50 AÑOS DE SERVICIO volver al menú
 

 

      Los periodistas no siempre cuentan desventuras. Los hay con corazón y tiempo suficientemente anchos como para acercarse a un pequeño pueblo y charlar un rato con el cura.
     En este caso el cura se llama don Bernardo. Está a punto de celebrar sus bodas de oro sacerdotales: cincuenta años de servicio.
     Ojalá el lector sea capaz de repetir, después de leer esta entrevista, aquella estrofa de Unamuno: «Más de uno a quien pecar le puso cano, / rodando por el polvo, ya maltrecho, / sintió de pronto el corazón rehecho, / al tocar la sonrisa de un hermano».

J.S.V.


     La tierra es llana. La carretera tiene baches. Ya amarillean las cebadas y hay flores a ambos lados y en las lindes. El tiempo parece retardarse. Hay una pareja de mulas arando. Pasa una mujer embozada en una manta. Para la fecha en que estamos —es la tarde de San Juan— llueve. El limpiaparabrisas simula el péndulo retardado del reloj de estos campos.
Hay piedras en las calles de Berrocal. En lo alto del pueblo está la iglesia —por fuera no da de lo que es; pero es una joya, como una catedral, nos dirá más tarde orgulloso don Bernardo—. Y allá en la iglesia nos da señas. Se extraña de que nos hayamos enterado, piensa que no merecía la pena que hubiéramos ido.

     —Don Bernardo, ¿qué siente un cura al celebrar sus bodas de oro sacerdotales?
     —Pues, mira, mucha alegría y mucha responsabilidad.

     —¿Responsabilidad?, ¿por qué?
     —Porque son ya muchos los años de actuación sacerdotal que pesan sobre sus espaldas.

     — Pero... ¿contento?
     — Muy contento. Mucho. Contento de haber servido durante cincuenta años al Señor en zonas rurales.

     —Recuerde un momento, ¿cómo era aquel don Bernardo, con el don recién estrenado, oliendo todavía a misacantano, pletórico de la ilusión del primer pueblo a cuestas?
     —Un cura, ¿sabes?, alegre, comunicativo, lleno de ilusión. Un cura que tenía que ir a sus anejos en burro, a pie, lloviera o hiciera sol, mojándose o sudando. Pero daba igual. La juventud hacía a uno ir alegremente.

     —¿Qué diferencias entre aquel de entonces y el don Bernardo de ahora?
     —La persona sigue siendo la misma. Yo no he cambiado. Pero los años... Ya te darás cuenta cuando llegues de que no pasan en balde.

     La casa del cura de Berrocal sabe a casa rectoral. Uno recuerda sus años de monaguillo. Encima de la camilla, en cuanto entramos, una cerveza y un paquete de Ducados, obsequios de hospitalidad. Don Bernardo piensa seriamente cada contestación. Luego, bonachón, me dice que lo ponga como quiera, «tú verás, ya entiendes, ponlo a tu manera...». Fuera llueve.

     —Los años, ¿qué le han dado?
     —Muchas alegrías y muchas satisfacciones. También disgustos, ¿quién no los ha tenido? Además, eso sí, mucha experiencia. Y ya sabes el refrán...

     —¿Qué dificultades encontró en su vida sacerdotal?
     —Muchas. Sobre todo, la incomprensión muchas veces de los feligreses. Otras, la soledad, sobre todo ahora a mis años y en estos medios rurales. En estos pueblos pequeños, uno se siente muy solo a estás alturas.

     —¿Dificultades económicas?
     —También. Ten en cuenta que estos pueblos son pueblos pobres, y quizá lo hayan sido más. Cuando yo comencé ganaba 60 pesetas mensuales. Y luego vinieron tiempos peores que es mejor no recordar.

     Don Bernardo nació en Arcediano de Armuña el 27 de junio de 1901. A las 10.30 de la mañana, para más datos. Otro 27 de junio, y a la misma hora, cantaba su primera misa. Era el año 24. Había hecho su carrera en Burgos, en la Universidad Pontificia de San Jerónimo. Ahora, otro 27 de junio, a distinta hora, don Bernardo recordará sus años de ministerio en Aldeadávila de la Ribera, en Cantalapiedra, en Casafranca, en La Tala, su última etapa en Berrocal y en Palacios de Salvatierra desde el año 40. Esta tarde sonarán muy lejos las campanas de Berrocal.

     —Don Bernardo, a quemarropa, un santo.
     —San José, sin duda.

     —Una Santa.
     —Santa Teresa.

     —Una flor.
     —La azucena.

     —Un libro, que no sea la Biblia.
     —El Kempis.

     —El cigarrillo o el puro.
     —El cigarrillo. Los puros no los fumo.

     —¿La caza o la pesca?
     —Ninguna de las dos cosas.

     —Juan XXIII o Pablo VI.
     —Juan XXIII, sí, Juan XXIII.

     —Un pájaro.
     —La alondra.

     —La televisión o la radio.
     —La televisión, que es las dos cosas a la vez.

     —San Pablo o San Juan.
     —San Pablo.

     —Isaías o Jeremías.
     —Isaías.

     Berrocal de Salvatierra tiene 350 habitantes. Antes tenía 800. Pero los jóvenes y muchos mayores emigraron. Los que quedan se dedican a la agricultura y a la ganadería. Las casas tienen tejados pardos. Los hombres van al mercado a Guijuelo, y de paso echan un chato. Las mujeres cuando suben, van a la compra. Los ratos libres los matan los hombres en la taberna —una taberna a la que no le gusta ir al señor cura—. Él prefiere pasear, leer, hacer solitarios y ver la televisión. ¡Ah!, y pasar largos ratos en la iglesia. Antes era otra cosa. Venían el médico y el maestro y el secretario y echaban la partida, si era de tresillo tanto mejor. Y charlaban. A veces hasta cenaban juntos. Pero hoy don Bernardo está solo. Él ya sabe mucho, que se lo enseñaron los años, acerca del cura rural. Le pedimos opinión.

     —¿Le costó adaptarse al Concilio?
     —No, en absoluto. Hasta me pareció necesario. Lo era.

     —¿Qué supuso el Concilio para las gentes del pueblo?
     —Pues no ha supuesto nada, ¿sabes? Se han enterado por lo que les ha dicho el sacerdote. Les ha sorprendido hasta cierto punto. Pero no ha calao en ellos. Quizá por falta de preparación, o por sus costumbres y tradicionalismo.

     —Su opinión sobre la nueva liturgia.
     —Excelente. La gente ya sabe lo que se hace en la Iglesia, el pueblo participa... excelente.

     —Diferencias entre un cura de antes y uno de ahora.
     —Al sacerdote de antes se le consideraba como sacerdote. Hoy, como a un hombre cualquiera, aunque no a todos. Antes, como a un representante de Cristo con su misión muy definida. Hoy parece que las cosas no están tan claras.

     —Con su experiencia de la mano, ¿cómo debe ser un cura rural?
     —Yo te lo definiría así: sencillo, comunicativo, ejemplar, humilde y modesto.

     —Ensaye un consejo a un cura joven.
     —Que sea un sacerdote ejemplar, dinámico, y al mismo tiempo moderno. Que una cosa no está reñida con la otra. Pero ante todo y sobre todo que cumpla con su misión.

     —¿Con mucha teología?
     — Con más pastoral que teología.

     —Don Bernardo, ¿por qué se hizo usted sacerdote?
     —Creo que mi vocación surgió espontáneamente. Eso sí, ¿sabes?, dentro de un clima familiar cristiano, y por la influencia seguramente de dos tíos míos sacerdotes: uno que fue deán de la catedral de Burgos, y otro profesor de la Universidad Pontificia de San Jerónimo.

     El día 27, a las seis, Berrocal se vestirá de fiesta. Y don Bernardo recordará aquella otra fiesta, con un misacantano oliendo a sotana nueva, de manos temblorosas. En su iglesia —está orgulloso de sus arcos, de sus capiteles románicos, aunque cada año le dé disgustos el tejado, «son los pájaros, ¿sabes?»—, celebrará su misa de bodas de oro. Luego, habrá homenaje con regalos en el Ayuntamiento. Nosotros hemos querido sumarnos a ese homenaje. Fue una charla sin prisas la que sostuvimos con un cura viejo, que se hizo nuestro amigo a los cinco minutos. Una charla que no puede aprisionarse en el hueco de la entrevista. Un cura viejo nos habló de soledad y de alegría, extraña mezcla. Un cura viejo, que nos recordó sus años duros cuando tenía que atender anejos en burro, a pie, calándose hasta los huesos; un cura al que despertaron muchas veces para acompañar a moribundos; que fue a las fiestas de los pueblos vecinos a visitar a sus compañeros — costumbre sagrada—; que hizo sermones buenos, malos y mejores. Un cura viejo, que el 27 no necesitará sermón, porque el mejor sermón serán sus cincuenta años de vida sacerdotal.

     —Don Bernardo, con el último pitillo, una anécdota.
     —¿Una anécdota? Hay tantas... Verás, era mi primer pueblo. Yo era coadjutor. Me llamaron para administrar la unción de enfermos a un moribundo, por cierto muy borracho, alcoholizado. Cuando hube terminado, el moribundo sacó de debajo de la almohada una botella de aguardiente y me espetó: «Señor cura, una lamparilla». Y bebió. Yo, claro está, no acepté. Al poco de llegar a casa, doblaron las campanas por él. Quizá por novato, me impresionó vivamente.
¿Te vale ésta?

     —¡Cómo no!

     Cuando volvimos, llovía, seguía lloviendo. El coche, el fiero 600, corta los charcos de la carretera. Hablamos poco el fotógrafo y yo. Ahora, eso sí, en mi almario, en ese rincón de las cosas que nos calaron hondo, guardaré durante mucho tiempo el rato de charla con un cura que estaba de enhorabuena. Que guardaba — bajo su calva, bajo su cuerpo ya encorvado, bajo su acogida cordial en la tarde del día de San Juan—, cincuenta años de servicio. Con un cura viejo que sentía soledad, y que estaba orgulloso, de su hoja de servicios.

Fco. Javier Sánchez


116 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto, Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI