6 PREGUNTAS A UN MONJE DE CARNE Y HUESO volver al menú
 



     En verano pasé una semana en un monasterio. Viviendo con los monjes.
     Un día, mientras iba a echar unas cartas, se me acercó un turista que me había visto salir del monasterio. Tenía interés en hablar con «un monje de carne y hueso», porque «he visitado el conjunto, que ciertamente es hermoso, el guía ha contado historias de tiempos pasados, pero a mí lo que realmente me interesa es la vida».
     Yo sí era «de carne y hueso», pero no monje de verdad. Le dije lo que pude.
     Pensando en aquel turista, y en tantos otros que corren el peligro de visitar monasterios en plan fósil, transcribo aquí un fragmento de entrevista con el P. Agustín Altisent, un monje-monje.

J. S. V.



     —Los monasterios ¿sirven para algo? El monaquismo ¿no es una pieza de museo?
     —
El monaquismo es una institución y, como toda institución, cree solamente posibilidades. Toca al individuo aprovecharlas... Personalmente no creo en las instituciones como decisivas, sino en las personas que las viven. En la suma de sus individuos, las instituciones ofrecen a menudo un contenido mediocre. Lo bueno es raro. El éxito es siempre escaso. Pero es también verdad que el valor de una institución hay que buscarlo en sus casos de éxito, no en aquellos en que, a causa de las personas que la han encarnado, ha fracasado. Hay que juzgar a Cervantes por el Quijote, no por el Persiles.


     —El aislamiento de los monjes ¿no es un peligro?
     —No hay vida sin peligro y toda vida tiene sus peligros inmanentes. Nietzsche sostenía que la frase «vivir peligrosamente» es un pleoasmo. El peligro inmanente de la vida monástica es, entre otros, el de la estupidización a causa de la falta de contactos excitantes del pensamiento y, en consecuencia, modificadores de las actitudes. Pero no nos engañemos: en el «mundo» (es decir, en Barcelona, en Cornellà, en Madrid, Salou o la Costa Brava) ¡cuánta gente vive atascada, estupidizada! Porque no lo olvidemos: el aislamiento puede atontar, pero el barullo, el cambio continuo, también. Ya por fin algunos empiezan a darse cuenta del fracaso de las grandes aglomeraciones urbanas, deshumanizadoras: creo que éste sería el momento en que, sin mitificarlos, se empezara a vislumbrar lo que pueden ser los monasterios. Con frase gráfica, aunque sin duda exagerada, me lo dijo un amigo. «Está bien que haya monjes... En París hay un metro que sirve de base y patrón a todos los metros del mundo; asimismo, mientras haya monasterios, podremos todavía saber qué es un hombre». Repito: no creo en el valor general de esta frase (como de ninguna): pero me parece evidente que, si por los contactos excitantes y por la libertad se puede madurar en el mundo, el monasterio ofrece otra posibilidad (a veces, es cierto, desaprovechada) de maduración a base de una vida serena, honrada consigo mismo y reflexiva.


     —La marginación fundamental del monje respecto a la actividad humana general ¿no implica el sacrificio de una dimensión muy importante de la vida humana?
     —A mí me parece que el sacrificio de unas actividades en favor de otras es una ley general de la actividad humana. Las cualidades viven unas a expensas de otras y, aunque ciertamente hay que procurar mantener una personalidad armoniosa si no se quiere correr el riesgo de convertirse en algo deshumanizado y monstruoso, a toda actividad especializada los hombres sacrifican otras interesantes e incluso importantes.
     ¡Cuántas cosas sacrifica un deportista para mantenerse en forma! Un pianista ha de dedicar largas horas al estudio si quiere llegar a tocar con alguna calidad: tiene que sacrificar muchas cosas a su arte, pasarse horas y horas todos los días ejercitándose en aburridísimos arpegios y escalas sin ningún atractivo estético. Pero solamente así consigue «hacer dedos» y darnos una finísima versión, pongamos por caso, de la Sonatina de Ravel. Este hombre probablemente carecerá de tiempo para desarrollar otros aspectos de su sensibilidad y de su cultura, pero sacrificándolos al ejercicio de su arte indudablemente aporta algo al bien de la humanidad que de otro modo no aportaría.
     Vivir, es vivir una determinada cosa, y vivir una cosa determinada es dejar de vivir una infinidad de otras posibles. Vivir es escoger, no hay más remedio, y escoger es abandonar y renunciar. Creo, pues, que no hay que plantearse el problema de si es lícito o razonable renunciar a las cosas a que impone la vida monástica renunciar —dado que la renuncia es ley universal en toda actividad algo destacada—. Lo que hay que plantearse es si merece la pena renunciar a lo que renunciamos los monjes para ejercer lo que los monjes ejercemos o desarrollamos especializadamente, profesionalmente.
     En una palabra: si lo que logramos merece la renuncia que hacemos. Me parece a mí que la respuesta está más en los individuos que en las colectividades. Si un monje llega a alcanzar en un grado de cierta calidad otros valores que también son humanos y, al mismo tiempo, cristianos, su renuncia merece la pena, y no ha sido en menosprecio de ningún valor humano ni cristiano.


     —La alabanza a Dios, a través del canto, la salmodia, ¿no es algo convencional?, ¿es lo que Dios espera de nosotros?
     —La plegaria de alabanza, como toda plegaria, no la hacemos porque Dios la quiera para él o la necesite. Los que la necesitamos somos nosotros. Repetir unas plegarias modela nuestro espíritu, lo fija en una determinada actitud o lo vuelve a ella si se ha alejado. Cuando yo disfruto los bienes de la creación o del progreso, si luego tengo que ir a alabar a Dios esto me ayuda a considerar los bienes de que disfruto como venidos de él y, aunque viviéndolos con la autonomía que les es propia y según sus leyes, a considerarlos dependientes en último término y recibidos de Dios. Y esto es un beneficio, creo, porque de otro modo yo sería como el que recibe dinero de su padre y no se lo agradece, o como el hijo que ha recibido de sus padres una serie de posibilidades de formación y disfrute, se aprovecha de ellas y, no obstante, olvida de dónde le han venido.
     Creo que Dios no nos quiere como «hijos enmadrados» pero sí que vivamos honradamente, adultamente, nuestro agradecimiento. La plegaria de alabanza me ayuda a ello. Pero me ayuda más todavía en otros momentos: cuando yo paso por las angustias de la vida y la condición humana, cuando estoy a punto de rebelarme contra Dios por el misterio del mal y por el estado de inacabamiento o, digamos, de incivilización en que nos ha dejado la vida; en estos momentos, alabar a Dios en el oficio divino me ayuda a humillar mi razón y a reconocer que cuanto ocurre es, pese a su negativa apariencia, positivo y eficiente.
     Alabar entonces a Dios se asemeja al acto de fe que tuvo que hacer la madre de Jesús al pie de la cruz, cuando al parecer todo se hundía y, sin embargo, ella creyó contra toda apariencia que el reino avanzaba y la obra de Dios se cumplía. Que la oración de alabanza me ayude a fijar mi espíritu en esta actitud en momentos de oscuridad y cuando estoy tentado de rebelarme, me parece un bien y un caso de victoria de la fe sobre el «mundo».


