FRANCESCO volver al menú
 



      A los que, cuando nos entran ganas de hacer un regalo, ni se nos pasa por la imaginación echar mano de la socorrida bandeja de plata o de recurrir al obsequio de un gato siamés (porque no podemos, claro, ni queremos tampoco), sí nos encanta decir a los amigos: «Vete a ver tal película», «Lee tal artículo», sabiendo que tal insinuación es un regalo comprometido.
      En 1971 dije a mis amigos: «Hay que leer ‘El oficio de sacerdote’» de J. M. Ballarín, publicado en «Seminarios» 45 (1971) 625-645.
      Puedo certificar que mis amigos lo leyeron, lo entendieron, lo saborearon, lo releyeron y hasta lo rezaron (rezar un regalo es la mejor manera de disfrutarlo).
      Mis amigos últimamente están de enhorabuena, por «Francesco».
      «Francesco» es un libro. Un libro d i s t i n t o (los alemanes, cuando quieren subrayar una palabra, espacian las letras). Y uso la palabra subrayada en sentido propio, sin resabio de propaganda. Estoy seguro de que difícilmente el lector dará con un libro como éste. Un libro que marca.
      ¿Una vida de san Francisco de Asís? No, y sí.
      No es una vida de san Francisco, aquel que vivió en Asís.
      Sí, es la vida tuya, lector, aunque no te llames Francisco.
      Francesco y su palabra están sembrados en los siglos. Retoñan cada primavera. También en nuestras primaveras. En este bendito siglo XXI, que es el nuestro. Tan suficiente, tan técnico, tan cuántico. Tan falto de pobreza y de inocencia.
      Son páginas originales, que nos vuelven a la originalidad.
      Son capítulos —con nombres tan de cada día y de hoy como «La mochila», «La guitarra», «El ratón», «La apisonadora», «El trineo», «La danza salvaje»...— en los que uno se descubre a sí mismo en lo que afortunadamente no tiene de turista y tiene de caminante y de peregrino. (Turista es quien pasa sin carga ni dirección. Caminante, quien ha tomado la mochila y busca. Peregrino, quien, además de ir cargado y de buscar, sabe arrodillarse cuando es preciso).

J.S.V.


      «Francesco». ¿De qué trata?
      De todo, porque habla de vida. Pero de vida que da vida, que despierta el pedernal más dormido.

      Lo llevaron al hotel; le rogaron que se bañase y se pusiese otros vestidos; decentes, decían ellos. No sentía rebelión alguna. Se vio en el espejo con el nuevo traje y se reconoció. Nada podía hacérsele extraño. Los de la escolta estaban tranquilos. Cenaron bien y brindaron por el feliz retorno.
      La azafata del avión le presentaba la bandeja del almuerzo. Ante la mirada de aquel hombre se desvaneció su sonrisa oficial. De pronto había dejado de ser mujer, se había sentido doncella.

      Habla de libertad, entendida a base de algo más que estímulos y respuestas.

      Estaba atado. Tenía que escoger galeras hallándose atado a galeras. Una paradójica libertad. Puede que exista una libertad mayor que la de poder escoger lo que nos dé la gana. La libertad de vivir, y caminar, y buscar, y encontrar. El roble es libre cuando tiene tierra y aire para crecer y vivir. El caballo es libre cuando tiene toda la pampa para galopar. El hombre tal vez sea libre de veras cuando tiene la inmensidad del amor de Dios para vivir, correr, buscar y encontrar.

      Habla —¡qué cosa tan insólita en algunas latitudes!— de oración, con la misma pasión y exactitud con que los que tienen coche hablan de marcas y kilometraje.

     La oración es volar, como los pájaros. Cada pájaro a su manera.
     El picamaderos se aferra al árbol: va picando con esfuerzo la corteza para encontrar el gusano. Hay una oración trabajosa, ganada paso a paso. Como si tuviéramos que resolver, laboriosamente, fórmula tras fórmula, un problema de matemáticas. Esta especie de marcha lenta, agarrados al madero —Dios se nos ha hecho como un madero— es oración, mientras no convirtamos a Dios en un problema de teología, fórmula por fórmula. La oración no es pensar en él, sino poseerlo.
      El gorrión no sabe dar largos vuelos, es capaz de volar solamente a cortos trechos: unos saltos, un vuelo corto, unos saltos, un vuelo corto. De modo parecido la oración está hecha a veces de un pequeño vuelo y vuelta a tocar tierra, un pequeño vuelo y vuelta a tocar tierra. Trabajosamente, con fugaces ráfagas de luz en las que intuimos a Dios. Cuesta orar así. Pero es preciso ser fieles.
      La golondrina se desliza en el aire casi sin esfuerzo. Así en la oración tenemos a veces una rara facilidad, la palabra de Dios se nos lleva, la vemos nítida y clara, indiscutible: el silencio de Dios nos reconforta como un buen abrigo...
      El gavilán no se mueve: permanece quieto en el aire con las alas extendidas, dando grandes círculos —ave de vuelo coronado—; de repente cae en picado sobre su presa y vuelve luego a la quietud. Tal vez algún día nos encontraremos así en Dios, sintiendo que lo llena todo, arrebatados por su palabra completamente silenciosa, pero perceptible. Amasados en silencio. Y, de pronto, el atisbo de luz como nunca hubiéramos creído alcanzar. Y vuelta a la quietud. No, nada de mística, no somos más santos hoy. Es muy importante que no nos instalemos en esta quietud. Que salgamos al encuentro de los demás que están a la puerta. Sin perder el silencio.
      Las ocas tienen el cuerpo grande y las alas cortas; son grotescas y no saben volar. Hay una bendita oración de impotencia, de estar en Dios sin más, con buena voluntad. No sabemos ni decirle que le amamos, porque ya ni siquiera sabemos si le amamos. Estamos allí, en él. No podemos ofrecerle la plegaria de los polluelos en su nido, la oración de los recién nacidos sin historia. Somos ocas viejas con las alas recortadas por años de dolor. Lo más digno en la pobre oca es que, a pesar de sus cortas alas, nos recuerda siempre que espera llegar a volar.
      Difícil de explicar la oración.
      Tal vez lo más sencillo sería decir que es un ponerse en Dios, tal como somos. Desnudos. Y descubrir que, pese a todo, le amamos más de lo que nos figuramos.

      El libro, que no habla de amor, porque está hecho de amor, sabe a beso:

      Luego le pegó un gran bofetón con su ancha mano abierta. Cesco sonrió y le presentó la otra mejilla. En esa mejilla, el cura puso un beso.
      —Más de cincuenta años sin dar un beso a nadie. El señor Papa le abrazó y quiso besarle.
      —No, señor Papa, en esta mejilla, no: llevo en ella un beso que no querría se me borrase nunca. En la otra.
      Y le besó en la otra mejilla.

      Hay que leer «Francesco» primero en particular, subrayando lo más llamativo. Para luego revisar con los amigos los subrayados. Para ver a cuatro, a seis, a muchos ojos. Ojalá, lector, no se te escape este subrayado:

      De la tribu de los simples ciento cuarenta y cuatro mil señalados.
      Y además los hijos pequeños de Dios que nadie podría contar.
      No son unos insensatos desquiciados; son, en verdad, otra cosa.
      Creen que Dios dejó en el mundo una huella de alegría y no les asombra que los montes salten como corderos.
      Ven en cada hombre una virgen y no un pedazo de carne vomitada.
      No escapan a la sucia y triste angustia de la vida, aunque en sus entrañas resuena el cántico al sol.
      Para ellos el evangelio es una piedra de agudas aristas, la palabra de Dios sin glosas ni paliativos. A pesar de todo esperan contra toda esperanza, porque, inexplicablemente, siempre se salva la paz.

      Amén, aleluya.

Josep Maria Ballarin


122 —Francisco, ¿a dónde vas? / —A la Puglia, a combatir. / —Pero dime: ¿de quién esperas mejor galardón, del amo o del siervo? / —Del amo, claro. / —Entonces, ¿por qué sigues al siervo y abandonas al amo? / —Señor, ¿qué queréis que haga?.— JOSEP MARIA BALLARIN