POR QUÉ ME HICE SACERDOTE volver al menú
 

     
      Nací en 1905. El hechizo de la vida religiosa empecé a sentirlo de niño cuando asistía a las clases de los padres jesuitas en Nápoles, probablemente hacia mis once años.
      En ese colegio hice los últimos años de la escuela elemental y los primeros años del bachillerato. En aquellos años veía alguna vez la vida religiosa como un ideal, pero —volviéndolo a pensar ahora— no creo que entonces me lo tomase muy en serio.
      Se trataba de algo un poco vago y con mucho sentimiento. Soñaba con las misiones, con el martirio, con ser santo. Me había impresionado mucho la lectura de «Fabiola»

      Mi familia era muy cristiana. En particular, a mi madre la tuvimos siempre por una santa, y esa fue también la opinión de sacerdotes de gran valía que la conocieron: tenía intuición profunda del corazón de cada uno (le sus hijos (éramos siete), piedad sólida v alimentada de sacrificio, y espíritu de apostolado en la Acción Católica (donde fue presidenta nacional de mujeres) y en otras obras buenas. El ambiente de familia era de una gran seriedad moral, sin ninguna beatería: mi padre era profesor de universidad, y de él tuvimos siempre la seguridad de que rechazaría la menor injusticia, a costa de cualquier renuncia en su carrera y en sus intereses.
      Tal ambiente, unido a un colegio donde se estimulaban la piedad y la vida espiritual, explica los primeros gérmenes de vocación, en cuanto se pueden aplicar con circunstancias terrenas.

      De los trece a los quince años seguí el bachillerato un instituto del Estado, también en Nápoles, en un ambiente que intelectual y moralmente estaba bastante dejado del espíritu cristiano. Sin embargo, frecuentaba una Congregación Mariana de los padres jesuitas en a iglesia del «Gesu Nuovo» y allí también pertenecía a un grupo de muchachos más cultivados en el espíritu.
      Fue entonces cuando la vocación se manifestó con más claridad, entre otras cosas porque mi edad permitía ya pensar en concreto en tina posible entrada en el noviciado.
      A los quince años, un padre jesuita que se ocupaba de ese grupo quiso apurar la decisión y me dijo que hablara con mis padres, como si ya me hubiera decidido a hacerme jesuita.
      Lo hice.
      Pero ambos a la vez —sobre todo mi padre fue tajante en esto— me contestaron que debía esperar a terminar el bachillerato, para tener más madurez de juicio y mayor conocimiento de lo que dejaría con la vida religiosa. Mi padre me habló entonces de la castidad, y de algunos sacerdotes que había conocido, descontentos del estado que habían elegido, etcétera. Aseguró que al terminar el bachillerato no se opondría, pero por el momento él y mi madre consideraban mejor que esperase.
      Cedí a tal parecer de mis padres, y —al menos así me parece ahora— sin excesiva dificultad. Volviendo a pensar en ese episodio, tengo la impresión de que mi director espiritual me había empujado más allá de la madurez que tenía realmente mi vocación, y por tanto, mi decisión. Desde luego, ahora doy gracias a Dios de todo corazón por haber esperado, al menos viendo cómo se desarrollaron las cosas después; pero reconozco que casi fue un milagro que con ese retraso no se perdiera mi vocación, y éste es el aspecto más justificativo de la posición de mi director espiritual.