     —¿Cómo ve un monje el momento actual de la Iglesia?
     —Veo el momento actual de la Iglesia lleno de posibilidades y de desviaciones. Empecemos por éstas. La Iglesia, antes, había mitificado la derecha, desde arriba, desde el medio y desde abajo. Y ahora diría yo que estamos asistiendo a una desmitificación no de la autoridad de la Iglesia, sino, simplemente, de la derecha. Quiero decir que, simultáneamente, se da una tremenda mitificación de la izquierda.
     Recuerdo una entrevista que «L'Express» hizo a Eugenio Ionescu, hace tiempo. Decía el dramaturgo: «Ahora se puede decir cuanto se quiera contra el papa, contra Cristo. Y se puede hacer cualquier guarrada en las iglesias. Pero... ¡intentad decir algo contra Marx!». Exacto. Él, claro está, no se refería a la Iglesia, sino a todo el mundo occidental. Pero sus palabras le van que ni pintadas a la Iglesia, a una parte de la Iglesia. Antes no se podía ni siquiera arriesgar la afirmación de que no valía nada la música del himno pontificio. Ahora ya puede usted criticar al papa y cuanto le rodea, pero ¡ay del que oponga alguna reserva a las últimas consignas progresistoides. Acto seguido quedará descalificado. Desde abajo parten ahora los mismos anatemas que antes partían de arriba. Nada hemos conseguido con desmitificar la derecha, porque hemos mitificado la izquierda.
     Se habla también, por ejemplo, contra el triunfalismo, pero no para combatir el fondo de la cuestión —el defecto espiritual que el triunfalismo contiene— sino solamente, ¡oh maravilla!, aquel triunfalismo que nos abochorna: el de los abanicos papales cleopatrinos y la silla gestatoria. Hay, en cambio, un triunfalismo de izquierda que da miedo. ¿Y qué decir del dogmatismo de algunos liberales?
     Y es que no hay palabras, no hay actitudes, no hay partidos, no hay concilios... que conviertan en inteligentes a los que no lo son, Ortega decía: «El tonto es vitalicio». Es cierto. Digamos lo que digamos, hagamos lo que hagamos, los hombres ponemos en ello siempre lo mismo: nuestro propio espíritu. Es el espíritu, pues, lo que hay que modificar. Cierto, hay que modificar estructuras, pero si no hacemos más que esto, no habremos cambiado nada. Nuestras ideas y palabras serían como aquellas que merecieron la respuesta asqueada de Hamlet al pregunarle qué estaba leyendo: «¡Palabras, palabras, palabras!». A veces recuerdo aquello que Unamuno escribía a Maragall: «Ahora repiten —se refería a los que le rodeaban en la universidad— las últimas filosofías de moda en Europa, pero... son los mismos».


     —Se habla poco de Jesucristo, ¿qué diría un monje de Él?
     —Jesucristo es nuestro hermano mayor. Es, podríamos decir, el hijo mayor de la casa. Aquel del cual todos estamos orgullosos, aquel que ha hecho cosas grandes que nos entusiasman. Y que, sin anular nuestra personalidad, nos deja a todos en buen lugar. La Iglesia nunca nos dejará bien. Nosotros mismos nunca la dejaremos bien, ni a ella ni a Jesucristo. Es Cristo el que nos deja a todos bien, en buen lugar. La encarnación y la redención significan, a mi entender, que Dios, viendo el mundo sumido en mediocridad y pecado, quiso darle una calidad relevante. Quiso que del mundo, de la humanidad, de la familia, de nuestra familia, surgiera, pese a todo, una voz limpia, profunda, auténtica. Por eso envió a Jesucristo. Para que desde el mundo, desde la humanidad, alguien, Alguien con mayúscula, hablara a Dios en nombre del mundo, en nombre del universo tal como Dios lo había soñado desde la eternidad. Y la redención no significa otra cosa sino que Dios ha decidido juzgar a la humanidad, juzgarnos a nosotros, no por nuestros actos, no por nuestros pecados ni virtudes, sino por las virtudes de Jesucristo. Creer, significa fiarse de que el Padre nos juzgará por los méritos de Cristo y no por nuestra carencia de méritos. Esto, naturalmente, no es afirmar que podamos echarnos a dormir o dejarnos llevar por el pecado. Significa que, después de constatar que dormimos y que pecamos, nos resta, a pesar de todo, la alegría de decir: «Señor, no nos lo tomes en cuenta, toma en cuenta solamente los méritos de Jesucristo». La encarnación significa que Dios se ha puesto de nuestra parte en Jesucristo y ahora ya no somos nosotros los que contamos, sino Cristo.

Agustín Altisent


148 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI