RESERVA DE ETERNIDAD volver al menú
 
     

¿Cómo explicarle a un competitivo y agresivo hombre de negocios el papel de la Iglesia en el inundo y el papel de los religiosos en la Iglesia?
     Echar mano de las palabras del cardenal Etchegaray «La Iglesia es la ‘reserva de corazón’ en la que los hombres se saben reconocidos, no etiquetados, perdonados, amados locamente», hubiera sido inútil. Y más aún decirle que los religiosos son la «reserva de eternidad en esta reserva de corazón».
     Viajábamos en primera. Codo a codo. (Siempre saco segunda, pero me alegra cuando sólo hay plazas en primera). El enfrascado con papeles y más papeles y un inquieto bolígrafo de colores en acción. Yo contemplando el paisaje a ratos y a ratos durmiendo.
     Cuando me despabilé continuaba con sus papeles. Por fin se levantó. Fue a tomar un whisky y volvió con ganas de hablar.
     —¿Es usted cura?
     —Sí.
     —¿Piensa dejarlo?
     —No.
     —Cada vez hay menos, sabe. Y monjas y frailes, menos aún. Mire, de mi pueblo había 4 y todos lo han dejado. Es natural. ¿Para qué sirven las monjas?, a ver. ¿Usted conoce algún fraile decente? ¿Ha leído esto?, y abrió una revista que no pocos impíos leen devotamente cada semana y en la que se abrevan a ciegas muchos que se burlan de los dogmas.
     —No.
     —Se ha molestado por lo que le he dicho, ¿verdad? Mire, yo hablo mucho, pero no tengo mal corazón, sabe. Llevo una vida arrastrada. Eso sí, a mis chicos y a mi mujer no les falta nada. Me paso la vida viajando. Es la manera de que el negocio yaya adelante. No me puedo quejar... (Y me contó sus «acciones y operaciones»). Bueno, lo que le decía ¿usted cree que los frailes y las monjas sirven para algo?
     ¡Sirven para algo! ¡Qué obsesión por lo práctico! La gente utilitaria habla utilitariamente. Usa poco el verbo ser, prefiere el verbo tener.
     —¿Ha leído «El Principito»?
     —No.
     — Le gustan las flores?
     —Están muy caras.
     —Yo le diría, sin ánimo de ofenderle, que los religiosos son respecto de los hombres de negocios como usted una especie de indios en comparación con los norteamericanos de Washington o Nueva York.
     —¿¿¿???
      Comprendí que aquel lenguaje era excesivo para él.
     —¿Quiere leer una carta? Dicen que la escribió a Franklin Pierce, 14º. presidente de Estados Unidos, el gran jefe Seathl, cacique de los Duwamish. Léala despacio.


     «El gran jefe de Washington manda palabras, quiere comprar nuestra tierra. El gran jefe también manda palabras de amistad y bienaventuranza. Esto es amable de parte suya, puesto que, nosotros sabemos que él tiene muy poca necesidad de nuestra amistad. Pero tendremos en cuenta su oferta, porque estamos seguros que si no obramos así el hombre blanco vendrá con sus pistolas y tomará nuestra tierra. El gran jefe de Washington puede contar con la palabra del gran jefe Seathl, como pueden nuestros hermanos blancos contar con el retorno de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas: nada ocultan.

     ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo y el calor de la tierra? Esta idea es extraña para nosotros. Si hasta ahora no somos dueños de la frescura del aire o del resplandor del agua, ¿cómo nos los pueden ustedes comprar? Nosotros decidiremos en nuestro tiempo. Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente. Cada espina de pino brillante, cada orilla arenosa, cada rincón del oscuro bosque, cada claro y zumbador insecto es sagrado en la memoria y experiencia de mi gente.

     Nosotros sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras costumbres. Para él, una porción de tierra es lo mismo que otra, porque él es un extraño que viene en la noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemigo, y cuando él la ha conquistado sigue adelante. Él deja las tumbas de sus padres atrás y no le importa. Él empeña la tierra de sus hijos y no le importa. Así, las tumbas de sus padres v los derechos de nacimiento de sus hijos son olvidados. Su apetito devorará la tierra y dejará atrás un desierto.

     La vista de sus ciudades duele en los ojos del hombre piel roja. Pero tal vez sea porque el hombre piel roja es un salvaje y no entiende. No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades de los hombres blancos. Ningún lugar para escuchar las hojas en la primavera o el zumbido de las alas de los insectos. Pero tal vez sea porque yo soy un salvaje y no entiendo, y el ruido parece insultarme los oídos. Yo me pregunto: ¿Qué queda de la vida si el hombre no puede escuchar el hermoso grito del pájaro nocturno o los argumentos de las ranas alrededor de un lago en la tarde? El indio prefiere el suave sonido del viento cabalgando sobre la superficie de un lago y el olor del mismo viento lavado por la lluvia del mediodía o con la fragancia de los pinos. El aire es valioso para el hombre piel roja. Porque todas las cosas comparten la misma respiración: las bestias, los árboles y el hombre. El hombre blanco parece que no nota el aire que respira. Corno un hombre muriendo por muchos días, él es indiferente ante la hediondez.

     Si yo decido aceptar, pondré una condición: el hombre blanco deberá tratar a las bestias de esta tierra como hermanos. Yo soy' salvaje y no entiendo ningún otro camino. He visto miles de búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados por el hombre blanco que pasaba en el tren y los mataba. Yo soy un salvaje y no entiendo cómo el «caballo de hierro» que fuma, puede ser más importante que los búfalos que nosotros matamos sólo para sobrevivir. ¿Qué será del hombre sin las bestias Si todas las bestias desaparecieran, el hombre moriría de una gran soledad en el espíritu, porque cualquier cosa que le pase a las bestias, también le pasa al hombre. Todas las cosas están relacionadas. Todo lo que hiere a la tierra también herirá a los hijos de la tierra. Nuestros hijos han visto a sus padres humillados en la derrota. Nuestros guerreros han sentido la vergüenza. Y después de la derrota convierten sus días en tristeza y ensucian sus cuerpos con comidas y bebidas fuertes.

     Importa muy poco el lugar donde pasemos el resto de nuestros días. No quedan muchos. Unas horas más, unos pocos inviernos más y ninguno de los hijos de las grandes tribus que una vez existieron sobre esta tierra o que anduvieron en pequeñas bandas en los bosques quedarán para lamentarse ante las tumbas de una gente que una vez fue poderosa y tan llena de esperanza. Una cosa nosotros sabemos y que el hombre blanco puede algún día descubrir: nuestro Dios es el mismo Dios. Usted puede pensar ahora que usted es dueño de él, así como usted desea hacerse dueño de nuestra tierra. Pero usted no puede. Él es el Dios del hombre. Y su compasión es igual rara el hombre piel roja. Esta tierra es preciosa para Él, y hacerle daño a la tierra es amontonar desprecio a su Creador.

     Los blancos también pasarán —tal vez más rápido que aras tribus—. Continúe ensuciando su cama y alguna noche terminará asfixiándose en su propio desperdicio. Cuando los búfalos sean todos sacrificados, los caballos salvajes todos amansados y los rincones secretos de los bosques se llenen con el aroma de muchos hombres y la vista de las montañas se replete de esposas habladoras, ¿dónde estará el matorral? Desaparecido. ¿Dónde estará el águila? Desaparecida. Es decir, adiós a lo que crece, adiós a lo veloz, adiós a la caza. Será el fin de la vida y el comienzo de la subsistencia. Nosotros tal vez entenderíamos si supiéramos qué es lo que el hombre blanco sueña; qué esperanzas les describe a sus niños en !as noches largas del invierno; qué visiones les queman sus mentes para que ellos puedan desear el mañana. Pero nosotros somos salvajes. Los sueños del hombre blanco están ocultos para nosotros, y porque están escondidos, nosotros iremos por nuestro propio camino. Si nosotros aceptamos, será para asegurar la reserva que nos han prometido. Allí tal vez podamos vivir los pocos días que nos quedan, como es nuestro deseo.

     Cuando el último piel roja haya desaparecido de la tierra y su memoria sea solamente la sombra de una nube cruzando la pradera, estas cosas y estas praderas aún contendrán los espíritus de mi gente, porque ellos aman esta tierra como el recién nacido ama el latido del corazón de su madre. Si nosotros vendemos a ustedes nuestra tierra, ámenla como nosotros la hemos amado, cuídenla como nosotros la hemos cuidado, retengan en sus mentes la memoria de la tierra tal como estaba cuando se la entregamos. Y con todas sus fuerzas, con todas sus ganas consérvenla para sus hijos y ámenla, así como Dios nos ama a todos. Una cosa nosotros sabemos, nuestro Dios es el mismo Dios de ustedes, esta tierra es preciosa para Él. Y el hombre blanco no puede quedar excluido de un, destino común».


     La leyó una y otra vez. Estuvo largo rato callado. Volvió a leerla.
     —¿Me la regala?
     —Un religioso es como un indio, como una flor de eternidad en medio de una temporalidad frenética y suicida.
     —Gracias, dijo sencillamente.
     No, no tenía mal corazón aquel hombre.
     Durante mucho tiempo estuvimos en silencio. Pero no era un silencio molesto. Mirábamos el campo a través de la ventanilla. Pensábamos en los «indios». Convencidos de que son imprescindibles: son la reserva de eternidad en la reserva del corazón.

      Jorge Sans Vila


151 Estaba atado. Tenía que escoger galeras hallándose atado a galeras. Una paradójica libertad. Puede que exista una libertad mayor que la de escoger lo que nos dé la gana. La libertad de vivir, y caminar, y buscar, y encontrar. El roble es libre cuando tiene tierra y aire para crecer y vivir. El caballo es libre cuando tiene la pampa para galopar. El hombre tal vez sea libre de veras cuando tiene la inmensidad del amor de Dios para vivir, correr, buscar y encontrar.— J. M. BALLARÍN