferente en esta evolución; al contrario, que todo ha contribuido, sin determinarla, no obstante, ni hacerla fatal.
     Hojeando el álbum de familia, de que hablaba antes, ¿diré aquí que el lugar donde nací me conformó de tal modo que no me habría atrevido a rechazar la voz de Dios? Lo digo sin sombra de un sentimiento de vanidad, pero el castillo de este pueblecito flamenco, con su rosaleda, su parque, sus avenidas sombrías, sus tempestades frecuentes, y su río cercano, tuvo sobre mí personalidad de niño y de adolescente una influencia extremada.
     No fui un santo, desde luego —es inútil subrayarlo—, pero en ningún momento de la vida me fue más sensible Dios en el corazón —según las palabras de Pascal—. ¿De qué procedía eso? Sin duda de la vida apacible que llevábamos, del silencio, de la soledad, de la belleza (le las mañanas llenas de frescura v de los largos crepúsculos de verano. ¿Me hablaba Dios? De ningún modo. No se trataba de ninguna palabra audible, sino más bien de una especie de acuerdo profundo conmigo mismo, con las exigencias de la moral y de la religión, a las que estaba unido con todo mi corazón, con una especie de sacrificio del que sospechaba ya que no sería fácil de aceptar, pero al cual asentía, sin duda, en espíritu.
     Otros han encontrado a Dios en el tumulto de la acción y aun en las revoluciones y las guerras. Quizá me concedió la gracia de llamarme —¡con qué dulzura!— en el recogimiento de aquella capilla de un castillo flamenco, en el gozo incomparable de un paseo a través de los campos, en la estricta soledad de un corazón más accesible a la paz que a los combates violentos.

     La segunda hoja del álbum es muy distinta, pero sin duda no fue indiferente a mi evolución religiosa el que la belleza de que acabo de hablar encontrara como contraveneno la fealdad de la ciudad donde vivíamos en invierno.
     Siempre la consideré como la más triste del mundo, con su campanario gótico, su catedral helada, sus calles fangosas, sus avenidas de árboles retorcidos, su puerto donde aullaban las sirenas de los barcos de carga, y su castillo de los Condes de Flandes, el de Roberto el Diablo: todo lo cual me oprimía hasta en sueños. Y siempre sentía una tristeza profunda al oír los numerosos campanarios de los conventos desgranar las horas, día y noche, incansablemente.
     Fue un contraveneno y también una gracia. Pues, neutralizando mi romanticismo, me dio una visión más justa de la vida moral y religiosa. Está muy bien, sobre todo a esa edad, tener a Dios sensible en el corazón; pero de todas maneras hay deberes duros a los que es preciso saber prepararse de otro modo que siguiendo la propia inclinación. Hay que saber renunciar, aceptar lo que se detesta más, no dejarse cerrar el paso por aquello mismo que contradice nuestras aspiraciones más queridas y secretas.
     Esta ciudad triste, así, me ha informado y modelado tanto como los maravillosos paisajes de que hablé más arriba, y no lamento que su austeridad medieval me haya hecho conocer, aunque de otra manera, las exigencias de Dios respecto a cualquiera que tenga buena voluntad. Si no he encontrado en ella la paz del corazón, al menos he aprendido a sentir las leyes morales, de las que no sabía muy bien entonces qué significaban exactamente, pero a las cuales no se me habría ocurrido escapar.

     Otra hoja: mi madre. La perdí a los catorce años, v me queda de ella un recuerdo maravillado. Francesa, de ambiente hugonote, pero bautizada en el catolicismo, lo profesaba sin rigidez, pero con fe admirable.
     Lo más precioso que me dio creo que es precisamente esa fe en la Iglesia y esa fidelidad a los sacramentos. No es que ella interviniera directamente en mi vida —mi madre era muy aguda para ignorar que un muchacho sensible está siempre al borde de la rebeldía—, pero todavía oigo su voz cuando me incitaba a un breve examen de conciencia por la noche, o me recomendaba que comulgara.
     Ninguno de los seis hijos —de los cuales yo era el segundo — sabía tampoco resistir a esa dulzura persuasiva. Si sabía sonreír de nuestra travesura y perdonar nuestra indisciplina, tenía sin embargo un alma demasiado recta para dejar pasar la menor deslealtad. Por encima de todo ponía —sin rigidez excesiva, lo repito— la exacta obediencia a lo que ella llamaba «la gracia de Dios». Con eso indicaba el deber, tal como aparecía a nuestra conciencia, ya se tratase de una limosna que dar, de un acto de servicialidad, de unas palabras de excusa después de una disputa, de una lección que aprender o un deber que hacer.
     «Dios sensible en el corazón», decía yo antes, pero aprendí de mi madre, tanto por su ejemplo personal como por sus consejos, que la voz de la conciencia es soberana y debe ser obedecida.
     Perderla tan pronto fue la gran pena de mi vida con todo, queda el hecho de que, aunque nos abandonara cuando yo era tan joven, había tenido tiempo de inculcarnos el principio de que no existe vida moral N, religiosa sin fidelidad a Dios manifestado en la conciencia.

     De mi padre —puesto que hay que decirlo todo— confesaré que le admiraba mucho, pero sobre todo le temía.
     No es que no tuviese bondad, comprensión, e incluso campechanía, pero, siguiendo en eso una tradición de la burguesía belga, me consideraba, por ser yo el mayor de los hijos, como su «heredero presunto» y su sucesor. Por consiguiente, me exigía una perfección de la que yo me sentía incapaz y cuya sola idea me desanimaba.
     «Tú, que eres el mayor...», eso presagiaba generalmente palabras tempestuosas que yo aceptaba sin réplica, pero temblando de desagradarle todavía más con mi silencio que con un acceso de cólera. En lo más hondo de mí mismo, le daba razón, sin embargo, y me esforzaba en lograr una juiciosidad ejemplar, porque pensaba que era un deber, y que escapar a un deber era pecado de un modo o de otro.
     Si mi madre me ha formado la conciencia con su dulzura, quizá mi padre me ha acostumbrado a no aceptar nunca nada que fuera mediocre, mezquino, ambiguo. A sus ojos, en materia religiosa y moral, no había nunca alternativa: sólo contaba lo excelente, lo Mismo fuera cuestión de obediencia, de respeto al prójimo, de disciplina familiar, de dominio de sí mismo, « de estudio. Y esto, aunque me haya hecho sufrir más de lo que él sospechó nunca, debe ponerse a su favor.
     No es nada que un niño o un adolescente aprenda que, de todas las opciones que se presentan a su conciencia, una sola —la mejor— debe sujetar su atención?

     Antes de terminar con mis recuerdos familiares, el más elemental deber de gratitud me obliga a hablar de mi hermana mayor, pues, como guía y consejera, fue ella sin duda quien marcó más hondamente mi vida.
     Una muchacha ignora generalmente el extraordinario poder que tiene, para el bien o para el mal. Mi hermana sin duda no se dio cuenta de la influencia decisiva que ejercía sobre mí. Guía y consejera, es demasiado poco decir. Gracias a ella es como, según otras palabras de Pascal, no he perdido el corazón.
     La muerte de mi madre me había dejado aniquilado de pena; el mal entendimiento con mi padre no había hecho más que agravar mi sensación de soledad; pero mi hermana iba a llevarme de la mano hacia una especie de paz interior, como debo confesar que después no he conocido otra semejante. Virtuosa del piano, sabía apaciguarme en lo más negro de mi rebeldía con una sonata de Beethoven, un «impromptu» de Schubert, el «Preludio, Coral y Fuga» de César Franck, que no puedo volver a oír sin verla, inclinada sobre el teclado, entregada por entero a la música y a mí.
     Luego me hablaba como a un niño testarudo y desgraciado, sabiendo que una sola palabra torpe podía desencadenar mi cólera. ¿De qué hablaba? De todo... Pero yo oía las palabras conocidas de «deber», «sumisión», «conciencia», «voz interior», «llamada de Dios». Después de Bach o de Mozart, esa especie de encanto me distendía, me apaciguaba, me devolvía tanto a mí mismo, que mi padre se extrañaba de verme tan paciente, tan respetuoso, tan sumiso a la menor de sus órdenes.
     ¿Y qué tiene que ver eso, me dirán, con la vocación sacerdotal? Pero, insisto, ¿no es nada facilitar la opción apaciguando con un poco de dulzura los tumultos de un alma de dieciséis años? ¿Cómo esperar, si no, alguna rectitud en un corazón lleno de amargura?

     Ya que desgrano aquí mis recuerdos, es justo recordar lo que debo a mi viejo colegio, donde pasé diez años de mi vida, y al que quise tan poco, aunque me dio lo que yo necesitaba más, es decir, esa disciplina exigente que entonces era la regla de los jesuitas.
     No, no le quería, pero los que enseñaban en él eran maestros educadores, tan atentos a nuestros estudios como a la formación de nuestra conciencia. Entiéndaseme: no había nada de esa rigidez tonta que han descrito con demasiada complacencia algunos novelistas, que se pretenden católicos; pero sin ser déspotas, sabían lo que querían y se atrevían a imponerlo, por la sola fuerza persuasiva de sus consejos y por la atmósfera de piedad serena que creaban.
     Su tarea era ardua y se entregaban a ella de todo corazón, castigando y recompensando cuando hacía falta, sin dejarse influir por una sensibilidad excesiva ni por esa «psicología» de que se abusa hoy. Desde luego, más de tina vez me rebelé contra esa disciplina de todos los instantes, pero ella terminó por flexibilizarme, por darme sentido de la medida, inclinándome a relaciones humanas sin rebelión. Y quizá he encontrado en esa educación a la vez dulce y extremadamente fuerte, el remedio para una especie de desorden anárquico al que veo ahora que estaba demasiado inclinado.
     Por tanto, pienso con agradecimiento en los que supieron contradecirme sin romperme, domarme sin imponerme, moldear mi porvenir sin determinarlo.
     Cuando me tocó a mí educar a muchachos rebeldes, muchas veces me acordé de sus lecciones y de sus consejos.

     Pero hay dos hechos sobre los cuales me hace falta insistir, porque al margen de toda previsión de mi familia y de mis profesores, contribuyeron a hacerme optar por el estado sacerdotal y religioso: la comunión cotidiana y la devoción mariana.
     La verdad es que antes comulgaba raramente, menos por olvido que por temor. Desde la infancia, nos habían inculcado la idea de que el uso del sacramento requería una santidad que yo era lo bastante inteligente para decirme que resultaba incompatible con mis tonterías de niño. Si un san Luis Gonzaga, pensaba yo, se estimaba indigno de comulgar todos los días, ¿qué pensar de mi propia indignidad? La Eucaristía era «el pan de los ángeles» y bien sabe Dios que yo no tenía nada de angélico.
     Sin embargo, por virtud de la disposición de san Pío X, todo eso cambió como por milagro. Era en primero de bachillerato y recuerdo todavía al predicador exhortándonos a la comunión diaria. ¿Lo confesaré? Al principio me sentí escandalizado, y cuando conté esas ideas a mi madre, ella me incitó a la prudencia. Pero fui a ver a un sacerdote, hablé con él, y le hice sonreír —me acuerdo— exponiéndole mis temores. Me tranquilizó y me autorizó a comulgar todos los días.
     Esta conversación fue, creo yo, una de las grandes gracias de mi vida; pues desde entonces comulgué todas las mañanas, y no puedo recordar sin emoción esas misas oídas en pleno invierno, en la iglesia cercana a casa, o las misas que ayudaba, en los hermosos días de vacaciones, después de atravesar los campos de lino en flor o los huertos que había ante la capilla del pueblo.
     La comunión diaria implicaba el estado de gracia, y con alegría indecible, por la Eucaristía me sentía en amistad con Dios y de acuerdo conmigo mismo.

     La devoción mariana me daba un sentimiento análogo, pues consideraba a la Virgen como la «intermediaria», la «medianera», el «elemento de unión» entre Dios y yo. Quizá mi educación, tanto en casa como en el colegio, había hipertrofiado mi conciencia moral y religiosa; pero por numerosas que fueran las preguntas que me hacían, siempre volvía a encontrar la paz y la serenidad interior en alguna oración a la Virgen.
     A veces, reunidos en la iglesia al caer la noche, todos los alumnos del colegio cantábamos el «Miserere», especialmente en adviento, en cuaresma, o en algún retiro. Me daba horror ese salmo casi desesperado y nunca lo oía sin espanto; pero era seguido por un «Salve Regina» que me parecía la perfecta súplica de la oración cristiana. Y las letanías; siempre que las oigo hoy, vuelvo a encontrar en ellas las emociones de mi adolescencia.
     Es probable que en esto no haya nada que no sea trivial; todo colegial educado por los jesuitas guarda sin duda en el corazón ese fervor mariano; pero la Virgen fue para mí la gracia de la que nunca he desesperado, por difíciles que me parecieran los deberes que me imponían y por rebelde que fuera en ciertos momentos mi adolescencia.
     Es demasiado poco decir que la Virgen remplazó a mi madre desaparecida prematuramente. Ella fue realmente, sobre todo a partir de ese instante, aquella con quien sabía que podía contar, por honda que fuera mi pena y por solo que me sintiera.

     A la pregunta «¿Por qué me hice sacerdote?» hay muchas maneras de responder: algunos han optado por el sacerdocio tras una crisis profunda; otros tras un drama familiar; otros al ver el abandono de las masas populares; otros, en fin, para mortificarse y reparar los pecados del mundo.
     Al escribir estas líneas, pienso en los jóvenes y en los padres que me lean, y debo decirles que nada de eso me impresionó. Si he optado por el sacerdocio, fue seguramente en virtud de las gracias numerosas que he recibido. Las acabo de enumerar, sin vana complacencia y con el único fin de ser útil a mis lectores.

     Pero ¿el motivo profundo?, me preguntarán. ¿El que le hizo asentir a esa nueva gracia, que le hizo pronunciar el sí que le comprometía? La verdad es que el motivo me pareció a mí mismo tan sencillo que me dejó vacilante al principio: consistía en una especie de continuidad, a la vez natural y sobrenatural, entre mi vida moral y religiosa de adolescente y de mayor.
     Aceptar ser sacerdote; puesto que Dios me lo ofrecía por mediación de su Iglesia, ¿no era amarle mejor y servirle más? Todo se continuaba, pues, como una planta da la flor, y esa flor da el fruto. Lejos de ser una crisis o un drama, la vocación sacerdotal y religiosa me parecía una especie de expansión y cumplimiento. Me parecía por consiguiente también una cosa muy sencilla, que se inscribía en la trama de las gracias de que había sido yo objeto hasta entonces, y ni se me ocurrió que pudiera rechazarla.

      Jean Marie de Buck


156 Haced una experiencia cuando estéis con un grupo de amigos: hablad «del grito de los remolcadores que por el scalda arrastran interminables caravanas de chalanas»; referíos a «Gaspard de la Nuit»; pronunciad el nombre de Joel, el maniático de la fidelidad..., y fijaos en sus ojos: distinguiréis inmediatamente quién han leído «Dios hablará esta noche» o «El silencio de un adolescente». Estas dos admirables novelas sobre la adolescencia fueron escritas por Jean Marie de Buck. Ahora aquí no escribe ninguna novela. Cuenta su vocación.— J.S.V.