      En este punto habría que poner toda la crisis afectiva de la adolescencia, que yo sentí de modo vivísimo. De mis trece a mis dieciséis años, viví con la pasión de un muchacho muy sensible, fuertemente inclinado al amor y a la poesía, escribiendo yo mismo poesías, relatos y esbozos de novelas, rebosantes de sentimiento y fantasía. Gracias a Dios, todo ese mundo no salió nunca de la línea de la corrección moral innata en mi familia.
      Me parece que esa experiencia ha sido muy útil para tuna formación humana completa entregada luego a Dios en la vida religiosa. Cuando llegó la hora, rape renunciar por El a todo, y lo hice de todo corazón.
      A esto se añadió la crisis intelectual que sufrí de modo no menos vivo y violento, anticipando estados de ánimo que otros atraviesan quizá en la universidad, hacia los veinte años. Iba a un instituto del Estado, y me encontré con el nuevo plan de estudios organizado bajo el fascismo por el senador Giovanni Gentile: nuevos programas de estudios que —a diferencia de los anteriores, seguidos por mis hermanos— ponían de golpe a los muchachos en contacto con toda la filosofía moderna, con sus innumerables variedades y errores. Era más historia que filosofía, y nos perdíamos en ella.
      Debo decir que viví terriblemente esa aventura intelectual y me quedé profundamente trastornado. No me sentía comprendido por nadie en casa: estaban demasiado tranquilos y seguros. A mí me interesaba cada sistema filosófico como una aventura que vivir: el idealismo, el criticismo, el positivismo... No me atrevería afirmar con certeza que entonces perdiera la fe, pero sin eluda perdí todo fervor de ella, y ya no pensé ni .le lejos en la idea de una vocación religiosa.
      También esta etapa, en los planes de la misericordiosa providencia de Dios, la veo ahora como extremadamente positiva en la preparación de mi porvenir sacerdotal. Cuando más tarde me acerqué a los inseguros, a los cultivadores de los diversos sistemas, a los inquietos... me pareció encontrar en cada uno un momento ya vivido por mí.
      Tenía dieciséis años y estaba enteramente sumergido en las diversas filosofías y en las diversas doctrinas sociales, con una intensidad vital que hace de ese período sin duda uno de los más decisivos de mi vida: quizá el más intenso de todos. Y en el fondo del corazón, las situaciones afectivas y sentimentales de la adolescencia.
      Cuando terminé el bachillerato, a los dieciséis años, mis sueños se orientaban sobre todo a grandes visiones de construcciones sociales nuevas. Quedaba al margen completamente todo pensamiento religioso y, en particular, cristiano. Me seducía el derecho penal, en que va me veía como un gran abogado; me atraía la política, con la construcción corporativa del Estado, de tipo fascista o socialista...
      Al mismo tiempo, la tradición de la familia me invitaba a que me dedicase a los estudios de ingeniería, de la que se ocupaban mi padre, como profesor, y otros miembros importantes de la familia, además de mis tres hermanos mayores. Yo intuía que eso era demasiado restringido para mí.
      Como elemento religioso, me quedaba la misa de los domingos, oída sin convicción, y la asistencia semanal a un curso de «alta cultura religiosa», es decir, prácticamente de apologética, que daba para adultos sedares un excelente padre jesuita (padre Garagnani), en la Universidad Gregoriana de Roma, y al que también iban dos hermanos míos, uno ya profesor y otro estudiante universitario. He de decir que esas conferencias seguían dando a los problemas religiosos en mi mente un carácter de dignidad intelectual que de otra manera les habría faltado enteramente para mí, en ese período.
      En el fondo, no sé si habré heredado algo del liberalismo y del anticlericalismo de mi Piamonte estilo siglo XIX, algo que se ha resistido mucho a desaparecer incluso en los años posteriores, paradójicamente unido a los más ardientes sentimientos religiosos...

      Diciembre de 1925.
      Hacía dos meses que me había matriculado en la Facultad de Derecho, rompiendo las tradiciones familiares y contrariando las insistentes persuasiones de mi padre. Había sido mi primer acto fuerte en la vida. Quería buscar en la Facultad de Derecho el medio de desarrollar en mi vida actividades humanísticas, jurídicas, políticas, diversas de las estrictamente científicas que veía practicadas en casa, y que después de muchas discusiones me habían parecido definitivamente demasiado restringidas en sus horizontes.
      Tenía diecisiete años. Era más joven que casi todos mis compañeros y me enfrentaba con la universidad con verdadera pasión.
      Aquí me quería el Señor.
      No tardó en invadirme una primera sensación de profunda desilusión. En la Facultad de Derecho de Roma encontraba una masa de muchachos que no tomaban en serio la profesión a que se encaminaban; había pequeños empleados que iban sólo alguna vez a clase y pensaban únicamente en sacar un título, poco más que un pedazo de papel; había estudiantillos casi niños, que afirmaban por primera vez su independencia tomando las clases sin ninguna seriedad, escapándose tranquilamente de las clases, armando estrépito... ¿Y yo? Yo, que en mi casa tenía que sostener la grandeza de estos estudios, puesto que los había elegido a pesar de todos, me sentía en clase profundamente decepcionado con tal compañía, casi irritado...

      Días de Navidad. Mi madre organizó una visita a la exposición misional, que precisamente ese año santo se había abierto en el Vaticano. Mis hermanos iban, y mi madre se empeñó en que fuera yo también.
      Dije que no me importaban nada esas cosas. Sin embargo fui.
      Era ése el sitio donde me esperaba Jesús.
      La impresión ante aquella exposición misional y ante la acción que desarrollan los misioneros para la transformación de un mundo enorme, pagano, con obras benéficas en todos los sentidos, fue poderosísima en mi alma.
      Al volver a casa, esa misma tarde, escribí en mi diario una pregunta que decía poco más o menos así: «¿No será quizá ésta la forma que busco de actuar en serio por el bien de la humanidad?»
      Hablé con un anciano padre jesuita que había sido educador mío, en Nápoles, y con el que iba a confesarme alguna vez, de cuando en cuando.
      Pocos días después pedí a mis padres entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús, puesto que había cumplido la condición que me pusieron unos años atrás, al ser ya bachiller y estar matriculado en la universidad.
      Naturalmente, se quedaron sorprendidos. Las vacaciones de verano habían pasado en la discusión sobre matricularme en derecho o en ingeniería, y ni una vez se había aludido a la vida religiosa.
      Mi madre comprendió mejor. Dijo que hacía tiempo que esperaba ese «regreso»: que en mis poesías, en mis melancolías, en mis ansias sociales, en haberme matriculado en Derecho... había comprendido más de lo que quizá comprendía yo mismo...
      Fueron meses de arrebato. Entre otras cosas rompí mi diario y todos los cuentos que había escrito.
      Leía vidas de santos. Comulgaba a diario.

      Tres meses después, el 24 de marzo de 1926, la víspera de cumplir dieciocho años, entré en el noviciado. La cosa fue rápida: no quise aplazarlo ni por la circunstancia de que mi madre, que tenía que acompañar a mi padre en un largo viaje por América, había ido a Piamonte a despedirse de su madre, mi abuela...

      Desde entonces han pasado casi treinta y tres años. Tengo que declarar que en este largo período no creo haber tenido un solo minuto de duda sobre mi vocación.
      Jesús ha sido infinitamente bueno conmigo. «Cantaré eternamente sus misericordias.» Sin embargo he tenido también que luchar y sufrir, pero nadie ha podido nunca quitarme una infinita paz en el fondo del corazón.
      Jesús se ha hecho cada vez más mi todo. A la Virgen he pedido, casi sin interrupción, que no me dejara vivir más que de Él.

      Hice mis votos perpetuos en la Compañía a mis veinte años.
      Me licencié en filosofía en la Universidad Gregoriana. Luego en filosofía y letras, en mi antigua universidad de Roma: las doctrinas modernas, penetradas con profundidad, me han convencido cada vez más le mi fe. Por fin, la licenciatura en teología.
      A mis veintiocho años, en 1936, me hice sacerdote.

      Otra vez volví a la universidad del Estado, para dar testimonio de Jesús salvador del mundo, con ciclos de conferencias. Me sentía en la certeza al decir a profesores y estudiantes que no hay otro salvador del entero humano fuera de Jesús.
      Cosa extraña: precisamente en el camino de la vida religiosa y del sacerdocio, donde había deseado con absoluta sinceridad el ocultamiento más completo y una, especie de muerte total para los cosas externas, un sepultarme en Dios, en ese camino el Señor me ha llevado a soñar un día, con un programa bastante preciso, la «reconstrucción» del mundo entero. «Centuplum accipiet et vitam aeternam possidebit»
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Riccardo Lombardi


129 Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y con la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermano». Al principio, con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en el cielo), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!.— Jorge Sans Vila