¿CÓMO VE USTED AL SACERDOTE? volver al menú
 

 

      En marzo de 1958 publiqué «¿Cómo ve usted al sacerdote? ¿Qué espera de él?». El eco que obtuvo fue notable. Volvió a editarse en 1960 y por tercera vez en 1964.
      Actualmente resulta muy difícil encontrar un ejemplar de la encuesta. Y es una lástima, porque hay páginas de verdadera antología.
      He aquí une breve florilegio.
      Por aquello de que el fin es lo último a la hora de la ejecución y lo primero en la intención, transcribo las últimas palabras del volumen: «Un hijo sacerdote daría a muchos seglares una visión nueva y luminosa del sacerdote. ¿Hará falta recordar aquí que Dios concede las gracias cuando se las pedimos?».

J. S. V.


JULIÁN MARÍAS

      Cuando el seglar se pregunta por el sacerdote, tiene que rehuir diversas tentaciones. La primera, la demasiada petulancia, el creer que es él quien de verdad sabe cómo es el sacerdote, y cómo debe ser. La segunda, la demasiada humildad, lindante con el servilismo, el pensar que su papel se reduce a aceptar lo que le presenten y darlo por bueno. La tercera, el esquematismo: intentar reducir el sacerdote a un «tipo» más o menos ideal, como si no fuera, además de necesaria, conveniente la diversidad y la multitud de formas. La cuarta, el utopismo: olvidar las condiciones de la realidad, sus limitaciones, incluso sus miserias, y perder de vista la manera concreta cómo el sacerdote tiene que serlo, y precisamente en un país determinado, en una época que es ésta y no otra.


JOSÉ LUIS L. ARANGUREN

      ¿Qué esperamos entonces del sacerdote, si no ciframos nuestras esperanzas en que se espirite ni en que resuelva los problemas sociales, en que se nos convierta en camarada, novelista católico o existencialista cristiano ni, en fin, en su pragmatismo y su dinamismo religioso?
      La respuesta es muy sencilla: esperamos que sea santo (aunque nunca llegue a ser elevado a los altares) y que, siéndolo, nos ayude a serlo también nosotros. O, cuando menos, a ser menos pecadores.
      Para ser santo, es decir, verdaderamente de Dios, tendrá que ser verdadero y veraz, «opportune et importune». (Lo que no es sinónimo de ser revolucionario). Y tendrá que hablar de Dios con conocimiento y amor, es decir, tendrá que ser teólogo. (Aunque no llegue a escribir nunca tratados de teología.)
      Santidad y apostolado, teología y no-conformismo: he aquí lo que, creo yo, esperamos del sacerdote siempre y hoy.


CARLOS SANTAMARÍA

      Una de las impresiones más penosas que un seglar puede recibir es el encuentro con un sacerdote de alma a-espiritual.
      La a-espiritualidad consiste, para mí, en cierta ausencia de sensibilidad religiosa, cierta incapacidad para amar y, en cierto modo, para sentir y vivir las cosas sobrenaturales.
      Si colocáis a un hombre delante de un cuadro de Goya o del Greco y este sujeto no reacciona ni manifiesta ninguna clase de entusiasmo o de admiración, diréis que carece de sensibilidad artística, que es incapaz de entender nada de lo que concierne al arte pictórico. Algo análogo ocurre con muchas personas, e incluso con bastantes sacerdotes, a los que determinados hechos que acontecen en su presencia o en derredor suyo no parecen decirles nada, les dejan completamente indiferentes. Ni se inquietan, ni se encolerizan con la santa cólera con que solía hacerlo el Señor.
      Uno quisiera encontrar en el sacerdote no sólo un hombre investido de poderes sagrados, capacitado para administrar los sacramentos de la iglesia, sino también un alma muy sensible a las cosas espirituales, al mismo tiempo que muy humana y condescendiente con toda suerte de flaquezas: alguien con quien uno pudiese hablar de Dios a sus anchas, y de virtudes y de dones, y de toda esa dispersa flora de realidades interiores que va haciéndose tangible a medida que el sentido espiritual se desarrolla en el alma.


JOSÉ M. DE LLANOS

      Opino que va sonando para nosotros esa hora vespertina, anuncio de una noche que tampoco será —así sigo adivinando— la de los martirios gloriosos de otros siglos. No nos van a dar tanta importancia, ni siquiera nos van a odiar directamente. Y aquí la alegría de la prueba del desierto intentando una vez más la casi imposible hazaña sacerdotal, la de alcanzar el nivel de una desmundanización entrañablemente humanizada. Me explico.
     
No somos de este mundo, el Señor nos lo anunció sin lugar a dudas o distingos, no pertenecemos a un espacio social y unas costumbres que incluso en los países de fe, constituyen ese campo de acción del Mal Espíritu, que llamamos mundo. Ni bajo la etiqueta de la técnica ni bajo la de una revolución por el mundo mejor, podemos los testigos de Jesús comprometernos con el mundo. No somos de él, los fieles laicos tienen en este mundo —feo o hermoso, como sea—, una misión y papel que no es el nuestro. Si los eclesiásticos alguna vez lo ocupamos fue por aquello del poder supletorio o aquello otro de la minoridad de edad de los seglares. Dejémosles ofreciendo al Padre sus esfuerzos y rigiendo sus caminos.
     
No somos de este mundo y si el mundo que ahora se va cociendo también lo reconoce y nos lo avisa, agradezcámoselo, no hagamos piruetas. Pero siempre que compensemos la actitud así purificada con la respuesta generosa al deber de encarnarnos. Porque sin encarnación no hay redención, y el sacerdote del Hijo del Hombre tiene que ser humano hasta los tuétanos y el Mediador entre Dios y la tierra tiene que vivir día a día esta suprema y misteriosa cruz, una mano extendida hacia arriba y la otra bien inmersa en la tal incomodidad?, ¿quién? Sin tal incómoda postura, ¿quién es el que media? ¿No significa la cruz precisamente la tal incomodidad?, ¿quién pretende sacrificar en otra actitud que no sea la del crucificado? Habrá pues que desmundanizarse —compromiso con el cielo— y humanizarse —compromiso con la tierra— descubriendo en nuestra propia carne y espíritu cada día la cifra que nos diga qué es y cómo se vive una existencia que sin ser del mundo sea de los hombres. Y estamos en pleno misterio de la encarnación —una persona y dos naturalezas— proyectado sobre los que Él un día escogió. Con la angustia y congoja, titubeos y ambivalencias que todo ello implica.


LORENZO GOMIS

      Decir «Espero del sacerdote que sea un santo», sería no decir nada. Santos ojalá lo seamos todos, y no es esto lo que les ha de distinguir. Y si no es esto, espero que ya sólo sea la función que tienen en el mundo y en la Iglesia, la clase de servicio que pueden ofrecer ellos, en solidaridad humana y en comunión cristiana, a los demás. Como el herrero y el médico y el marinero tienen su papel. Espero del sacerdote que sea, como otro cualquiera, un buen cristiano y un hombre bueno. Que por lo demás no se distinga en nada, y yo diría que ni siquiera en virtud. Pero si acaso hay que escoger especialmente una virtud para él, yo pondría la humildad, que es la verdad de la vida. Me consoló el otro día el ver, sentado en un bar, un joven clérigo que tomaba una Coca Cola y leía un TBO. ¿Es que esto le impedirá ser santo? Acaso le impida, en cambio, sentirse orgulloso, que es por donde empezamos a estropearnos todos.


CARMEN LAFORET

      Debo decirle que a mí, tener un hijo sacerdote, que aunque no fuese malo, fuese tibio, buscase cargos eclesiásticos, tratase de acomodarse confortablemente en la vida..., me parecería una horrible desgracia.
      Un hijo mío, sacerdote intelectual, «lumbrera de la iglesia», me daría un miedo horrible, si al mismo tiempo no lo viese totalmente santo.
      Si un hijo mío fuese un sacerdote pobre, olvidado en una aldea, en un barrio infame, si desde el momento de entregarse a Cristo considerase que su existencia propia había terminado, si compartiese su pedazo de pan y su sotana, si pudiese mirar con ojos limpios el espectáculo de la vida y de él surgiese a cada momento la alegría. Si un hijo mío pudiese ser un sacerdote así, yo consideraría que habla alcanzado el destino más grande que Dios tiene guardado a un hombre, y a mí, como mujer, me parecería que Dios me había dado ese mismo destino, por haberlo criado.


JOSÉ M. PEMÁN

      Al sacerdote lo veo como un grado último en esa escala de la vida que empieza por lo mineral, y sigue por lo vegetal. El sacerdote está ya zambullido en el último grado de la vida ascendente. El simple hombre también. Pero la constante y como profesional tarea del sacerdote en lo «sobrenatural» debe marcarle con sello inequívoco. Es un salto, un paso, en la escala de los seres. En esa superposición de círculos vitales de que se ha hablado —la litosfera, la biosfera, la antroposfera—, debe haber una última membrana universal —la sacrosfera— envolviendo al mundo. No puede ser densa. Tiene que pesar por la ardiente, diferencial, fisonomía de sus componentes, uno a uno.
      El sacerdote debe sentir en sí el martirio constante de no poder ser un exclusivo contemplativo. Me gustaría que estuviera luchando permanentemente con un ansia invencible de zafarse de todo y mandarnos a todos a paseo. De refugiarse en soledad y Sagrario. De leer, de vivir para sí, de paladear sus mieles, de decir «no está en casa».
      Espero que no se le note nada de esto. Que él se lo sufra y reprima. Que esté en la vida con la fuerza sonriente de un buen obrero. Que cuando más querría estar con Dios, salga a la puerta a recibirnos: «¿Qué se le ofrece...?». Porque lo que se nos ofrece a todos es dialogar con alguien que disimule lo vulgares que «tenemos» que parecerle.


149 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI