MONSEÑOR DE LAS NIEVES volver al menú
 



     Jaime Francisco de Nevares, alias «Monseñor de las nieves», obispo de Neuquén, gasta mucho en zapatos y poco en curar catarros, a pesar, o quizá debido a sus andanzas por la cordillera
     Vamos a Neuquén, cabe los Andes. Para respirar hondo y no envejecer espiritualmente. Para que se nos alargue la vista, nos crezca el corazón, se nos afine el oído, y no estemos a la retranca a la hora de partir el Pan.

J.S.V.



     —¿A qué edad decidió ser sacerdote? Según me dijeron, usted era ya abogado.
     —Sí, así es, yo tenía unos veintisiete años y ya era abogado. Pero no fui yo quien decidí. Fue Tata Dios quien lo decidió por mí. Eso es clarísimo, porque yo estaba a la retranca. Fue un largo proceso; creo que todo empezó en la Casa de Canillita. Ahí entré a colaborar, a charlar con muchos chicos. Eran canillitas, vendedores de diarios, y lustrabotas. Ellos me brindaron una gran confianza. Más de una vez cuando llegaba a casa, yo mismo decía: «Creo que me falta nada más la estola para confesar».

     —Y usted ¿qué iba a hacer ahí?
     —Yo iba y... estaba. Almorzaba a veces con ellos en el comedor municipal. Yo era un poco el «doctor»; pero se confiaban de una manera muy especial. Eran muchachos que venían de todas las provincias y uno traía al otro, como las cerezas. Vivían de diez a doce en una pieza de conventillo.

     —¿A partir de qué año es obispo de Neuquén?
     —Desde 1961. Me consagraron obispo en Buenos Aires, en la parroquia de san Carlos. Lo primero que pensé es cómo me iban a recibir los neuquinos y cómo iba a reaccionar yo; es decir, la relación pueblo y obispo.

     —¿Cuál es la primera cosa que se le ocurrió hacer como obispo?
     —Ser misionero. Andar y andar.
     Ésa fue la intuición que creo que Tata Dios me inspiró, o sea, tratar de llegar a la gente y estar con mis sacerdotes. En ese momento había nada más 13 curas para los 100.000 km. cuadrados que tiene Neuquén, de modo que estaban muy aislados. A veces pasaban meses sin encontrarse unos con otros.
     Lamento no haber tenido un cronista para las anécdotas maravillosas de esa gente de la Cordillera. Uno se queda admirado de su sentido de Iglesia.
     «En toda la vida de Dios que no ha venido un obispo por acá, Padrecito», me dijo una anciana de Mallín del Toro. «En toda la vida de Dios». Esto le salió del alma.
     Ir por el desierto, entre senderos rocosos que sólo podían recorrer mulas y caballos y encontrarse en una curva con un matrimonio de paisanos criollos que me llenaron la montura de flores silvestres. Para ellos, el obispo era «el enviado del Señor».
     Viendo esas cosas es cuando uno mismo se dice: «¡Cómo vive el Espíritu de Dios en todas partes!». Porque el Espíritu se parece al fuego subterráneo de la tierra. Por ahí hay volcanes y erupciones, como estas anécdotas que te contaba y que son l manifestación de la vida cristiana.

     —Cuénteme más cosas de la vida en la Cordillera.
     —Uno se siente cerca de Dios entre la gente de la Cordillera. En uno de mis primeros viajes por el interior, o sea por el norte del Neuquén, me acompañaba un sacerdote que fue misionero, alrededor de treinta y cuatro años por ahí. En un momento dado yo estaba silencioso dentro de la estanciera, porque contemplaba la alegría de los gauchos. Ellos saltaban en sus caballos y gritaban: «¡Viva el padre! ¡Viva el obispo! ¡Viva la Argentina!».
     Entonces este misionero, sin que yo mencionara una palabra, me dijo: «Lo mismo le pasó a Monseñor Buteler, obispo de Mendoza». Y me contó este hombre que al ver una escena parecida, Buteler había dicho: «Cuando la patria necesite hombres, va a tener que buscarlos acá». Recuerdo que entonces yo le hice un comentario a este misionero y él me contestó: «Es que la Cordillera es santa, Monseñor». Y yo creo que esa santidad hace que cuando uno está en la Cordillera se sienta continuamente cerca de Dios.
     A mí me han pasado ciertas cosas en la Cordillera que me han quitado el habla.
     Dormir por ejemplo en una ruca (casa) de indio que no tiene nada y que a la mañana, apenas uno se mueve, el hombre se levanta a calentar una palangana de agua para que uno se lave la cara. O aquella mujer de sesenta años que se había hecho veinte leguas a caballo para alcanzarme. Son cien kilómetros de ida y cien de vuelta por caminos angostos de montaña, todo en un solo día. ¿Y para qué? Para alcanzarme vajilla, pickles, frutas naturales, cosas que para ellos son su fortuna, y que querían alcanzárselas al obispo. Yo me pregunto: ¿lo haríamos nosotros por Jesús? No sé. Ellos que tienen tan poco, lo ofrecen todo, con la mayor alegría.

     —Además de obsequiosos con su obispo ¿son caritativos entre ellos?
     —Me acuerdo en este momento de una mujer que se cruzaba toda la Cordillera porque su comadre estaba enferma, y quiso cuidarle los hijos. Ensillaba su caballo, cruzaba unos cerros bastante altos y cuando llegaba a la casa de la comadre, atendía a los chicos, limpiaba el rancho y cocinaba. Después volvía a su casa, cruzando la Cordillera, para atender a sus hijos... A uno se le achica el corazón.
     Una vez que yo volvía del norte, le dije a un sacerdote que vive aquí: «Vengo de un lugar donde la gente no envejece espiritualmente».
     Otro caso: el de un hombre solo con tres chicos. Él tenía que trabajar y no sabía a quién dejárselos. El sacerdote pensó en una mujer viuda con seis o siete hijos. No se le ocurrió alguien con más posibilidades económicas. Va, se presenta a esta señora y le explica el problema. Ella le dice: «Mire, Padre, yo los tomaría, pero una que me voy a encariñar y su papá algún día se los va a llevar, y después, bueno, yo dependo de mis hijos. Son los mayores los que sostienen la casa, ¿no? Ellos trabajan. Además, el mayor está haciendo el servicio militar». De pronto se oyó una voz de adentro de la casa que decía: «Recíbelos, vieja». Era, justamente, el soldado.
     Y ese total desprendimiento es lo que impacta, lo que maravilla. El muchacho pudo haber sido egoísta. Sin embargo pensó: «Donde comen siete comen diez».
     Por eso para mí esta gente son Evangelio con dos patitas. Nosotros tenemos el Evangelio en la cabeza, pero muchas veces no lo tenemos en los brazos.

     —Monseñor, ¿alguna de sus preocupaciones fundamentales?
     —Encontrar un vocabulario popular, un lenguaje que pueda entender todo el mundo. Yo mismo, a veces, me veo en la necesidad de cambiar las lecturas que corresponden a ciertos domingos, cuando veo que se refieren a personajes o a hechos que están muy lejos de la experiencia del pueblo. Es decir, el lenguaje debe ser muy concreto, con anécdotas que la gente entienda, en una palabra, muy pedagógicos.
     La primera vez que Pablo VI recibió al Episcopado argentino fue en la Segunda Sesión del Concilio Vaticano. Recuerdo que él nos dijo: «Yo no voy a dar consejos. Ustedes son los pescadores y saben dónde tienen que tirar la red. Lo único que voy a hacer son determinadas reflexiones personales». Entonces nos subrayó la necesidad de que el obispo atienda en primer lugar a los sacerdotes, luego a los obreros y seguidamente a los universitarios.
     «Nosotros les tenemos mucho miedo a los universitarios —dijo Pablo VI— por su capacidad y su formación intelectual. Y sin embargo ellos están a veces por debajo del nivel religioso del resto del pueblo, y esperan ansiosamente nuestro mensaje y nuestra respuesta». Esto es más o menos lo que dijo el Papa; no quisiera distorsionar sus palabras. Y yo, entonces, entiendo que nosotros, obispos y sacerdotes, debemos bajarnos un poco de la higuera del intelectualismo. Uno se va desconectando poco a poco de lo que necesita la gente y, en definitiva, de la realidad.

     —¿Qué es anunciar a Cristo hoy, en este momento de la historia?
     —Ésa es una pregunta ciudadana, pero linda. Siguiendo las palabras de Foucauld, yo creo que anunciar a Cristo es dar un testimonio cristiano.
      Es «gritar el Evangelio con la vida».
      Más importante que tantas palabras que se escriben y que se dicen, hay que actuar más de acuerdo con lo que uno piensa.

     —Monseñor, ¿qué siente cuando se cansa, cuando pone todo su tiempo, su esfuerzo y su salud al servicio de ese pueblo que está en la Cordillera, que tiene hambre de pan, necesidad de calor y de Dios?
     —Siento que tendría que cansarme mucho más. Y siento una especie de seguridad en Dios.
     Todos tienen derecho a exigirme más y yo debo exigirme más a mí mismo. Por otra parte, debo confesar que el grupo de sacerdotes que me acompaña es excepcional. Un obispo que me visitó una vez me dijo al irse, admirado: « ¡Qué curas extraordinarios que tenés!».

     —Una última pregunta, ¿cómo ve a la juventud hoy?
     —Con gran esperanza. Considero que es mucho más evangélica, más viviente que la mía. En esta juventud, tal vez más que nunca, está arraigada la palabra de Dios.

      Jaime Francisco de Nevares

115 Siempre el que se arriesga a amar, se compromete a sufrir, hasta llegar a la frontera en que se toca el todo o nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no». Decir «no» a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que «sí» a todo lo demás. Mientras que decirle a algo que «sí», nos compromete a decirle que «no» a todo el resto. Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».— Mamerto Menapace