7 DÍAS DE UN MONJE I volver al menú
 

 

       Tengo miedo a desilusionar. Porque quienes ven los monasterios desde fuera esperan de los monjes una vida alabastrina, sin nada de antipoético, y menos de antiespiritual. La gente piensa que vivimos suspendidos de los pelos por el Espíritu Santo, como Habacuc cuando el ángel le llevaba a la fosa de los leones. Y tal vez sea verdad que el ángel nos transporta. Pero, por descontado, ni experimentamos ninguna sensación bíblica ni somos seres sacados de los retablos medievales. Por eso temo que si yo muestro los verdaderos intestinos de mi alma pueda producir desencanto.
     Y, sin embargo, decir la verdad es lo único honesto y eficaz. Cabría hacer, es cierto, como los llamados realistas del cine, que no nos dan la realidad sino una nueva poetización de ella. Pero una cosa es la vida y otra la obra de arte y poetizar seria aquí una forma de sofisticación. Y, con todo, tal vez una cierta poetización de la realidad es la realidad verdadera: quizá «la realidad» es lo que existe, pero visto con una gran ternura, que es como debe de mirarlo Dios.


DOMINGO

     Gran caos inicial en las tinieblas, con apenas una luz vaga. Es la terrible campana de las 5 que se abre paso en el caos del sueño. ¡Maitines! Estoy rendido. Rendido por estúpido, desde luego. ¿Cómo suprimir ahora lo que ya pasó, aquel tonto quedarse hasta tarde, anoche, leyendo algo que no valía la pena? No es fácil no irritarse contra uno mismo.
     Bajo el chorro de agua fría obtengo algo de lucidez y decisión. Una lucidez, y una decisión que son más bien las de un sonámbulo.
     Maitines. Tres cuartos de hora de rezo comunitario y vocal le objetivan a uno en la medida que lo permite un cerebro estropeado. Muchas veces, por largos períodos, la fantasía divaga. El cuerpo está allí, si; y la voluntad también, en ciertos momentos: cada vez que la imaginación retorna de un periplo, para marcharse de nuevo. Pero que la voluntad esté allí de vez en cuando no me tranquiliza en absoluto ni lo busco siquiera. Tampoco me tranquiliza pensar en algo que también es cierto: que todos los mundos por donde la imaginación pueda pasearse los ha hecho Dios.

     No se me pasan ahora las zozobras: cuando me acuerdo de decir ante lo adverso: «Por mis pecados, tienes razón. Mil años que eso durara, tendrías razón. Sea para toda la vida, si quieres, pero perdóname». Antes, la aceptación a fondo rehacía mi espíritu, operaba una recondensación. Por ejemplo, aquella vez que lo pasé tan mal y cuando me planté ante el Santísimo y dije esto, luego estuve respirando algo infinito durante medio año. Ahora no: acepto y continúa el barullo.


LUNES

     Durante la cena, mientras nos lee, en voz alta y mi mente divaga. Al paso de los años, mis sentimientos se ha ido secando. Queda poco más que los huesos del alma y lo que Hamlet llamaba la palidez del pensamiento. ¿Debo pensar que, por lo menos, estoy donde Dios quiso traerme, en este monasterio, hace treinta años? Sí y no, seguramente. Lo cierto es, me parece, que no debo intentar consolarme con nada hecho por mí. Pero sí debo pensar que algo grande, que ni nace ni termina en mí, descendió hacia mí y me lleva consigo.


MARTES

     Ese periodista culto, agudo, universitario, que me han mandado saludar porque había pedido entrevistar a un monje, me decía cómo en cierta ocasión hizo un reportaje sobre la Semana Santa andaluza. Me ha contado que vivió de cerca la actuación de los portantes de los misterios, y que era deprimente ver cómo, debajo del misterio, encorvados en la oscuridad mientras por fuera iba el Cristo rodeado (de centenares de velas, ellos se emborrachaban, se tambaleaban. «Y llevaban el Cristo», se lamentaba. No sé si se ha dado cuenta de la verdad universal y esperanzadora que enunciaba. Porque todos, me parece, vamos tambaleándonos llevando el misterio. Y nos emborrachamos... Pero todos, sin embargo, mientras hacernos esto llevamos —mal, pero lo llevarnos— el Cristo, ese terrible Cristo que nos han impuesto llevar cono un destino.


MIÉRCOLES

     Como cada día: Maitines, intervalo de lectura, Laudes, desayuno, Misa, trabajo... Un día voy a escribir una apología de la rutina en el ritmo de las cosas. La rutina que convierte la fidelidad en costumbre y así la asegura y la hace duradera. La rutina que hace que no se pregunte uno si ama o no, sino que presenta la cosa como un hecho del que ya no es posible deshacerse La rutina, instrumento de Dios, criatura de Dios, mecanismo casi infalible que lo sostiene todo, tapiz deslizante que permite liberar el pensamiento y el corazón sin dejar el camino... Pero hay que convertir la rutina en una deliberada disciplina si uno quiere que todo se vivifique.


JUEVES

     «Se reúnen sin conocerse, viven su amarse, mueren sin llorarse». Quien dijo eso de los religiosos ¿había mirado de cerca alguna vez el mundo de los cuñados, las tías y los primos políticos? ¿Había, siquiera, asomado la nariz dentro de un matrimonio? ¿Sabía la dosis de cortesía cristiana que destila una comunidad a pesar de sus innumerables: defectos? ¿Y la dosis de violencia que a pesar de todo, asoma en la vida de familia muchas veces? ¿Y la difícil paciencia que sostiene toda paz familiar? ¿Y los hijos, que tienen que salirles forzosamente forasteros a los padres si el mundo ha de avanzar?...

     Por la noche, al subir las escalera del dormitorio, después de Completas. «Señor, inventa mi vida. Invéntala como te dé la gana.» Digo esto con frecuencia, y con la seguridad de que será maravilloso. Sin embargo, hay que añadir que el que le da a Dios carta blanca es tratado, a ratos, con sus buenos palos. Y Dios no le dispensa en absoluto de cometer tonterías para que aprenda llevarse a si mismo como una cruz de oprobio.


VIERNES

     Me aburro un poco, en la hora de 1a meditación, cuando paso una temporada poco fluida y no tengo la suerte de que, me haya caído en las manos un libro palpitante. Pero el aburrimiento forma parte también, seguramente, del programa. ¡Qué tonto error, sin duda, pensar que todo, en la vida espiritual, ha de ser café-café o ha de dar rendimiento inmediato! La vida está formada por muchas cosas, y también por espacios muertos.

     No me cuesta nada confesarlo abiertamente: hay temporadas en las cuales continúo en el monasterio con sólo media convicción. ¿Qué digo media? ¡La cuarta parte! Por los tres cuartos restantes me secularizaba. Pero ¿ha de intranquilizarme eso? Seria, creo, una estupidez casi tan grande como secularizarse realmente. Porque a los 52 años, no creo que haya nadie, en ningún estado de vida, que no haya pensado en abandonar. Es el momento de cometer las grandes tonterías. Además, ¡la vida es tan insatisfactoria! Si alguien me reprochara que continúo porque ya estoy aquí, le diría que él hace lo mismo, esté donde esté, y que sí no es éste su caso, se debe a que no tiene sensibilidad. Y, a la vez, que ni en mi caso ni en el suyo es cierta y es mala del todo la veleidad de vivir otra vida. Porque, aunque la emprendida la continuemos sólo con una cuarta parte de nuestro corazón (¿y quién lo puede asegurar?) es bien sabido que el corazón humano necesita siempre tres cuartas partes para soñar lo imposible y una cuarta parte para arrastrar los pies en lo posible; ser suficientemente realista para poder soñar y soñar lo suficiente para poder continuar viviendo realmente... para soñar más y más.


SÁBADO

     En la celda, después de Maitines. Pienso una vez más en aquel diálogo entre el padre y el pródigo que ha vuelto, en la versión de la parábola por aquel gran escritor maldito y lúcido.
     «—Hijo mío, ¿por qué te fuiste? Ésta era la casa de tu padre y aquí lo tenías todo, y me tenías a mí.
     —Sí, pero a ti yo no te veía nunca. Sólo veía a tus administradores.
     —Tenías que haberles escuchado. Ellos hablan en mi nombre.
     —Sí, pero no hablan como tú».
Ya sé que nadie habla como Dios, pero es consolador recordarlo de vez en cuando, a fin de no olvidar que Dios habla de modo completamente distinto de los que hablan en su nombre y a veces no hacen más que separarnos de él. Recordarlo para echar de menos su palabra inefable. Porque seguramente algo logran sus administradores cuando engendran en nosotros cierto tedio. ¿No es a él que debemos el tener esta añoranza en el corazón, esta tristeza de exilados, de enfermos incurables, esta necesidad de que Dios nos diga que somos como él nos quiere (a pesar de que todos los demás nos repitan lo contrario) y que nos lo diga dándonos, al mismo tiempo, la seguridad de que él es el más inteligente, el que tiene el gusto más exquisito?
     Yo, a mi Dios, no le encuentro en parte alguna. Ni en el Evangelio. A mi Dios me lo tengo que inventar. Porque sólo puedo amar (y no hay otro Dios que aquel a quien se puede amar) a un Dios que me «reconozca» (¿será eso lo que quiere decir Cristo cuando habla de que él «conoce» a sus ovejas y ellas le «conocen»?), un Dios que no me encuentre extraño, que no me riña, sino que amanse mi corazón enloquecido e inquieto. Un Dios que no me acaricie íntimamente no es Dios y si, por un absurdo, él fuera de otra manera, yo tendría una eternidad de tristeza, y en la otra vida no podría menos de durar para siempre mi añoranza y mi insatisfacción.

     Por la tarde. Cuando uno comienza el noviciado, todo lo quiere tener ordenado en su alma. Borrón y cuenta nueva de la vida: la nueva página será definitivamente limpia. Y uno se está ocupando continuamente en borrar lo que, a pesar de todo, se va manchando de nuevo cada día, y en esta preocupación esconde sin saberlo el deseo de olvidar quién es, la voluntad de no admitirse. Luego, con las complejidades de la vida, uno debe ir aceptando que no tiene manera de poner en orden sus cosas, ni siquiera después de haberlas desbaratado. Es entonces cuando puede comenzar a descubrir que no es por la «tranquilidad de conciencia» que debe buscar la paz, sino por algo a esperar más allá de la conciencia, algo que no corresponde a ningún merecimiento sino sólo a la esperanza. Finalmente, acostumbrado a la disconformidad tranquila y habitual con toda aquella parte de sí mismo que uno (es un decir) hace, espera ser rehabilitado sólo por regalo. Y la muerte es tal vez eso: firmar su vida, al final, sin estar conforme con ella, pero con la certeza de que nada ha sido en vano y que, en sus más mínimos detalles, todos los acontecimientos, incluso los pecados, tenían un reverso desde el cual nos trabajaba Dios. Y que el Terror, la Pena, el Espanto y la Ansiedad no fueron sino máscaras con las que el Gran Esperado, el Gran Presente, se vestía, para visitarnos cada día, tornarnos finalmente apacibles y transformarnos a su imagen para poder ser recibidos por él.

Agustín Altisent


132   ¿Quién no ha intentado alguna vez darse una vuelta por un monasterio? No pocos en plan turista penetran a veces en el claustro y algunas dependencias más o menos históricas, más o menos artísticas, oyen las explicaciones que no explican casi nada que un guía que no guía pronuncia, y ¡a la calle!
     Pero la vida de un monasterio, igual que la vida de un hogar, no son las paredes, sino el amor, el calor, los sueños y añoranzas, los ojos, el alma sobre todo, de las personas que lo integran.
     Estos «7 días» son otros tantos «flash» que ayudan a ver un monasterio por dentro: nos asoman al alma del monje Agustín Altisent.— J. S. V.