CARTA ABIERTA A UNOS PADRES volver al menú
 


     4 de enero. Juan y Mary Tere, padres de Jon, Itziar, Iñaki, Aitor y Amaya, terminaron su impresionante comunicación con estas palabras: «¿Alguno de ustedes nos puede decir con palabras lisas y llanas, de forma que podamos entenderlo nosotros, qué es la vocación?».
     Nadie contestó. Tampoco yo. Tímido que es uno.
     Pero meses después me atreví a escribirles esta carta abierta —porque abierta fue la pregunta—, con ánimo de borrar de mi cuenta aquel pecado de omisión.
     La publico ahora aquí porque imagino que otros padres en otras latitudes siguen formulándose la misma pregunta. Gracias a Dios.


      Juan y Mary Tere:

      No sé qué pensarían ante el silencio que siguió a la pregunta de ustedes. Como padres de familia numerosa comprenderían que la sesión había sido muy larga y por muy espirituales que fuesen sus oyentes no eran ángeles.

      Tras el descanso de unos meses, transcurridos desde entonces, permítanme un par de observaciones. Observaciones, que no respuesta. Porque ¿es posible responder plenamente a una pregunta?, ¿es posible contestar cumplidamente a su pregunta?

      Académicamente creo que sí es posible una respuesta adecuada. El profe día tras día acota una parcela del saber, sitúa a los alumnos ante ella, les señala uno o varios niveles, les acompaña viendo, prestándoles sus propios ojos. A preguntas aclaratorias, subrayantes, corresponden entonces respuestas que subrayan, aclaran, que sirven o pueden servir.

      Pero con la vida todo es muy distinto. ¿Cómo contestar decentemente si se desconoce la vida del preguntante? La vida, la onda, las ilusiones, las noches, las esperanzas, los ojos, el corazón de quien pregunta.

      La teoría de la vocación implica toda una filosofía, decía Ortega y Gasset. Supone una cosmovisión. ¿Cuál es la cosmovisión del que pregunta?

      Hace tiempo yo me dejaba engañar por la pregunta aparentemente clara de mi interlocutor. Ahora trato de traducirla. Diría más, me esfuerzo por no contestarla. Imito al Principito que acosaba a preguntas al piloto encontrado en el desierto, pero nunca parecía oír las que él le formulaba.

      Por Pascua de este año a un joven, que me pedía le explicase eso de la vocación, le dije que para responderle tenía que decirme antes qué entendía él por «caricia». Se me enfadó. ¿Por qué se me enfadaría?

      Para contestar con cierta aproximación a la pregunta sobre la vocación necesito saber antes qué entiende mi interlocutor por «hombre», qué idea tiene de «libertad», qué es «Dios» para él, cómo Le mira, cómo se deja mirar por Él.

      Mary Tere y Juan, perdonen que se lo diga, pienso que su pregunta sobre la vocación allí en público era una mala pregunta. Nadie podía contestarles adecuadamente. Porque al preguntar ustedes no preguntaban por la vocación, sino por la vocación de sus hijos, unos hijos concretos, «de carne y hueso». Cada vez pongo más en duda la capacidad abstractiva de los padres y de los enamorados.

      Para que no parezca que trato de despejar a córner la cuestión, ahí van dos observaciones. Observaciones académicas, no vitales.

      Para vitalizarlas, para que sirvan, antes de tomarlas habrán de agitarse, como algunos específicos, para que se mezclen con su sangre y con la de Aquél que vino a darla por nosotros.—J.S.V.

I

     Quien desee saber
     «qué es la vocación», pregúntese antes «qué es la fe».
     Y avance yuxtaponiendo estas otras preguntas:
     «quién tiene vocación» con «quién tiene fe»,
     «cuándo se tiene vocación» con «cuándo se tiene fe»,
     «qué se requiere para tener vocación» con «qué se requiere para tener fe»...
     Evidentemente no es lo mismo vocación que fe, llamamiento al servicio de los hijos de Dios en la Iglesia que llamamiento a la filiación divina.
     Pero el proceso de la vocación es muy parecido al proceso de la fe.

II

     Érase que se era un paralítico, empedernido lector del periódico diario. Cada mañana, una vez arreglado y desayunado, le dejaban los suyos, al salir a trabajar, junto a la puerta.
     A la hora en que presume él que ya ha llegado el periódico al quiosco de la plaza, al oír los pasos del primer transeúnte, exclama con amabilidad: —«Oiga, por favor». Pero inútil. El transeúnte en cuestión pasa tieso como un cazo. Ante tanta insensibilidad humana murmura el paralítico un par de jaculatorias no indulgenciadas.
     Al poco rato, otros pasos. —«Oiga, por favor».—«¿Qué desea, caballero?» —«Si pudiese acercarse a la plaza y traerme el periódico, le estaría muy agradecido. Estoy paralítico. No hay nadie en mi casa. Aquí está el importe». —« ¡No faltaría más, amigo!». Y el segundo transeúnte busca y trae el periódico, que entrega al paralítico con una sonrisa.
     Aunque devora con pasión el paralítico las noticias del periódico, no por ello deja de oír los pasos de un tercer transeúnte. Los oye, pero sigue leyendo, sin decirle nada. ¡Para qué, si ya tiene el periódico!
     El tercer transeúnte —hombre servicial— hubiese estado dispuesto a traerle el periódico. Incluida sonrisa. Pero no se lo pidieron, no le llamaron, pese a que hubiesen podido pedírselo, pese a que hubiesen podido llamarle. No le llamaron, porque no le necesitaban.
     El segundo transeúnte —hombre servicial— trajo el periódico. Porque se lo pidieron, porque le llamaron.
     ¿Y el primer transeúnte? Era sordo. No podía oír. No podía ser llamado.

     Incapacidad, mala petición (mala vocación), en el primer caso.
     Capacidad más llamada (buena vocación), en el segundo.
     Capacidad sin llamada (sin vocación), en el tercero.

     El ejemplo es demasiado simple, demasiado exagerado. Conforme. «Pensar, hablar, es siempre exagerar. Al hablar, al pensar, nos proponemos aclarar las cosas, y esto obliga a exacerbarlas, dislocarlas, esquematizarlas. Todo concepto es ya exageración». Pero es la única manera de no perderse en matices, en detalles secundarios.
     El ejemplo podría completarse indicando que en días posteriores, al pasar el segundo transeúnte, al ver que todavía no tiene el paralítico su periódico, se ofrece a traérselo. A lo que accede el anhelante lector. Habría que hablar de otras posibilidades coloreantes. Es verdad.
     Pero creo que la estructura básica de la vocación —de todas las vocaciones— nuclearmente está ahí. Una capacidad sobre la que se proyectan unas necesidades que llaman, que vocan.
     ¿Qué es la vocación? Una llamada a quien puede ser llamado y es necesitado. Nada más. Nada menos.
     Luego vendrá el amplio capítulo del cómo del flamante, del cómo del llamado. Pero no confundamos el «cómo» con el«qué».
     Cordialmente

Jorge Sans Vila


143 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto, Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI