DE MI CAJÓN DE SASTRE volver al menú
 
     

     No soy sastre, pero no por ello carezco del correspondiente «cajón de sastre» (conjunto de cosas diversas y desordenadas). Es el segundo de mi escritorio a la derecha.
      Lo que no encaja en el fichero, en las carpetas, en los otros cinco cajones de mi mesa, allí va a parar.
      Los catalogantes, los ficherizantes sistemáticos, están a punto de estropearnos el gusto. Como si las flores de un jardín ciudadano fuesen más flores que las que nos sorprenden cuando andamos por el bosque.
      Ese segundo cajón de la derecha es un poco como mi bosque particular frente a los jardines particulares también.
      Ofrezco hoy una selección de «pequeños tesoros» de mi cajón o de mi almario. Que vienen a ser lo mismo.
      Se me ha ocurrido airearlos en honor de quien me escribe diciendo: Su artículo (hoja 314) titulado «Cuatro observaciones sobre la vocación», muy sólido, no se puede leer de un tirón.
      Vamos a ver si estas desordenadas observaciones pueden leerse seguidas. Pienso que sí, porque no son excesivamente consistentes y tienen un común denominador: la vida
.


EXTRAÑO REGALO

      «Su verdadera vocación es la contemplación. Pero no la puede realizas de momento a causa de su padre, quien tiene que atender» (de una carta).
      De momento yo no hablaría de «si verdadera vocación» sino de «su actual ilusión».
      Porque si no puede —por razones intrínsecas o extrínsecas—, no puede ser llamada, no tiene vocación. Quizá llegue a tenerla (quizá llegue a ser tenida por la llamada). Ya se verá.
      Además, es bastante frecuente que Dios ponga en la vida de las personas una ilusión irrealizable, una añoranza imposible. Es como si les hiciese el extraño regalo de un «despertador» imperdible, de un elevador constante frente a la constante tendencia humana a planear a ras de suelo.
      Y este extraño regalo no se da sólo en las personas, sino también en comunidades e institutos.
      Tal miembro ingresó en tal instituto hace tiempo. El instituto, sensible a los signos de los tiempos, ha ido virando por caminos insospechados hace diez, veinte años. Y hay religiosos que creen deben emigrar por sentirse a disgusto.
     Yo no se lo aconsejaría. Su presencia insatisfecha (irrequietum cor) —con tal que sea fraterna, amorosa, sin crispaciones, sin cabezonerías— es un verdadero aunque extraño regalo del Señor: puede servir de contrapeso de los posibles exagerados balanceos institucionales.


¿MILAGRO?

      Llama a media mañana Antonio, desde Orihuela. Me dice que pronto se ordenarán 11 nuevos sacerdotes. Le felicito de todo corazón.
      Luego, durante la comida, he comentado la buena noticia con mis colegas. «Once nuevos sacerdotes de golpe en una diócesis en estos tiempos es un milagro», ha sido el comentario común.
      Durante el resto del día me he acordado repetidas veces de la noticia y del comentario. Ha sido un recuerdo agridulce. Sin saber por qué.
      Creo que ya he descubierto de dónde procedía el sabor amargo. No se trata de ningún milagro. Los de Orihuela no tienen por qué enorgullecerse. Es normal que once muchachos sean hechos sacerdotes.
      Lo anormal es lo otro: que en tantas diócesis, en tantos institutos religiosos, la vida se haya corrompido hasta el punto de no dar vida.


LAVELLE

      Yo también «Según pasan los años noto que leo más y leo menos. Menos libros y más despacio. Algunos libros los releo cada año».
      Uno de los libros que repaso con frecuencia es el titulado «Cuatro santos», de Louis Lavelle.
      Conocía a Lavelle como filósofo. Pero nunca imaginé que un filósofo fuese capaz de «perder el tiempo» escribiendo sobre san Francisco de Asís, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús y san Francisco de Sales.
      Escribe sobre cada uno de ellos, pero antes dedica casi cincuenta páginas a hablar de la santidad.  

      Los santos están entre nosotros. Pero no siempre logramos reconocerlos. No creemos que puedan habitar esta tierra. Pensamos que todos la abandonaron. Los invocamos como si todos se hallasen en el cielo y sólo nos fuese posible esperar de ellos gracias invisibles y sobrenaturales.,
      Sin embargo, el santo no es un espíritu puro. Ningún signo exterior lo distingue del transeúnte sobre el que fijamos nuestra mirada. Y, en apariencia, su vida se asemeja a la de todos los hombres.
      Se le ve preocupado por la labor que le ha sido confiada y de la que jamás parece apartarse. No rechaza nada de lo que se le propone. Está presente a todos y a cada uno de una manera espontánea y natural que simplemente ensancha la sociedad que formamos con nosotros mismos.
      Contra lo que se cree, no se ve que renuncie a la naturaleza, o que los defectos de carácter estén en él vencidos y abolidos. Puede ser violento y colérico. Permanece sujeto a las pasiones. No piensa, como tantos hombres, en disimularlas. Y el verlo entregarse a veces a ellas, es una especie de escándalo que nos aparta de considerarlo santo y nos inclina a menudo a ponernos por encima de él.
      Puede decirse, sin duda, que modifica esas pasiones, pero ellas son una condición, un elemento de su misma santidad. Pues la propia santidad e una pasión o, si nos choca la palabra una pasión la santidad necesita para desatarse del prejuicio y de la costumbre. Y la pasión echa siempre sus raíces en el cuerpo, es ella quien lo solivianta y lo lleva más allá de sí mismo.
      No hay nada más bello que ver es fuego que se alimenta de los materia les más impuros y cuya llama, en E ápice, produce tanta luz.

      Lector, no disimules mirando a izquierda o derecha. Lavelle está hablando de ti.


INDÍGENA

      El 19 de mayo de 1974, por la tarde, volvía de Portugal.
      Frontera portuguesa, amabilidad a raudales.
      Frontera española. Al bajar del coche uno de los agentes pregunta:
      —¿Ustedes?
      —Portugueses, contestan mis dos acompañantes.
      —¿Y usted?
      —Yo soy indígena de aquí, digo con la satisfacción de quien regresa a su casa.
      Truenos, relámpagos, palabras esdrújulas (que omito), mirada de fuego. Examen de mi documentación con lupa. Con furor. Me pide más papeles (cosa indebida). Se los entrego. Y con voz de tenor de ópera aumenta la catilinaria. Hasta el punto de reunirse en torno un corro de guardias y curiosos.
      ¿Por qué? Por la palabra «indígena». Que el agente consideró ofensiva. Parece que la tomó como sinónima de «salvaje en taparrabos».
      Aunque me empeñaba en tratarle de decir que según la Real Academia de la lengua, indígena equivale a «originario del país de que se trata», todo fue inútil.
      Cuando llegue el 1 de mayo, día del clero indígena, voy a hacer un memento especial en favor del agente aduanero aquel de Fuente de Oñoro. Y le pediré al Señor que le regale a su familia un clero que lógicamente será indígena, aunque le pese a su progenitor.

Jorge Sans Vila


144 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI